B de Bella (3 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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Segundo, porque había notado que le faltaban un par de dientes frontales.

Tercero, porque el tipo ni siquiera se molestaba en mirarme, y para flirtear con alguien es necesario que haya, por lo menos, contacto visual.

El caso es que le sonreí. Yo sonreía a ese idiota todas las mañanas simple y llanamente porque creo que es lo mínimo que uno debe hacer con la gente que ve a diario. Es una cuestión de modales. Pero ese imbécil, que claramente no tenía ningún tipo de educación, me ignoraba, y se quedaba mirando al horizonte como si un barco lo cruzara con una modelo desnuda en la proa.

Respiré profundamente tratando de que su desaire no me molestara y me apresuré en llegar a los ascensores. Uno estaba a punto de cerrarse y corrí para detenerlo.

Gran error.

El ascensor iba lleno y apenas quedaba sitio para un pasajero más, pero no de mi talla. Ya que había detenido el ascensor me sentí obligada a subirme, y terminé apretujada junto a una viejecita flaca que apestaba a cigarros. Traté de aguantar la respiración para ocupar menos espacio —y evitar el olor a cenicero de la anciana—, pero en ese momento lo peor que podía suceder sucedió. La alarma de sobrecarga empezó a sonar.

Sé que no soy un elefante, y que no hago sonar la alarma cuando me subo sola; pero mientras una parte de mi cerebro entendía que el ascensor ya estaba más que lleno, y que incluso una ardilla podría haber activado la alarma, otra parte me recordaba la dura y pesada realidad de que estaba más gorda de la cuenta.

—Alguien se va a tener que bajar, o nos vamos a quedar aquí hasta mañana —dijo la vieja fumadora, mirándome con cara de pocos amigos.

Era fea, pero tenía razón, así que salí tan elegantemente como pude, y una vez fuera me di la vuelta con una sonrisa.

—Buen viaje —dije mientras las puertas se cerraban. Pero nadie contestó ni me sonrió. Obviamente esto me molestó, pero tampoco soy tan delicada, de modo que secretamente decidí que ese incidente no me iba a arruinar el día.

Me subí en otro ascensor, apreté el botón, cerré los ojos durante unos segundos —el tiempo que se tarda en subir hasta el piso veinte— e intenté visualizar algo positivo que me hiciera recuperar el optimismo. Traté de recordar aquellos tiempos —pocos años atrás— en los que me encantaba ir a trabajar. Mi agencia se encontraba en una oficina preciosa en la calle 59, y sus grandes ventanales ofrecían una vista magnífica de Central Park. Ese era mi sueño: tener un gran despacho con vistas al parque. Pero Bonnie había logrado convertir la oficina de mis sueños en la cárcel de Alcatraz. Ahora me sentía atrapada en una prisión exquisitamente decorada con muebles de Knoll.

Cuando salí del ascensor, miré mi reloj y me di cuenta de que llegaba con media hora de retraso. El día anterior había trabajado hasta medianoche, y quise pensar que Bonnie tendría piedad de mí y perdonaría mi impuntualidad.

Al cruzar la recepción escuché fragmentos de una conversación ajena:

—¿En serio? ¿Eres de Los Ángeles? Porque a mí me parece que tu acento es del sur.

Se trataba de Deborah, nuestra nueva recepcionista, siendo acosada por dos idiotas que trabajan en márketing. Eran dos de esos típicos jovencitos arrogantes, graduados en alguna universidad famosa, que siempre están tratando de seducir a las pasantes y a las secretarias.

Deborah era la típica mujer que a mí me gustaría odiar, pero no puedo: pequeña, delgada, rubia, y tan dulce que es casi empalagosa. Me muero de la vergüenza cada vez que la miro con envidia.

—¡Hola, B! —me saludó.

—¡Hola, Deb!

Los idiotas de márketing me miraron de arriba abajo y sin ninguna simpatía hacia mis curvas. Yo sonreí, pero, como era de esperar, me ignoraron. Allí fue donde el siguiente desastre tuvo lugar.

—Oye, se te ha caído la tarjeta —me dijo uno de ellos.

Ciertamente, la tarjeta magnética que usamos para entrar a la oficina se me había caído a
sus
pies. Por un segundo pensé que se iban a tomar la molestia de recogerla, pero ellos miraron la tarjeta, me miraron a mí y se volvieron a Deborah para seguir con sus maniobras de seducción. ¿Para qué malgastar su caballerosidad con esta gordita, cuando la esbelta Deborah estaba allí, indefensa tras su escritorio? No me quedó más remedio que agacharme yo misma a recoger la tarjeta.

Lo primero que oí fue el sonido de la tela desgarrada, seguido por la natural expansión de la carne. Luego vino el fresquito en el trasero y finalmente la vergüenza al reconocer que mis pantalones se habían roto, dejándome —digámoslo sin rodeos— con el culo al aire.

—B, ¿estás bien? —preguntó Deborah.

—¡Claro! —respondí, mintiendo descaradamente.

