Azazel (26 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

BOOK: Azazel
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—Sólo llenarla con todo eso, ¿eh? Nada más, ¿eh?

—Pero piensa que harás que los críticos se sientan como unos
farfelanimores
.

—Hum. Sí. ¿Sabes a qué huele un
farfelanimor
?

—No, pero no me lo digas. Y puedes utilizarme a mí como modelo.

Azazel soltó un malhumorado gruñido.

—¿Sabes lo complicado que es incluso el cerebro humano más rudimentario?

—Bueno —dije—, no hace falta que te esfuerces mucho con el cerebro. Elderberry es una chica sencilla, y me imagino que lo que ella quiere de la estatua no guarda mucha relación con el cerebro.

—Tendrás que enseñarme la estatua y dejarme considerar el caso —dijo.

—Lo haré. Pero recuerda que debes dar vida a la estatua mientras nosotros estamos mirando y que has de cerciorarte que esté terriblemente enamorado de Elderberry.

—El amor es fácil; sólo cuestión de ajustar hormonas.

Al día siguiente, me las arreglé para que Elderberry me invitara a ver de nuevo la estatua. Azazel estaba en el bolsillo de mi camisa, atisbando y emitiendo breves y agudos bufidos. Afortunadamente, Elderberry no tenía ojos más que para su estatua, y no se habría dado cuenta aunque se hubieran puesto a su lado veinte demonios de tamaño natural.

—¿Y bien? —le inquirí más tarde a Azazel.

—Trataré de hacerlo —respondió—. Le llenaré con órganos basados en ti. Confío en que seas un representante normal de tu inmunda e inferior especie.

—Más que normal —repliqué altivamente—. Soy un ejemplar destacado.

—Bien. Ella tendrá su estatua totalmente encajada en carne blanda, cálida y palpitante. Tendrá que esperar hasta mañana al mediodía, hora vuestra. No puedo hacer esto de golpe.

—Comprendo. Ella y yo estaremos esperando.

A la mañana siguiente, telefoneé a Elderberry.

—Elderberry, querida, he hablado con Afrodita.

—¿Quieres decir «que existe», tío George? —exclamó en excitado susurro.

—Es una manera de hablar, querida. Tu hombre ideal vendrá a la vida hoy a mediodía ante nuestros propios ojos.

—Oh —exclamó desmayadamente—, no me estarás engañando, ¿verdad, tío?

—Yo nunca engaño —le contesté—, y nunca lo hago, pero debo reconocer que estaba un poco nervioso, pues dependo por completo de Azazel, aunque la verdad es que en ninguna ocasión me ha fallado.

A mediodía, los dos estábamos de nuevo mirando la estatua, que tenía sus pétreos ojos perdidos en el vacío. Le pregunté a Elderberry:

—¿Señala tu reloj la hora exacta, querida?

—Oh, sí. Lo llevo sincronizado con el Observatorio. Falta un minuto.

—Como es lógico, es posible que el cambio se retrase uno o dos minutos. Es difícil juzgar estas cosas con exactitud.

—Una diosa debería ser puntual —dijo Elderberry—. Si no, ¿de qué sirve ser diosa?

A eso llamo yo verdadera fe, y estaba justificada, pues, justamente a mediodía, un estremecimiento pareció recorrer la estatua. Lentamente, su color fue cambiando desde el frío blanco del mármol al sonrosado de cálida carne. Poco a poco, el movimiento animó su estructura, sus brazos descendieron a los costados, sus ojos adquirieron una brillante vivacidad azul, el pelo de su cabeza se tornó de un color castaño claro y apareció en todos los demás lugares adecuados de su cuerpo. Su cabeza se inclinó, y miró a Elderberry, que respiró agitadamente.

De manera pausada y chirriando, descendió del pedestal y avanzó hacia Elderberry con los brazos extendidos.

—Tú, Elderberry. Yo, Hank —dijo.

—Oh, Hank —dijo Elderberry, echándose en sus brazos.

Permanecieron largo tiempo fundidos en el abrazo; luego, ella volvió la vista hacia mí por encima del hombro, relucientes de éxtasis sus ojos, y dijo:

—Hank y yo nos quedaremos unos días en la casa, como una especie de luna de miel, y después te veré, tío George. —Y movió los dedos como si estuviese contando dinero.

Al verlo, mis ojos relucieron también de éxtasis, y salí de puntillas de la casa. La verdad, me parecía un tanto incongruente que una joven completamente vestida fuera abrazada de manera tan calurosa por un joven desnudo, pero estaba seguro que en cuanto yo me marchara Elderberry se las arreglaría para subsanar la incongruencia.

Esperé diez días a que Elderberry me telefoneara; sin embargo, seguía sin hacerlo. No me sorprendía mucho, pues imaginaba que estaría ocupada en otras cosas. No obstante, al cabo de diez días pensé que habría alguna pausa para respirar, y asimismo empecé a pensar que, puesto que su éxtasis había sido logrado gracias enteramente a mis esfuerzos —y los de Azazel—, era justo que yo también lograra mi éxtasis.

