Axiomático (44 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Frunció el ceño.

—Sí, pero no era de eso de lo que hablabas hace cinco segundo. Dos años, o dos mil años, de "experiencias compartidas"
vistas a través de ojos diferentes
no significan nada. Por mucho tiempo que pasen juntas dos personas, ¿cómo podrías siquiera saber que hubo un breve instante en que los dos experimentasteis de la misma forma lo que hacíais "juntos"?

—Lo sé, pero...

—Si admites que lo que deseas es imposible, quizá dejes de obsesionarte con la idea.

Reí.

—¿Qué te hace creer que soy así de racional?

Cuando la tecnología estuvo disponible, fue idea de Sian, no mía, que probásemos todas las permutaciones somáticas de moda. Sian siempre se mostraba impaciente por probar algo nuevo.

—Si realmente vamos a vivir para siempre —dijo— será mejor que conservemos la curiosidad para así conservar la cordura.

Yo me mostraba renuente, pero mi resistencia sonaba hipócrita. Estaba claro que ese juego no me conduciría al conocimiento perfecto que ansiaba (y que sabía que jamás lograría), pero no podía negar la posibilidad de que fue un tosco paso en la dirección correcta.

Primero, intercambiamos cuerpos. Descubrí lo que era tener pechos y vagina, lo que era para mí, no lo que había sido para Sian. Cierto, permanecimos intercambiados el tiempo suficiente como para que la impresión, e incluso la novedad, desapareciesen, pero nunca me pareció que ganase ninguna comprensión especial sobre las experiencias de Sian con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modificada lo justo para controlar esa máquina ajena, que apenas era más de lo que hubiese sido necesario para operar otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual se había abandonado hacía décadas, y aunque hubiese podido tomar las hormonas necesarias para permitirme tener el periodo, e incluso quedarme embarazada (aunque las penalizaciones financieras contra la reproducción se habían incrementado drásticamente en los últimos años), eso no me hubiese indicado nada sobre Sian, que no había hecho ninguna de las dos cosas.

En cuanto al sexo, el placer de la cópula parecía más o menos el mismo, lo que no era muy sorprendente, ya que los nervios de la vagina y el clítoris simplemente se dirigían a mi joya como si viniesen del pene. Incluso que me penetrasen me resultó menos diferente de lo que esperaba; a menos que me preocupase especialmente de ser consciente de nuestras geometrías respectivas, me resultaba difícil preocuparme de quién le hacía qué a quién. Pero los orgasmos eran mejores, debo admitirlo.

En el trabajo, nadie hizo ningún comentario cuando me presenté como Sian, ya que muchos de mis colegas ya habían pasado exactamente por lo mismo. La definición legal de identidad había cambiado recientemente de la huella de ADN del cuerpo, según un conjunto estándar de marcadores, al número de serie de la joya. Cuando incluso
la ley
puede ponerse a tu altura, sabes que no estás haciendo nada ni muy radical ni muy profundo.

Después de tres meses, Sian se cansó.

—No me había dado cuenta de lo torpe que eres —dijo—. O que la eyaculación fuese tan
aburrida.

A continuación, solicitó un clon de sí misma, para que los dos pudiésemos ser mujer. Los cuerpos de reemplazo con el cerebro dañado —Extras— habían sido increíblemente caros en su momento, cuando había sido preciso hacerlos crecer virtualmente a la tasa normal, y también mantenerlos constantemente activos para que tuviesen buena salud. Sin embargo, los efectos fisiológicos del paso del tiempo, y el ejercicio, no se producían por arte de magia; a un nivel lo suficientemente profundo, siempre se produce una señal bioquímica, que se puede imitar. Ahora era posible producir Extras maduros, con huesos fuertes y un tono muscular perfecto, desde cero en tan solo un año —cuatro meses de gestación y ocho meses de coma— lo que permitía que estuviesen todavía más muertos cerebralmente que antes, tranquilizando los reparos éticos de los que siempre se habían preguntado qué pasaba por las cabezas de las viejas versiones activas.

