Read B-10279 Sobreviviente de Auschwitz Online
Authors: Enrique Benkel
Los latigazos que me aplicó me provocaron enormes chichones en la cabeza. Por eso después de esa paliza quedé tan resignado que no osé aproximarme mas a ese horno. Prefería estar mojado y no exponerme a un brutal castigo. Terminó el penoso día, destrozado caminaba junto a los otros para volver al lugar donde dormíamos. Previamente había que dirigirse a donde estaban apilados los troncos de los árboles y cargar uno al hombro para dejarlo luego donde estaba ubicado el crematorio. Se veían en el lugar cada vez más cadáveres amontonados. El crematorio funcionaba las 24 horas de continuo.
Una vez en el bloque, había que cuidarse para no caer en manos del capo Fritz. Este necesitaba todas las noches a alguien para golpear. A uno que había cortado un trozo de la frazada para usarlo de bufanda, lo castigó hasta quebrar el palo. El infeliz quedó todo ensangrentado. Así pasaban los siniestros días y no se sabía nada de lo que acontecía en el mundo. Parecía que esta penuria no iba a tener fin, pues no se vislumbraba ningún cambio. Pero aconteció algo inesperado.
Un fuerte sonido de alarma se escuchó y cundió el pánico. A los internados se les exigió abandonar los bloques y buscar un refugio. Había que apresurar el paso para dirigirse a los túneles excavados. Para llegar a la boca de la entrada de dichos túneles había que pasar previamente por un portón. Este formaba parte de la empalizada electrificada del campo. El portón fue abierto para permitirnos llegar a los refugios. Había en ese lugar pozos profundos, inundados con barro y agua. Buscamos el camino más transitable. Pero los SS apuraban y castigaban con látigos en la cabeza. La masa de gente empujaba para un lado y otro con peligro de caer sobre el cerco electrificado. Cuando estaba ya cerca del portón vi un espectáculo espeluznante. Decenas de infelices estaban pegados contra el alambrado donde pasaba una corriente de 2.000 voltios. Me vi en peligro de quedar atrapado. La masa de gente me empujaba y casi quedo aprisionado contra la empalizada eléctrica. Pero por suerte la muchedumbre retrocedió y me salvé de quedar electrocutado. Vi a la gente que quedó atrapada, parecía que estaban vivos, pero no podían despegarse. En la cara tenía una mueca de horror y la boca abierta como para pedir ayuda, sin embargo no se oían sus voces. De los dedos que estaban en contacto con el alambre, saltaban chispas. La descarga había sido mortal porque estaban mojados por la lluvia. No se les podía prestar ninguna ayuda ya que el peligro era quedarse uno también electrocutado. Pregunté a otros, cómo se les podía socorrer. Sólo desconectando la corriente eléctrica, me contestó un polaco amigo, pero los alemanes eran completamente indiferentes, como si fuese algo de rutina. Este espectáculo horripilante estará grabado para siempre en mí.
En esta oportunidad no hubo ataque, pero por precaución nos lucieron correr a los refugios. Si hubiese ocurrido un bombardeo por sorpresa hubiera sido fatal. En los barracones de madera había una multitud de seres humanos. Poco tiempo después sonó de nuevo la alarma como señal de que había pasado el peligro. Todos volvimos a nuestros bloques correspondientes.
Para nosotros los "presos" esto era una señal para mantener la esperanza y elevar el espíritu. Significaba que valía la pena luchar para sobrevivir, que algo estaba ocurriendo, que la liberación podía no estar lejos. Por lo menos nos nutríamos con esa ilusión, para no caer en la indiferencia.
Al día siguiente todo se desvanecía, había que volver a las tareas cotidianas. Todo seguía igual, también la penuria de siempre. Pero cuando volví del trabajo todo empapado hasta los huesos, recibí una noticia regocijante. Fui designado con un grupo para ser trasladado hacia otro campo de concentración. Se trataba de presos registrados con oficio en el ramo metalúrgico. Ese grupo estaría formado aproximadamente por cien personas; nos trasladarían a Gussen, un campo de trabajo cerca de Mauthausen. Era una noticia reconfortante por el hecho de salir con vida de Ebensee.
Bien temprano partimos en dos camiones vigilados por guardias. Esos camiones en lugar de gasolina tenían un sistema gasógeno a leña. Al salir de la zona de Ebensee por primera vez en mucho tiempo, vimos un sol radiante. Aunque estábamos en pleno invierno vimos al astro brillante en el cielo claro y esto era novedoso para nosotros. Viajamos algunas horas sentados en el piso del camión, bastante apretujados. Sin tropiezos llegamos al destino. Efectivamente era el campo de concentración Gussen.
Fuimos llevados hacia el bloque Nº 15 donde íbamos a ser ubicados. Pero previamente el grupo fue conducido a los baños que se encontraban en el fondo del recinto del campo. Había que desvestirse y pararse bajo las duchas por cuyas bocas salía un chorro de agua fría. Los capos encargados del sector baños, obligaron a latigazos a ponerse bajo las duchas de agua congelada. Completamente desnudos y mojados sólo con chancletas de madera, había que volver al bloque que se encontraba bastante lejos. A la intemperie había varios grados bajo cero. El camino era resbaladizo por la nieve y hielo. Con sumo cuidado había que caminar para no caerse. Gemía de frío y el mentón me retemblaba. El trayecto parecía interminable. Soporté la dura prueba y llegué al bloque.
