Axiomático (46 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Escoger el primer atractor —la creencia ante la que hay que fingir la rendición— es siempre un asunto extraño. En ocasiones parece, literalmente, como
olisquear el aire
, como seguir un rastro externo; en ocasiones parece pura introspección, como intentar determinar mis verdaderas creencias "personales"... y en ocasiones la simple idea de distinguir entre esos opuestos aparentes parece un error. Sí, muy jodidamente zen, y eso es lo que siento ahora... lo que en sí mismo da respuesta a la pregunta. Aquí el equilibrio es delicado, pero una influencia es marginalmente más intensa: aquí donde me encuentro, las filosofías orientales son definitivamente más atractivas que las alternativas, y conocer las razones puramente geográficas para esa situación no hace que sea menos cierto. Meo en la verja de cadena que hay entre la autopista y la línea ferroviaria, para acelerar su corrosión, luego guardo el saco de dormir, tomó un trago de agua de la cantimplora, me lo cuelgo todo y empiezo a caminar.

Un furgón robot de entrega de una panadería pasa junto a mí, y yo maldigo mi soledad: sin complejos preparativos, se necesitan al menos dos personas para darles uso: una para bloquear el camino del vehículo, la otra para robar la comida. Las pérdidas por robo son tan pequeñas que la gente de los atractores parece tolerarla: es de suponer que no compensaría tener mayores medidas de seguridad, aunque sin duda los habitantes de cada monocultura ética tienen cada uno sus "razones" propias para no matarnos —a nosotros, vagabundos amorales— de hambre hasta que nos rindamos. Saco una zanahoria enfermiza que escarbé de uno de mis jardines cuando pasé por él anoche; resulta un desayuno patético, pero al masticarla, pienso en los panecillos que robaré cuando vuelva a estar con María, y mi sensación de anticipación casi borra el sabor insípido y a madera del presente.

La autopista se curva ligeramente al sudeste. Llego hasta una sección flanqueada por fábricas desiertas y casas abandonadas, y contra ese fondo de silencio relativo, el tirón de Chinatown, ahora justo delante, se vuelve más intenso y más evidente. Esa etiqueta facilona —"Chinatown"— siempre fue, evidentemente, una simplificación; antes de la Fusión, la zona contenía al menos una docena de culturas diferentes aparte de chinos de Hong Kong y Malasia, desde coreanos a camboyanos, desde tailandeses hasta timoreses, y varias variedades de cada religión, desde el Budismo hasta el Islam. Ahora toda esa diversidad ha desaparecido, y la amalgama homogénea que se estabilizó al fin probablemente le resultaría totalmente ajena a cualquier habitante individual del distrito antes de la Fusión. Evidentemente, para los ciudadanos actuales, el extraño híbrido les resulta totalmente adecuado; ésa es la definición de
estabilidad
, la razón misma para la existencia de los atractores. Si me dirigiese directamente hacia Chinatown, no sólo me encontraría compartiendo los valores y creencias locales, sino que estaría feliz de permanecer así durante el resto de mi vida.

Pero no espero ir directamente hacia ese lugar, de la misma forma que no espero que la Tierra se dirija directamente hacia el Sol. Han pasado casi cuatro años desde la Fusión, y ningún atractor me ha capturado todavía.

He oído docenas de explicaciones para lo que pasó ese día, pero la mayoría de ellas me resultan igualmente dudosas al estar fundamentadas en las visiones del mundo de unos atractores en concreto. A veces lo veo de esta forma: el 12 de enero de 2018, la especie humana atravesó alguna especie de umbral imprevisto —quizá de población global— y sufrió un súbito e irreversible cambio psíquico de estado.

Telepatía
no es la palabra adecuada; después de todo, nadie se encontró ahogándose en un mar de voces; nadie sufrió el tormento de la sobrecarga empática. La cháchara mundana de la consciencia siguió encerrada en el interior de nuestras cabezas; la intimidad mental cotidiana siguió sin romperse. (O quizá, como propuso alguien, la intimidad mental de todos se
rompió tan completamente
que la suma de nuestros pensamientos transitorios forma una capa de ruido blanco sin sentido que cubre el planeta y que el cerebro puede filtrar sin esfuerzo.)

En cualquier caso, por alguna razón, los culebrones segundo a segundo de las vidas interiores de otras personas siguieron, misericordiosamente, tan inaccesibles como antes... pero nuestros cráneos se volvieron totalmente permeables a las creencias y valores de los demás, las convicciones más profundas de los demás.

