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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (2 page)

BOOK: B de Bella
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En mi escuela había un niño que se llamaba Magnífico. Magnífico López. El problema es que Magnífico era bajito, flaquito y terriblemente miope. Este chico esmirriado y de gruesas gafas tenía cara de todo menos de magnífico, y su ridículo nombre solo servía para recordarle constantemente todo lo que él
no
era.

Mi problema es muy parecido: mi nombre es Bella.

Bella María Zavala, para ser precisos.

Tengo tres hermanos que tienen nombres tradicionales: Pedro, Francisco y Eduardo. Pero en mi caso, mis padres prefirieron tomarse una licencia poética y, como homenaje a la bella tierra que los salvó de Fidel Castro, decidieron llamarme Bella. Estoy segura de que bautizarme así debió de parecerles una idea genial en su momento, pero no saben la pesadilla que es ir por la vida con un nombre como este, y arrastrando todos los kilos que me sobran. Por razones obvias le pido a la gente que, en lugar de usar mi nombre completo, me llame solamente por mi inicial: B.

Imagínense lo que es vivir peleando con la gordura y cargando con este nombre que parece un chiste de mal gusto. Además, como no es un nombre muy común, cada vez que hablo por teléfono con mi banco o con los de la tarjeta de crédito, tengo que deletrearlo. Entiendo que se confundan, porque no hay tantas Bellas por el mundo, pero lo que no entiendo es por qué, cada vez que deletreo mi nombre, lo hago de la misma manera: «B de burro, E de Eduardo…».

¿Por qué digo «B de burro»? ¡Yo no soy un burro! ¿Por qué no soy capaz de decir simplemente «B de Bella»? La respuesta es muy sencilla: porque nunca me he sentido bella. Soy una gorda en un mundo donde la gordura no tiene nada de bonito.

A estas alturas del relato necesito hacer un pequeño paréntesis para reconocer que hay otros problemas que son mucho peores que la gordura: la ceguera, la sordera, la parálisis, la desnutrición; hay una lista interminable de cosas peores que estar gorda. No me cabe duda de que la gordura es un problema bastante menor en comparación; es más: creo que la peor maldición que puede haber en el mundo es la infelicidad. Conozco docenas de personas ricas, jóvenes, hermosas y delgadísimas que, con o sin éxito, han tratado de quitarse la vida por pura y simple infelicidad. Yo me he sentido triste, agobiada y furiosa por mi peso, pero, gracias a Dios, nunca he estado al borde del suicidio.

La razón por la que traigo a colación el factor
felicidad
es porque he descubierto que esa es la única cosa que sí soy capaz de controlar. Quizá nunca sea capaz de adelgazar, pero lo que sí he aprendido es que soy capaz de ser feliz.

¿Cómo?

Ahora mismo lo voy a explicar.

1

Trabajo en una agencia de publicidad en Nueva York, y, en el caso de que no lo sepan, esta es la peor ciudad del mundo para estar gorda, porque aquí la mayoría de la gente se las arregla —no sé cómo— para estar delgada.

Si van a cualquiera de los maravillosos restaurantes que hay en Manhattan, encontrarán a esbeltos hombres y mujeres que no parecen verse afectados por azúcares, carbohidratos o grasas parcialmente hidrogenadas. Muchas veces me he preguntado si todos vomitan después de cada comida, o si les instalaron un incinerador industrial en lugar del metabolismo de caracol que me pusieron a mí. Esta gente está tan delgada que parece que todo lo que comen se evapora al entrar en contacto con sus labios; en cambio yo lo almaceno todo, como si me preparara para un holocausto nuclear.

Veo a los flacos por la calle; los miro con envidia luciendo ropa de diseñadores famosos, o en el gimnasio quemando algún microscópico miligramo de grasa. Los veo en el metro o en el autobús, sentados cómodamente en asientos que fueron diseñados para gente de su talla, cruzando las piernas en posiciones imposibles para mí, y usando pantalones vaqueros o de cuero sin preocuparse de que el roce de sus muslos desgaste la tela de la entrepierna.

Sí, ya sé que parezco obsesionada con nuestras diferencias, pero eso no es del todo cierto. Solo pienso en esto en los momentos difíciles, como cuando me doy cuenta de que tengo que empezar a usar una talla más grande. Pero a pesar de mis quejas, no tengo resentimiento hacia los flacos; muchos de mis amigos son delgadísimos. El mejor ejemplo es Lilian, mi mejor amiga, quien es particularmente esbelta.

Lilian y yo nos conocimos en la agencia de publicidad el primer día que entré a trabajar allí. Esa mañana me sentía nerviosísima porque no conocía a nadie en la oficina. Lilian se acercó a mi mesa y tuvo un gesto entrañable hacia una recién llegada como yo: se presentó y me invitó a almorzar. Aunque trabajamos para distintos departamentos —yo soy redactora creativa y ella es contable—, Lilian y yo nos volvimos inseparables desde ese día.