En nuestro primer experimento, lo más difícil para mí no había sido mirar en el espejo y ver a Sian, sino mirar a Sian y verme a mí. La había echado de menos mucho más de lo que había echado de menos ser yo mismo. Ahora, casi me sentía feliz de que mi cuerpo estuviese ausente (almacenado, mantenido con vida con una joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me agradaba; con seguridad estábamos más cercanas que nunca. Antes, nos habíamos limitado a intercambiar nuestras diferencias físicas. Ahora, las habíamos eliminado.

La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de sexo, y ella no. Yo estaba con la mujer que amaba; ella vivía con una parodia andante de sí misma.

Una mañana me despertó, aporreándome los pechos, con tanta fuerza que me dejó moratones. Cuando abrí los ojos y me protegí, ella me miró con suspicacia.

—¿Estás ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca.
Te quiero de vuelta.

Para acabar con todo ese extraño episodio de una vez —y quizá también para descubrir por lo que acababa de pasar Sian —acepté una tercera permutación. No hacía falta esperar un año; mi Extra se había creado simultáneamente con el suyo.

Por alguna razón, fue mucho más desconcertante enfrentarme a "mí mismo" sin el camuflaje del cuerpo de Sian. Mi propio rostro me resultaba inescrutable; cuando los dos llevábamos disfraz, el detalle no me había incomodado, pero ahora me hacía sentir nervioso, y en ocasiones incluso paranoico, sin ninguna razón.

El sexo requirió su periodo de tiempo para acostumbrarme. Finalmente, me resultó placentero, de una forma confusa y vagamente narcisista. La sensación total de igualdad que había sentido al hacer el amor como mujer, no regresó del todo cuando nos chupábamos mutuamente las pollas; pero claro, cuando los dos habíamos sido mujer, Sian nunca había afirmado sentir nada así. Todo había sido invención mía.

El día en que regresamos a la forma en que habíamos empezado (bueno, casi, de hecho, dejamos en el almacén nuestros cuerpos decrépitos de veintiséis años y pasamos a residir en nuestros Extras más saludables), vi una noticia que venía de Europa sobre una opción que todavía no habíamos probado, que parecía que iba a convertirse en toda una sensación: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (añadiendo las alteraciones genéticas necesarias para garantizar el hermafroditismo), con una cantidad igual de características de nosotros dos. Los
dos
habríamos cambiado de sexo, los
dos
habríamos perdido al compañero. Seríamos iguales en todo.

Me llevé a casa una copia del archivo para que Sian lo viese. Lo vio pensativa y luego dijo:

—Las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en el aire de una hebra de babas. Estoy segura que incluso Shakespeare comenta el glorioso espectáculo de las babosas copulando. Imagínate: tú y yo, haciendo el amor como babosas.

Me caí en el suelo, riendo.

De pronto me detuve.

—¿
Dónde
en Shakespeare? Ni se me había ocurrido que hubieses
leído
a Shakespeare.

Con el tiempo, llegué a creer que con cada año conocía a Sian un poco mejor —en el sentido tradicional, el sentido que parecía ser suficiente para la mayoría de las parejas. Sabía lo que ella esperaba de mí, sabía cómo no hacerle daño. Discutíamos, nos peleábamos, pero debía haber algún tipo de estabilidad subyacente, porque al final siempre decidíamos seguir juntos. A mí me importaba mucho su felicidad, y en ocasiones apenas podía creer que alguna vez hubiese considerado posible que todas sus experiencias subjetivas pudiesen serme fundamentalmente
alienígenas.
Era cierto que cada cerebro, y por tanto cada joya, era único, pero tenía un punto de extravagancia suponer que la naturaleza de la consciencia sería radicalmente diferente entre individuos, cuando se empleaba el mismo hardware básico y los mismo principios de topología neuronal.

Pero en ocasiones, si me despertaba por la noche, me volvía hacia ella y le susurraba, inaudible, compulsivamente:

—No te conozco. No tengo ni idea de quién o qué eres.

Me quedaba tendido, pensando en hacer las maletas e irme. Estaba
solo
, y era una farsa participar en la charada de pretender lo contrario.