Al principio, el caos fue total. Mis recuerdos de ese periodo son confusos y como el producto de una pesadilla; vagué por la ciudad durante un día y una noche (creo), encontrando a Dios (o a su equivalente) de nuevo cada seis segundos, sin ver visiones, sin oír voces, sino arrancado de una fe a otra por efecto de fuerzas invisibles de lógica onírica. La gente se movía aturdida, acobardada y pasmada, mientras las ideas se movían entre nosotros como rayos. La revelación venía seguida de una revelación contradictoria. Quería que parase, lo deseaba de verdad, hubiese rezado por que parase, si Dios hubiese permanecido el mismo durante el tiempo suficiente para rezarle. He oído a otros vagabundos comparar esas primeras convulsiones místicas a viajes alucinógenos, con orgasmos, a ser elevado y golpeado por olas de diez metros, incesantemente, hora tras hora; pero al mirar atrás, me recuerda más el ataque de gastroenteritis que sufrí una vez: una noche larga y febril de vómitos y diarreas interminables. Me dolían todos los músculos y articulaciones del cuerpo, me ardía la piel: sentía que iba a morir. Y cada vez que creía que ya no me quedaban fuerzas para expulsar nada más del cuerpo, otro espasmo se apoderaba de mí. A las cuatro de la mañana, mi indefensión parecía positivamente trascendente: el reflejo peristáltico me poseía como una deidad cruel pero en el fondo benevolente. En su momento, fue la experiencia más religiosa de mi vida.

Por toda la ciudad, los sistemas de creencias opuestos lucharon por las lealtades, mutando e hibridándose durante el proceso... como esas poblaciones aleatorias de virus de ordenador que solían lanzar unas contra otras para demostrar aspectos sutiles de la teoría de la evolución. O quizá como los choques históricos de esas mismas creencias, con la duración y la escala temporal drásticamente reducidas por la nueva forma de interacción, y con mucho menos derramamiento de sangre, ahora que las ideas mismas podían luchar en una arena puramente mental, en lugar de emplear cruzados con espada o campos de extermino. O, como un enjambre de demonios liberados sobre la Tierra para poseerlo todo excepto a los puros...

El caos no duró mucho tiempo. En algunos lugares, preparados por una acumulación de culturas y religiones anteriores a la Fusión —y en otros lugares por puro azar— ciertos sistemas de creencias ganaron ventaja suficiente, una posición inicial suficiente, para empezar a extenderse desde el núcleo central de creyentes hasta el detrito aleatorio circundante, capturando poblaciones adyacentes y desordenadas donde todavía no había surgido ninguna creencia dominante. Cuanto más territorio conquistaban esos atractores bola de nieve, más rápido crecían. Por suerte —al menos en esta ciudad— ningún atractor individual pudo extenderse sin control: todos acabaron retenidos, tarde o temprano, por vecinos igualmente potentes, o frenados por la simple falta de población en los límites de la ciudad, y las casi vacías tierras no residenciales.

Una semana después de la Fusión, la anarquía había cristalizado más o menos en la configuración actual, con el noventa y nueve por ciento de la población habiéndose trasladado —o cambiado— hasta estar satisfecha exactamente donde estaba y con lo que era.

Resulta que yo acabé entre atractores —afectado por muchos, pero sin ser capturado por ninguno— y desde entonces me las he arreglado para estar en órbita. Sea cual sea la habilidad, parece que la poseo; a lo largo de los años, el número de vagabundos ha disminuido, pero un grupo central de nosotros sigue libre.

Durante los primeros años, la gente de los atractores solía enviar helicópteros robot para desperdigar panfletos sobre la ciudad, defendiendo sus metáforas respectivas sobre lo que había sucedido, como si una analogía bien escogida para definir el desastre pudiese ser suficiente para ganarles conversos; a algunos de ellos les llevó un tiempo comprender que la palabra escrita se había quedado obsoleta como vector de adoctrinamiento. Lo mismo pasaba con las técnicas audiovisuales, y todavía hay sitios donde no lo saben. No hace mucho, en un aparato de televisión a pilas encontrado en una casa abandonada, María y yo pillamos la emisión de una red de enclaves racionalistas, mostrando una supuesta "simulación" de la Fusión en forma de un baile de píxeles coloreados y mutuamente carnívoros, que obedecían a unas pocas reglas matemáticas muy simples. El comentarista soltaba jerga sobre sistemas autoorganizados, y asombrosamente, con la magia de predecir el pasado, el parpadeo de color evolucionó rápidamente para formar el patrón familiar de celdillas hexagonales, aisladas por fosos de oscuridad (despoblados, excepto por la presencia apenas visible de algunas chispas sin importancia; nos preguntamos cuáles se suponía que éramos
nosotros).

No sé cómo habrían resultado las cosas si no hubiese estado presente la infraestructura preexistente de robots y telecomunicaciones que permite a la gente vivir y trabajar sin tener que salir de sus cuencas —las regiones que garantizan el regreso al atractor central— la mayoría de las cuales tiene un kilómetro o dos de ancho. (De hecho, debe haber muchos lugares donde dicha infraestructura no estaba presente, pero durante los últimos años no es que haya estado conectado a la aldea global, así que no sé cómo les fue). Vivir en los márgenes de esta sociedad me hace aún más dependiente de su riqueza que aquellos que habitan sus múltiples centros, así que supongo que debería alegrarme que la mayoría de la gente esté satisfecha con la situación actual, y ciertamente estoy encantado con que puedan coexistir en paz, que puedan comerciar y prosperar.