—Creo que tengo hilo y aguja por aquí… —se ofreció mientras revolvía su escritorio.

—No te preocupes, no ha sido nada —insistí, sabiendo que yo guardaba mi propia provisión de material de costura en mi mesa. Pero en ese instante cometí el error de tratar de justificar el accidente ante los idiotas de márketing—: Se ve que en la tintorería me lavaron el traje en agua caliente, a pesar de que les pedí que…

Ni siquiera había terminado la frase cuando ambos ya me habían dado la espalda para ignorarme una vez más y continuar seduciendo a Deborah. Respiré hondo para tranquilizarme y entré en la oficina. Afortunadamente mi chaqueta cubría parcialmente el destrozo de mis pantalones, así que caminé despacio y con pasos cortos para disimularlo lo máximo posible. Tan pronto como llegué a mi mesa, Mary Pringle, la secretaria de Bonnie, asomó la cabeza por encima del panel de mi cubículo.

—¡Bonnie quiere verte inmediatamente!

Por su tono de voz, sabía que Bonnie planeaba gritarme. No me quedaba más que rendirme a su tiranía y, para mayor humillación, hacerlo con el culo al aire.

Hay muchas cosas que lamento de mi educación universitaria. Odio el hecho de que algunas clases teóricas deberían haber sido prácticas, y que algunas clases prácticas deberían haber sido teóricas. Odio el hecho de que me costó una fortuna, odio el préstamo que tuve que pedir y odio tener que pagarlo todos los meses. Pero lo que más rabia me da es que nadie me enseñó en la universidad lo que debía saber para sobrevivir en una empresa.

Vamos a ser claros: la mayor parte de la gente que va a la universidad termina trabajando para una gran compañía; todos soñamos con encontrar un puesto que nos garantice dinero, estatus, asientos en primera clase en viajes de trabajo y una caja de tarjetas de visita con un logo intimidante. La mayoría de los abogados, periodistas, ingenieros y contables terminan trabajando para grandes corporaciones donde serán un tornillo más en una gran maquinaria ejecutiva, y nuestro amargo destino es trepar esa escalera hasta la muerte, o la jubilación.

El problema es que nadie en la universidad te enseña a sobrevivir en un nido de víboras, y siento decirles que esa es la primera destreza que deberíamos aprender.

Ningún profesor me explicó que mi jefe me pondría en la lista negra si me veía saludando a
su
jefe; que inmediatamente sospecharía que quería trabar amistad con el pez más gordo para pasarle por encima.

En ninguna clase me advirtieron de que debía pasar la mitad del día trabajando y la otra mitad contando a los demás lo que había estado haciendo, porque de lo contrario nadie sabría lo que había hecho y otro se llevaría el mérito por mi trabajo.

En la escuela nadie me explicó que era mejor ser temido que ser querido, y nadie me dijo que los que se pasan el día marcando su territorio tienen más éxito que los que trabajan como esclavos.

¡Hay tantas cosas que nadie me enseñó en la universidad! Si volviera a estudiar, yo exigiría los siguientes cursos:

Cómo trabajar para un jefe que no sabe usar un ordenador.

Cómo trabajar para un alcohólico que llega a mediodía, cambia todo lo que habías escrito y luego, como a eso de las nueve de la noche, lo vuelve a cambiar para dejarlo como estaba originalmente.

Cómo trabajar con alguien que ya no es tu jefe, pero sigue mandándote como si lo fuera.

Y el último, pero quizá el más importante: cómo trabajar para una víbora.

Naturalmente, esto nos conduce de vuelta a Bonnie.

Bonnie es la típica pesadilla industrial. Tiene cincuenta y muchos años, nunca se ha casado, es mojigata, controladora y ambiciosa. Le encanta la burocracia, y el único talento que tiene es el de navegar en aguas corporativas para apropiarse de más y más poder. Bonnie es diabólica, tiránica, insegura y envidiosa. Qué encanto, ¿verdad?

Tengo entendido que Bonnie venía de ser vicepresidenta en otra compañía, y que casi se las arregló para llevarla a la quiebra, pero, como dice mi amiga Irene, «hay ejecutivos que mientras más la cagan, más ganan», o sea, burócratas que siempre conseguirán un ascenso en su próximo trabajo, sin importar lo ineptos que hayan sido en el anterior. Ese era el caso de Bonnie.

Según Lynn, del departamento de operaciones, Bonnie empezó su carrera hace muchos años como asistente del vicepresidente de una importante agencia. Como tenía acceso a todos sus papeles, ella empezó a chantajearlo con la evidencia de algún pequeño escándalo sexual y gracias a eso consiguió su primer ascenso. Dicen las malas lenguas que Bonnie iba por los pasillos de la agencia con un gran sobre que contenía las fotos comprometedoras, y que si su antiguo jefe no hacía lo que ella le pedía, ella empezaba a sacarlas lentamente, y no paraba hasta que él cedía. Así fue como Bonnie comenzó su rápido ascenso.