Fui a la casa en donde había dejado a la feliz pareja y toqué el timbre. Pasó bastante tiempo sin que nadie respondiera, y ya me estaba imaginando yo la desagradable imagen de dos jóvenes extasiados el uno con el otro hasta la muerte, cuando, finalmente, la puerta se abrió una rendija.

Era Elderberry, con aspecto perfectamente normal, si se considera perfectamente normal una expresión ceñuda.

—Oh, eres «tú» —dijo.

—Pues, sí —dije—. Temía que os hubierais marchado de la ciudad para continuar y ampliar vuestra luna de miel.

No dije nada de «luna de miel hasta la muerte». Me pareció poco diplomático.

—¿Y qué quieres? —preguntó.

En realidad, aquello no resultaba muy amistoso. Yo podía entender que a ella no le gustara ser interrumpida en sus actividades, pero seguramente que, después de diez días, una pequeña interrupción no era el fin del mundo.

—Hay un asuntillo de un millón de dólares, querida —dije.

Empujé la puerta y entré.

Ella me miró con una expresión de frío desprecio y dijo:

—Un sillón es lo que vas a recibir.

No sabía a qué se refería, pero al instante deduje que suponía bastante menos que un millón de dólares.

Desconcertado y bastante dolido, dije:

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—¿Qué ha pasado? —exclamó ella—. ¿Que qué ha pasado? Te diré lo que ha pasado. Cuando mencioné que deseaba a Hank blando, no quería decir blando en todas partes y de manera permanente.

Con su fuerza de escultura me hizo salir a empujones por la puerta y la cerró de golpe. Luego, mientras permanecía allí, estupefacto, la abrió de nuevo.

—Y si vuelves por aquí, le diré a Hank que te haga pedazos. En todos los demás aspectos, es fuerte como un toro.

Me marché. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Y qué te parece eso como crítica a «mis» esfuerzos artísticos? Así que no me vengas tú con tus mezquinas quejas.

George meneó la cabeza al terminar su relato, parecía tan abatido que realmente me conmovió.

—George —le dije—, sé que culpas de esto a Azazel, pero, en realidad, la culpa no es suya. Tú hiciste hincapié en lo de la blandura…

—Y ella también —replicó George, indignado.

—Sí, pero tú le dijiste a Azazel que te utilizara a ti como modelo para diseñar la estatua, y seguramente que eso explica la incapacidad…

George me interrumpió con un ademán y me fulminó con la mirada.

—Eso —dijo— me duele aún más que la pérdida del dinero que había ganado. Has de saber que a pesar de haber dejado atrás hace varios años la flor de mi juventud…

—Sí, sí, George, te presento mis excusas. Toma, creo que te debo diez dólares.

—Bueno, diez dólares son diez dólares.

Para mi alivio, George cogió el billete y sonrió.

La estructura de la mente

Aquella mañana me sentía predispuesto a la expresión filosófica. Meneando la cabeza en apesadumbrada reminiscencia, dije:

—No hay arte que permita descubrir en el rostro la estructura de la mente. Él era un caballero en quien había depositado una confianza absoluta.

Corría una mañana fría de domingo, y George y yo nos hallábamos sentados a una mesa del «Bagel Nosh» local. Recuerdo que George estaba terminando su segundo bollo de sésamo, generosamente entremezclado con queso de nata y salmón.

—¿Se trata —preguntó— de algo tomado de un relato de los que habitualmente compones para los editores menos exigentes?

—Da la casualidad que es de Shakespeare —respondí—. De
Macbeth
.

—Ah, sí. Había olvidado tu afición a los pequeños plagios.

—No es plagio expresarse mediante una cita apropiada. Lo que estaba diciendo es que yo tenía un amigo a quien creía un hombre considerado y de buen gusto. Le había invitado muchas veces a cenar. En ocasiones, le había prestado dinero. Aduladoramente, había alabado su aspecto y su carácter. Y, fíjate bien, había hecho todo eso sin tener en cuenta en absoluto que su profesión era la de crítico de libros…, si es que a eso se le puede llamar profesión.

Y pese a todas esas desinteresadas acciones tuyas —dijo George—, llegó el momento en que tu amigo hizo la crítica de uno de tus libros y se dedicó a machacarlo sin piedad.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Has leído la crítica?

—En absoluto. Simplemente, me he preguntado qué clase de crítica es probable que reciba un libro tuyo, y la respuesta correcta ha acudido a mí al instante.

—Y fíjate bien, George, que no me importó que dijese que se trataba de un libro malo…, al menos no me importó más de lo que a cualquier otro escritor le habría importado una afirmación tan necia, pero cuando empezó a emplear expresiones como «demencia senil», consideré que eso ya era ir demasiado lejos. Decir que el libro era apropiado para niños de ocho años, pero que éstos harían mejor poniéndose a jugar al parchís en lugar de leerlo, suponía un golpe bajo. —Suspiré y repetí—: No hay arte…

—Ya lo has dicho —se apresuró a interrumpir George.