El encargado de la barraca Nº 15 era el capo Iasek, un ucraniano, también preso. A los que iban llegando de los baños él les repartía vestimenta. Consistía en una camisa, un pantalón y un saco rayado. Iasek repartió la ración, el pan de un kilo, entre cuatro personas, luego la sopa. Para obtenerla había que hacer fila. Dio la casualidad que quedé último. Cuando me tocó a mí, Iasek agarró un caño de goma dura y me castigó brutalmente. Después de la paliza me dijo que había contado la cantidad exacta de sopas antes de repartirla y si yo me presentaba, era porque quería engañarlo con el propósito de repetir.
Sollozando le replique que todavía no la había ni probado. Entonces algún otro, me dijo, se había colado y mi obligación era vigilar. Enojado le contesté que no quena ya nada. Pero gruñó como un salvaje y me exigió que me acercara, y me despachó un cucharón de sopa caliente.
Iasek era de estatura mediana y de complexión fuerte, de unos 25 años. Dominaba bien el alemán, el ruso y el polaco. Todo el bloque se dividía en dos sectores y Iasek era el encargado del sector donde me tocaba estar. En el bloque había gran cantidad de cuchetas. Un muchacho y yo elegimos las de arriba por ser los más ágiles. Eran cuchetas triples. Después del trajín diario, el cansancio y el sueño predominaban. El reposo nos hacía falta. Pero, a las cuatro de la madrugada, Iasek con su látigo de goma despertaba a todos; ¡"Aufstehen"! a levantarse, gritaba y con el látigo apuraba a los que estaban medio dormidos. Había que dejar muy bien arregladas las cama-cuchetas. Pobre del que no la había dejado prolija. Iasek repartió el café tibio antes de ir a formar en la plaza principal al "appel". Afuera era noche todavía y caía una helada que congelaba. La vestimenta a rayas abrigaba muy poco y el frío penetraba hasta los huesos. El piso de hielo blancuzco congelaba los pies. Había que soportar esa tortura varias horas. Después del conteo había que hacer un compás de espera, hasta que el turno de la noche ingresara; eran miles de confinados esclavizados.
Se escuchó el sonido del gong y las formaciones comenzaron bajo la conducción del ober-capo (capo mayor) llamado Otto. Había que subir la escalera que conducía hacia los grandes galpones. Dentro de éstos había varias filas de máquinas. Cada galpón era un inmenso complejo metalúrgico. Fui designado al establecimiento Nº 2. En ese complejo se fabricaban fusiles para el uso militar. Comencé poco a poco a reconocer el lugar. Por medio de los otros internados que desde hacía tiempo estaban trabajando allí, pude saber que ese establecimiento industrial pertenecía a la firma austríaca "STEYR". Esas plantas daban ocupación a unos veinte mil presos de varias nacionalidades. La mayoría eran rusos-ucranianos, también había polacos e italianos y hasta españoles. El grupo que yo integraba era el de los primeros judíos que fuimos admitidos por los demás. En tiempos anteriores habían llegado hebreos y fueron maltratados por los propios presos. Los perseguían y no pudieron sobrevivir. El sentimiento antisemita se manifestaba entre los ucranianos y polacos. Nosotros tuvimos suerte. A esta altura ya no pasaba lo mismo. No fuimos molestados en especial. Se conformaron sólo con algún insulto, de vez en cuando. Los veinte mil internados trabajaban en dos turnos, de doce horas. Uno diurno y otro nocturno. Al lado de nuestro trabajo esclavizante, había otro similar, Gussen 2, también de veinte mil presos cuyo complejo industrial pertenecía a la firma “Messerschmit", de los famosos aviones del mismo nombre. En los dos Gussen estaban concentrados 40 mil hombres.
Los nazis tenían urgente necesidad de movilizar a jóvenes y mayores de su nacionalidad, para mandarlos a los frentes para detener el avance incontenible de los ejércitos aliados. Para que la industria bélica no quedase paralizada, utilizaban a gente que había sido capturada en los territorios ocupados por ellos.
El campo de concentración Gussen se encontraba a sólo siete kilómetros de Mauthausen, la central. Los presos en este campo se diferenciaban por el corte de cabello. Por el centro del cuero cabelludo se nos rapaba una franja de cuatro centímetros de ancho. Esta operación se repetía en forma obligatoria una vez por semana. Los presos con este corte parecíamos salvajes. Era un verdadero martirio, pues siempre la navaja provocaba lesiones.