Lilian es asiática, alta, estilizada, tiene unos pechos perfectos, un trasero pequeño y firme, y, aunque no lo crean, es dulce, simpática y amigable. Es cierto que a veces puede ser egocéntrica, narcisista e insensible, pero ya estoy acostumbrada a todo eso y he aprendido a quererla como es. Además, por las experiencias que he tenido con mi madre, entiendo que la gente que te quiere es la que te saca de quicio, y eso es algo en lo que la dulce Lilian es una experta.

En fin, la historia comienza —discúlpenme por no haberla empezado todavía— hace algún tiempo, la mañana del 14 de abril. No soy muy buena recordando fechas, pero cuando algo ocurre cerca de Navidad, Año Nuevo o San Valentín me es más fácil recordarlo. Esto sucedió un día antes de la fecha en la que es obligatorio mandar la declaración de la renta.

Era una deliciosa mañana de primavera en la que yo me sentía particularmente orgullosa de mi peinado. Tengo el pelo largo y muy rizado, y siempre me hacía un moño para parecer más delgada y seria en la oficina. Llevaba las gafas porque había estado tan ocupada en el trabajo que no había tenido tiempo de ir al oculista para hacerme un nuevo par de lentes de contacto; pero no me molestaba llevarlas, porque me daban una apariencia más profesional —lo cual era vital para lograr mi tan postergado ascenso—. Resulta que en las grandes corporaciones hay una ley tácita que establece que, si llevas más de dos años sin recibir un ascenso, es porque eres una inútil. Yo llevaba ya tres años tratando de que me ascendieran a directora creativa, y si no lo hacían pronto, estaría condenada a ser una simple redactora el resto de mi vida.

En esto consiste mi trabajo: yo soy la persona que reúne toda la información de márketing y la convierte en un párrafo, una línea o una palabra. Si me dicen: «Tenemos que vender más pañuelitos de papel a jóvenes entre los catorce y los dieciocho años», yo escribo una frase que haga que ese grupo demográfico corra a las tiendas a comprarlos.

¿Se acuerdan de esa campaña publicitaria que decía «El mundo es un pañuelo… lleno de mocos»? Pues yo fui la que propuso ese eslogan; desafortunadamente fue Bonnie, mi jefa, la que se llevó el mérito. Pero ya les contaré más sobre Bonnie cuando llegue el momento.

A mí me gusta pensar que soy como una poetisa; una barda que paga la renta escribiendo anuncios, catálogos y etiquetas. Reconozco que no escribo clásicos de la literatura, pero mi trabajo me permite, hasta cierto punto, ejercitar mi creatividad, y por ello me considero una creadora de «arte por encargo».

Muchos piensan que a los artistas no les importan las presiones del mercado, pero permítanme recordarles que Leonardo da Vinci no pintó la Mona Lisa simplemente porque le dio la gana; lo hizo porque alguien le pagó por hacerlo. Algún ricachón florentino le dijo a su esposa: «Querida, creo que deberíamos contratar a alguien para que te pinte un retrato. Déjame que llame a ese tal Leonardo», y así fue como Leonardo pagó su alquiler renacentista.

Casi todos los artistas —o por lo menos los artistas que se ganan la vida con su talento— terminan prostituyéndose. Nos das dinero y te vendemos hasta el alma. Lo que no debemos olvidar es que, aunque nos prostituyamos, no por eso dejamos de ser artistas, y ya sea para pintar una obra maestra o para escribir el eslogan de una marca de tampones —que es precisamente lo que yo estaba haciendo en esa época— es sumamente importante que se nos trate con un mínimo de respeto.

En mi agencia daba igual que fueras un genio o una bestia que consiguió su puesto acostándose con el jefe; tu éxito solo dependía de que lograras ese ascenso cada dos años.

Pero acostarse con mi jefe —que era una mujer y no muy guapa que digamos— era imposible, y por eso yo trataba de avanzar a la antigua, o sea, trabajando como una mula.

Llevaba años esclavizada para convencer a mi supervisora de que me merecía el título de directora creativa, pero hasta ese momento mis esfuerzos no habían servido para nada. Lo peor de todo es que
el trabajo
ya lo tenía; lo que no tenía era
el título
.

Yo hacía dos trabajos simultáneamente: el de director y el de subordinado. Un par de años atrás había renunciado el antiguo director creativo, y mientras encontraban a otro, me habían encargado sus responsabilidades. Yo actuaba como directora, pero continuaba trabajando como una redactora más de la agencia. Cuando los otros creativos escribían un anuncio, yo lo revisaba, lo corregía y se lo enviaba a Bonnie. La parte absurda de todo esto es que cuando yo escribía un anuncio me lo tenía que mandar a mí misma para revisarlo, corregirlo y aprobarlo. ¿Les parece lógico? A mí tampoco. Pero así funcionan las grandes compañías: te exprimen todo lo que pueden con la excusa de evaluar si estás lista para ese ascenso y, una vez que demuestras que lo estás, van y contratan a otro. Y la peor parte es que, como tú has hecho el trabajo durante años, ellos esperan que entrenes a tu nuevo jefe. Qué cojones, ¿verdad?