Preferiría morir antes que unirme a ellos, eso es todo.

(O al menos, eso es cierto aquí mismo y ahora mismo).

El truco consiste en moverse continuamente, en mantener el impulso. No hay regiones de neutralidad perfecta, o si las hay, son demasiado pequeñas para encontrarlas, probablemente demasiado pequeñas para habitarlas, y casi con toda seguridad varían a medida que varían las condiciones en la cuenca.
Casi
están bien por una noche, pero si intentase vivir en un lugar, día tras día, semana tras semana, entonces el atractor que tuviese la pequeña ventaja acabaría capturándome.

Impulso y confusión. Sea o no cierto que no recibimos las voces internas de los demás porque tanto ruido sin correlación simplemente se cancela, mi finalidad es hacer eso mismo con la parte más permanente, más coherente y más preciosa de la señal. Sin duda, en el mismo centro de la Tierra, la suma de todas las creencias humanas forma un ruido puro e inofensivo: pero aquí en la superficie, donde es físicamente imposible estar equidistante de todo, me veo obligado a seguir moviéndome para cancelar los efectos en la medida de lo posible.

En ocasiones sueño despierto con la idea de dirigirme al campo, y vivir en gloriosa y lúcida soledad junto a una granja administrada por robots, robando el equipo y los suministros que pudiese necesitar para cultivar mi propia comida.¿
Con María
? Si viene; a veces dice sí, a veces dice no. En media docena de ocasiones nos hemos dicho que nos embarcaríamos en ese viaje... pero todavía estamos por descubrir una trayectoria que nos permita salir de la ciudad, una ruta que nos lleve con seguridad por entre todos los atractores intermedios, sin que nos desviemos gradualmente hacia el centro urbano. Debe haber un camino de salida, es simplemente cuestión de encontrarlo, y si todos los rumores de los otros vagabundos han resultado ser callejones sin salida, el hecho no tiene nada de sorprendente: las únicas personas que podrían saber con seguridad cómo abandonar la ciudad son las que han dado con el camino correcto y se han ido, sin dejar atrás ningún rumor o pista.

Pero en ocasiones, me detengo en medio de la carretera y me pregunto a mí mismo qué "quiero de verdad".

¿Escapar al campo, y perderme en el silencio de mi propia alma muda?

¿Abandonar este vagar sin rumbo e reincorporarme a la
civilización
? ¿Por la prosperidad, la estabilidad, la certidumbre: para tragar, y a su vez ser tragado por, un conjunto de mentiras que se afirman a sí mismas?

¿O seguir orbitando de esta forma hasta mi muerte?

La respuesta, claro, depende de dónde me encuentre.

Me pasan más camiones robot, pero ya no los miro. Imagino mi hambre como un objeto —otro peso con el que cargar, no mucho más pesado que la mochila— y gradualmente va desapareciendo de mi atención. Dejo que la mente quede en blanco, y no pienso en nada sino en los rayos del sol de la mañana en mi rostro y el placer de caminar.

Después de un rato, una claridad asombrosa empieza a anegarme; una profunda tranquilidad, acompañada de una potente sensación de entendimiento. Lo extraño es que no tengo ni idea de qué creo estar
entendiendo—
, estoy experimentando el placer de la comprensión sin ninguna causa aparente, sin la más mínima esperanza de poder responder a la pregunta: ¿
comprender qué
? Aun así, la sensación persiste.

Creo: durante todos estos años he viajado en círculos, ¿y a dónde he llegado?

A este momento. A esta oportunidad de dar mi primer paso de verdad por el sendero de la iluminación.

Y no tengo más que seguir caminando, todo recto.

Durante cuatro años he estado siguiendo un falso
tao
, persiguiendo la ilusión de la libertad, resistiendo sin ninguna razón excepto la resistencia en sí, pero ahora veo la forma de transformar ese viaje en...

¿
En qué
?¿
Una atajo hacia la condenación
?

¿"Condenación"? Eso no existe. Sólo el
samsara
, la rueda del deseo. Sólo la futilidad de resistirse. Ahora mi comprensión es nebulosa, pero sé que si doy unos pasos más, la verdad pronto estará clara.

Durante unos segundos me paraliza la indecisión —atravesada con puro miedo— pero entonces, atraído por la posibilidad de la redención, abandono la autopista, paso sobre la valla, y me dirijo al sur.

Estas calles me resultan familiares. Paso junto a un desguace de coches lleno de desechos descoloridos por el sol que se deshacen a cámara lenta, ya que la falta de uso ha activado la autodegradación de los chasis de plástico; una tienda de vídeos porno y fetiches sexuales, fachada intacta, oscura por dentro, que huele a moqueta podrida y mierda de ratón; una exposición de motores fueraborda, los últimos modelos —de hace cuatro años— de células de combustible allí expuestos orgullosamente ya empiezan a parecer reliquias extravagantes de otro siglo.

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