—Parecía tan agradable, tan amistoso, tan agradecido por los pequeños favores… ¿Cómo iba yo a pensar que por debajo de todo eso era un diabólico y maligno difamador?

—Pero era un crítico —dijo George—. ¿Cómo podía ser otra cosa? Uno se entrena para el puesto calumniando a su propia madre. En realidad, es increíble que te hayas dejado engañar de forma tan ridícula. Eres peor que mi amigo Vandevanter Robinson, y te diré que en cierta ocasión se habló de él como posible candidato a un Premio Nobel de la Ingenuidad. Su historia es muy curiosa…

—Por favor —dije—, la crítica ha salido en el último número de la
New York Review of Books
…, cinco columnas de bilis, veneno y hiel. No estoy de humor para escuchar una de tus historias.

—Ya me lo imaginaba —dijo George—, y es perfectamente lógico. No obstante, servirá para apartar tu mente de tus intrascendentes problemas.

Mi amigo Vandevanter Robinson era un joven al que cualquiera habría augurado un brillante futuro: guapo, culto, inteligente y creativo. Había asistido a los mejores colegios y estaba enamorado de una criatura deliciosa, la joven Minerva Shlump.

Minerva era una de mis ahijadas, y me profesaba un gran afecto, como es lógico. Naturalmente, una persona de mi fibra moral es completamente reacia a permitir que muchachas de llamativas proporciones le abracen y traten de encaramarse en su regazo; sin embargo, había en Minerva algo tan enternecedor, tan inocentemente infantil y, sobre todo, tan elástico al tacto, que en su caso lo permitía.

Por supuesto, nunca lo hacía en presencia de Vandevanter, que era totalmente irrazonable en sus celos.

Una vez, explicó este defecto suyo con tonos que conmovieron mi corazón.

—George —dijo—, desde niño mi ambición ha sido enamorarme de una mujer de virtud superlativa, de pureza inmaculada, de inocencia de fulgor de porcelana, si vale la expresión. En Minerva Shlump, si me es lícito pronunciar ese nombre divino, he encontrado exactamente esa mujer. Es el único caso en que sé que no puedo ser engañado. Si alguna vez descubriera que mi confianza era traicionada, no podría continuar viviendo. Me convertiría en un viejo amargado sin más consuelo que cosas tan despreciables como mi mansión, mis criados, mi club y mi riqueza heredada.

Pobrecillo. No se engañaba con la joven Minerva, como bien sabía yo, pues cuando se enroscaba complacidamente en mi regazo, yo percibía con toda claridad su absoluta falta de maldad. No obstante, era con la única persona, cosa o concepto, con la cual no se engañaba. El pobrecillo simplemente no tenía discernimiento. Era, aunque pueda parecer duro decirlo, tan estúpido como tú. Carecía del arte que permite… Sí, ya sé que lo has dicho tú. Sí, sí, lo has dicho dos veces.

Lo que hacía las cosas particularmente difíciles en su caso, era el hecho de que Vandevanter pertenecía, como detective de reciente ingreso, a la Policía de Nueva York.

La ambición de su vida había sido (además de encontrar a la damisela perfecta) ser detective, convertirse en uno de los astutos y sagaces caballeros que constituyen el terror de los malhechores en todas partes. Con vistas a ese objetivo, se especializó en criminología en Crotón y Harvard, y asiduamente leía los informes de investigaciones entregados a la luz pública por autoridades en la materia tan destacadas como Sir Arthur Conan Doyle y Mrs. Agatha Christie. Todo eso, junto con un tío suyo fuera a la sazón presidente de la Corporación Municipal del distrito de Queens, hizo que acabara ingresando en la Policía.

Lamentable e inesperadamente, no alcanzó éxito en su empeño. Único en su capacidad para tejer una inexorable cadena lógica mientras se hallaba sentado en su sillón, utilizando pruebas recogidas por otros, se reveló incapaz del todo para recoger pruebas por sí mismo.

Su problema radicaba en que se hallaba dominado por un increíble impulso para aceptar todo lo que alguien le decía. Cualquier coartada, por peregrina que fuese, le desconcertaba. Cualquier conocido perjuro no tenía más que dar su palabra de honor, y Vandevanter se sentía incapaz de dudar de él.

Esto llegó a hacerse tan notorio, que los criminales, desde el carterista más humilde hasta el político o el industrial más encumbrado, rehusaban ser interrogados por ningún otro.

—Que nos traigan a Vandevanter —clamaban.

—Cantaré todo con él —decía el carterista.

—Le pondré al corriente de los hechos, cuidadosamente dispuestos en el orden adecuado por mí mismo —decía el político.

—Explicaré que el cheque gubernamental de cien millones de dólares estaba por casualidad en el cajón del dinero para gastos pequeños, y que yo necesitaba una propina para el limpiabotas —decía el industrial.

El resultado era que todo lo que él tocaba se esfumaba. Tenía un pulgar exonerativo…, expresión inventada para la ocasión por un literato amigo mío. (Claro que no recuerdas haberla inventado. No me estoy refiriendo a ti. ¿Iba a ser tan insensato como para considerarte a ti un «literato»?).

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