Sin embargo, esa mañana no había razón para pensar en cosas negativas, porque yo estaba convencida de que eso no me iba a pasar a mí. Yo iba a conseguir ese ascenso fuera como fuese; por ese motivo los últimos treinta y seis meses había trabajado sin parar, y me había perdido cumpleaños, visitas al médico y hasta Navidades —un pecado mortal en las familias cubanas— para cumplir con mis responsabilidades. Para mí, mi carrera era la prioridad, y por eso vivía prácticamente en la oficina.

Cada vez que buscaban a un voluntario para algo, yo levantaba la mano; cada vez que me pedían dos ideas, yo les daba veinte. Me reía a carcajadas de los chistes malos de mi jefa y le preguntaba por la salud de sus perros y sus gatos, como si me importaran un pimiento. Además me sentía culpable cada vez que me iba de vacaciones, y en varias ocasiones las cancelé simplemente porque a Bonnie «se le había olvidado» que yo se las había pedido. Comía el almuerzo todos los días sentada en mi escritorio, y cargaba con mi BlackBerry hasta cuando iba al baño porque no había duda de que Bonnie me llamaría en el momento en el que yo me levantara de la silla. Mi devoción era tal que mi médico pensó que me había muerto, porque no podía creer que llevara tanto tiempo sin hacerme un chequeo.

Yo era tan responsable que iba a la oficina hasta cuando estaba enferma. Si se quejaban de que estaba propagando el virus, me iba a casa, pero si me quedaba en casa se quejaban de que no estaba en la oficina; total que desarrollé una técnica para toser internamente y guardarme mis gérmenes.

Mi determinación en triunfar me hizo aguantar en silencio las ideas más estúpidas de mi jefa. Escuché sus imbecilidades con respeto y reverencia. Le di carta blanca para que me humillara cuanto quisiera para demostrarle que yo estaba allí para ayudarla y no para cuestionar su autoridad. Hice todo lo que pude por dejar que se luciera a mis expensas: le atribuí el mérito cuando no se lo merecía, y le permití que presentara mis ideas como si fueran suyas. Todo esto lo hice para cumplir un modesto sueño: ser directora creativa, y con un poco de suerte usar ese puesto para conseguir un trabajo decente en otra compañía, un lugar donde nunca más tuviera que lidiar con Bonnie.

Durante estos difíciles años inventé un mantra que repetía una y otra vez: «El trabajo libera». Después me enteré de que ese era el lema de los campos de concentración nazis, y decidí cambiar mi mantra a «no hay mal que dure cien años»: quizá yo fuese una prisionera en el campo de concentración de Bonnie, pero no lo sería para siempre.

¿Cómo podría describir a Bonnie? Bonnie era flaca, huesuda, con el pelo teñido de negro, la piel rojiza y los labios finos, casi inexistentes. Se daba un aire a Joan Collins, pero cuando ya había cumplido los sesenta y cinco años. Era el tipo de mujer que, si al entrar en un edificio le abrías la puerta, pasaba delante como una reina sin molestarse en agradecértelo; es más: ni siquiera te miraba, convencida de que los seres humanos habíamos sido creados para servirla. Juro que jamás le escuché decir las palabras «por favor» o «gracias». Era el tipo de mujer que se vestía de blanco en las bodas y comía chicle en los funerales. A ella no le importaba nada ni nadie. Pero dejemos a Bonnie y volvamos a la historia.

Era una preciosa mañana de abril y la primavera flotaba en el ambiente. Recuerdo que caminaba con prisa hacia la oficina luciendo mi traje azul marino. Ese traje lo tenía en cuatro colores distintos, ya que una vez que encontraba algo que me quedaba bien, siempre lo compraba en varios colores. Desafortunadamente las mujeres de mi talla nunca tenemos mucho donde escoger.

En fin, el caso es que llevaba el traje azul marino y noté que me quedaba un poquito apretado. Lo primero que se me ocurrió fue que quizá se había encogido —cosa bastante improbable porque lo habían lavado en seco—; pero prefería pensar eso a considerar la posibilidad de que yo hubiera engordado.

Mientras caminaba por la Quinta Avenida hacia la calle 59, trataba de calcular cuántas calorías estaría quemando con esa corta pero intensa caminata. Las calles del Midtown en Manhattan pueden ser una pesadilla, especialmente si eres una gordita tratando de llegar a tiempo al trabajo. Por un lado quieres ir deprisa, porque llegas tarde, pero no puedes correr porque vas con tacones. Sí, es cierto que podría usar zapatillas deportivas, pero esa es una tentación en la que jamás caería una aspirante a directora creativa. En resumen: iba rápido, pero no demasiado, porque tampoco quería llegar a la oficina sudando.

Entré en el edificio y sonreí al portero, que una vez más me ignoró. Vamos a dejar clara una cosa: sonreír y flirtear no es lo mismo, y con este señor yo no tenía ninguna intención de flirtear, por varias razones.

Primero, porque no me parecía atractivo.

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