En el momento en el que Mary me dijo que Bonnie quería verme, yo me di la vuelta, recogí dos kilos y medio de papeles cuidadosamente organizados en carpetitas de colores, y me dirigí a su despacho con la esperanza de dejarla boquiabierta con mi exhaustiva investigación. En mi informe estaban todos y cada uno de los estudios más recientes sobre el comportamiento de la mujer promedio durante su ciclo menstrual. Sí, sé que esto sonará un poco rebuscado, pero es que justamente mi agencia estaba tratando de asegurar una jugosa cuenta con una marca de tampones superabsorbentes llamados «Del Cielo». Esta marca quería llegar a un grupo demográfico más joven, pero sin ofender a su público mayor y tradicional, ni cambiar su prístina imagen blanca y celestial.

Por desgracia, al entrar apresuradamente en el despacho de Bonnie —y con el ansia de presentarme como la eficiente directora creativa que aspiraba a ser— tropecé con su falsa alfombra persa, y tiré al suelo todos los documentos que tan cuidadosamente había recopilado.

Bonnie me miró con asco. Ella estaba, como siempre, desayunando
bagels
con queso crema junto a su amiga Christine del departamento legal. Me arrodillé con cuidado —para que no se me siguieran rompiendo los pantalones— y recogí los papeles, sintiendo que sus ojos de medusa me trepanaban la nuca. Qué escena tan patética: estaba ahí, arrodillada, y con el trasero expuesto a los elementos, frente a la mujer que más odiaba en el mundo. Finalmente logré ponerme de pie con mi caótica pila de documentos en las manos.

—Has vuelto a llegar tarde —dijo Bonnie.

—Es que anoche estuve en la oficina hasta las tantas haciendo este informe…

Ella me miró como si quedarme en la oficina hasta medianoche fuera lo normal para una esclava como yo y, naturalmente, me vi obligada a inventar detalles ficticios para justificar mi retraso.

—Es que esta mañana no pude salir de mi apartamento hasta que llegó el fontanero, porque la tubería del vecino de arriba se rompió y me inundó el baño…

Ella me miraba todavía como si mis penurias no fueran suficiente para justificar mi retraso, y yo, lógicamente, seguí inventando.

—… Y es que me tuve que quedar a abrirle la puerta al conserje porque los vecinos que tienen la copia de mis llaves están de vacaciones en Cancún celebrando su aniversario…

En ese momento tuve que parar de inventar, porque ni yo misma me estaba creyendo lo que le decía. Ella me miró fríamente y me soltó:

—Aquí se empieza a trabajar a las nueve de la mañana. Es la segunda vez que llegas tarde este mes. Esto no volverá a pasar.

—Esto no volverá a pasar —repetí, arrepentida, como si me disculpara por haber nacido. En ese momento traté de cambiar de tema—: Por cierto, he encontrado estudios muy interesantes sobre lo de la menstruación. Si quieres hoy podría trabajar en esto —dije, apuntando al lío de papeles que tenía en las manos—. Incluso podría escribirte un resumen con los puntos más importantes.

—No —respondió tajante—. Los quiero revisar yo misma.

—¿Quieres que los ordene un poco y te explique más o menos qué es lo que he averiguado?

—Ahora estoy ocupada, déjalo ahí.

Sí, claro, ella estaba ocupadísima tragándose el desayuno y chismorreando con Christine. Y la muy cerda ni siquiera engordaba, era un saco de huesos. Ayer me había hecho trabajar hasta medianoche porque era «urgente», y ahora resulta que su desayuno era más importante que mi trabajo. Le di un tirón a la parte baja de la chaqueta para taparme la rabadilla, y salí de su despacho en silencio.

Antes de regresar a mi cubículo, me detuve en la cocina para hacerme un café, y allí me encontré con el mismísimo Dan Callahan. Lo que faltaba. Aquí tengo que hacer un triste paréntesis para explicar quién es el señor Callahan.

Dan no es un monstruo, pero tampoco es un galán de telenovela. Es mitad irlandés y mitad otra cosa, pero no sé exactamente qué. Tiene poco pelo, el cutis grasiento, boca de pez y, para rematarlo, es unos cinco centímetros más bajito que yo. Definitivamente no es lo que yo llamaría un príncipe azul, pero sí era el único hombre que me había invitado a salir en muchos meses.

Todo había ocurrido tres semanas atrás. La verdad es que él no me gustaba, pero en vista de que nadie me había invitado a salir en tanto tiempo, no me quedó más remedio que aceptar. Supongo que Dan me invitó pensando que iba a ser una chica fácil de llevarse a la cama y yo, para qué negarlo, lo era. Después de meses y meses sin que nadie mostrara ningún interés en mí, me habría acostado hasta con el jorobado de Notre Dame.

Desafortunadamente, la noche de nuestra cita Dan se emborrachó de tal manera que cuando llegamos a mi apartamento lo primero que hizo fue vomitar sobre mi alfombra persa, auténtica. Cualquiera pensaría que después de un episodio como ese yo le habría retirado la palabra, pero como tengo muy buen corazón, siempre doy a la gente una segunda oportunidad.

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