Una vez adentro, donde estaban ubicadas las máquinas semiautomáticas, nuestro grupo fue distribuido por el capo interno. Era un alemán preso político, con un triángulo rojo. Alto, rubio y hasta elegante; él no tenía el pelo rapado. Me designó a una de las máquinas. Quedó satisfecho conmigo porque no necesitaba muchas explicaciones. Era sumamente fácil para mí, ya que tenía experiencia en el ramo. Se trataba de una primera fase de torneado de un trozo de acero redondo de algo más de medio metro de largo. Una vez finalizada la determinada fase pasaba a la siguiente máquina. Luego de otras muchísimas operaciones y controles se convertía en el caño de un fusil. Había que cuidarse y no quedar atrasado. El operario recibía un castigo si demoraba en el trabajo. Todo tenía que funcionar en forma sincronizada. A Gussen se traía a menudo transportes de gente de otros campos de concentración. Los presos-esclavos en ese lugar no aguantaban las duras condiciones reinantes. El arma sicológica mortificante que empleaban los nazis, era el hambre. Esto se sumaba al muy poco abrigo, el trabajo duro de doce horas diarias, a los piojos y a la mala alimentación que provocaba diarrea. El preso-esclavo bajo estas condiciones tenía la vida muy limitada lo cual provocaba muchas bajas. El crematorio era igual o peor que en Ebensee. Desde afuera se veían cadáveres apilados, un verdadero espectáculo horrorizante. Los internados que se encontraban desde hacía un tiempo tenían el aspecto de esqueletos vivientes. A mediodía se repartía en el mismo local de trabajo un cucharón de sopa que nos venía muy bien, pero no saciaba el hambre.
Era el primer día de mi nueva actividad y parecía interminable. Por fin empezó a ponerse oscuro; llegó la hora para el cambio de turno. Formamos e ingresamos al campo. En la Plaza principal ya estaban los escuadrones de presos preparados a los que les tocaba hacer el turno de la noche.
Llegué a mi bloque Nº 15 muy cansado y muerto de frío. Iasek nos estaba esperando. Repartía un pan para cuatro personas. Lo teníamos que cortar nosotros. Cuchillos no había, pero lo solucionábamos con una hoja de sierra. Había que cortar con mucho cuidado para que el pan no se deshiciera. Si en el grupo de los cuatro había un ruso, lo dejábamos elegir primero, lo hacíamos con el propósito de tenerlo contento. Iasek con el cucharón repartía sopa bastante líquida. Le hice una observación para que bajara el cucharón más a fondo del recipiente. Me miró con cara de pocos amigos. Después todo el mundo se iba a las cuchetas porque Iasek apagaba la luz. Sólo dejaba una bombita tenue. La noche pasaba rapidísimo. Todavía con mucho sueño y cansado del día anterior, se escuchaba el grito de Iasek: "¡Aufstehen!" a levantarse. Era todavía plena noche entre las tres y inedia y las cuatro. Uno de los presos no encontraba los zapatos. Se dirigió a Iasek diciéndole que se los habían robado. Pero éste le empezó a dar con el caño de goma, una paliza, sin piedad. Le exigía decir la verdad y la víctima seguía repitiendo que se los habían robado. Después de un brutal golpiza le obligó a decir que los había vendido. Lo compensó luego y le trajo otro par de zapatos. Daba lástima ver el estado en que quedó aquel hombre.
De nuevo había que formar en la plaza principal. El "appel" era un hecho de rutina. Los SS fumando se paseaban entre las formaciones de presos. Uno de ellos tiró una colilla al piso. Se lanzaron unos quince presos con desesperación tras ésta.
Nuevamente había por delante una jornada de 12 horas de trabajo. El capo alemán me cambió de máquina. Me trasladó para efectuar otra operación de más responsabilidad. En esta máquina las piezas se moldeaban. Sobre dicha pieza de acero en rotación, caía un chorro de líquido aceitoso para enfriarla. El moldeado había que medirlo con un calibrador de acero templado. Prácticamente le agarré la mano sin problema alguno, como decimos vulgarmente, y quedé incorporado a una cadena de producción sistemática. Había que trabajar para evitar ser castigado. El preso era un esclavo y no había para él contemplación alguna. Todo el complejo funcionaba por intimidación y por garrote.
Al día siguiente tuve un percance. El bombeo del líquido aceitoso se interrumpió. Me pareció al principio que lo iba a poder solucionar rápidamente. Pero no lo pude lograr. Me di cuenta que había que hacer una limpieza general. Era necesario cambiar el aceite, limpiar el recipiente que estaba lleno de virutas y también destapar la cañería que estaba tupida. Para todo esto necesitaba cierto tiempo. Mientras, se empezaban a acumular piezas, cada vez más. El jefe superior alemán, se dio cuenta y se acercó. Me asestó una trompada y después de explicarle lo acontecido me dijo en tono amenazante que lo tratara de solucionar sin demora. Luché para solucionar el percance. Destapé las cañerías, conseguí aceite limpio de recambio y logré de nuevo poner en marcha el bombeo. Mientras tanto, se había acumulado mucho material, pero para cuando el supervisor hizo otra ronda, ya me encontraba trabajando. Se dio cuenta que el desperfecto quedó solucionado y todo marchaba de nuevo en forma normal.