Pero también, en ocasiones me despertaba en medio de la noche, totalmente convencido de que estaba
muriéndome
, o algo igualmente absurdo. En el vaivén de algún sueño medio olvidado, son posibles todo tipo de confusiones. Nunca significaban nada, y por la mañana, volvía a ser yo mismo.

Cuando vi la historia sobre el servicio de Craig Bentley —él lo llamaba "investigación", pero sus "voluntarios" pagaban por el privilegio de participar en el experimento— me costó mucho incluirlo en el boletín, aunque según todos mis instintos profesionales era exactamente lo que nuestros espectadores deseaban en una historia tecno-impactante de treinta segundos: extraña, incluso ligeramente desconcertante, pero no muy difícil de entender.

Bentley era ciberneurólogo; estudiaba el Dispositivo Ndoli, de la misma forma que los neurólogos habían estudiado el cerebro. Imitar el cerebro por medio de un ordenador de red neuronal no había exigido un conocimiento profundo de sus estructuras de alto nivel; las investigaciones sobre esas estructuras seguían en activo, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar y también más fácil de manipular.

En su proyecto más reciente, Bentley ofrecía a las parejas algo ligeramente más interesante que un entendimiento de la vida sexual de las babosas. Les ofrecía ocho horas con mentes idénticas.

Hice una copia de la pieza original de diez minutos que había llegado por la fibra, luego dejé que mi consola de montaje escogiese los treinta segundos más emocionantes posibles para su emisión. Hizo un buen trabajo; había aprendido de mí.

No podía mentirle a Sian. No podía ocultar la historia, no podía fingir desinterés. Lo único honrado era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que sentía, y preguntarle qué quería hacer
ella.

Eso hice. Cuando la imagen de HV se desvaneció, se volvió hacia mí, se encogió de hombros y dijo tranquilamente:

—Vale. Suena divertido. Vamos a probar.

Bentley vestía una camiseta que tenía estampados nueve retratos pintados por ordenador, en una rejilla de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. Al fondo a la derecha, Marilyn Monroe. El resto eran varios estadios intermedios.

—Será así. La transición llevará veinte minutos, durante los cuales estarán incorpóreos. Durante los primeros diez minutos, obtendrán un acceso igual a los recuerdos del otro. Durante los otros diez minutos, los dos se trasladarán, gradualmente, hacia la personalidad de compromiso.

»Una vez hecho eso, sus Dispositivos Ndoli serán idénticos, en el sentido de que ambos contarán con las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de peso, pero casi con toda seguridad estarán en estados diferentes. Tendré que dejarles inconscientes para corregir esa situación. Luego despertarán...

¿
Quién despertará
?

—...en cuerpos electromecánicos idénticos. Es imposible hacer que los clones sean completamente iguales.

»Pasarán ocho horas a solas, en habitaciones exactamente iguales. En realidad, más bien son como suites de hotel. Tendrán HV para entretenerse si hace falta... por supuesto,
sin
módulo de video-telefonía. Puede que crean que obtendrían una señal de ocupado si los dos intentan llamar simultáneamente al mismo número... pero de hecho, en esos casos el mecanismo de conmutación permite el paso arbitrario de una llamada, lo que haría que los entornos fuesen diferentes.

Sian preguntó:

—¿Por qué no podemos llamarnos mutuamente? O mejor, ¿encontrarnos? Si somos exactamente iguales, diríamos las mismas cosas, haríamos las mismas cosas... seríamos una pieza idéntica más en el entorno de cada uno.

Bentley se mordió el labio y negó con la cabeza.

—Quizá permita algo así en un experimento futuro, pero por ahora creo que sería demasiado... potencialmente traumático.

Sian me miró de lado, lo que significa:
Este tipo es un aguafiestas.

—El final será como el comienzo, al revés. Primero, se restaurarán sus personalidades. Luego, perderán el acceso a los recuerdos del otro. Evidentemente, dejaremos intactos los recuerdos de la
experiencia en sí.
Intactos en mi caso, quiero decir, puedo predecir cómo actuarán sus personalidades separadas una vez restauradas... filtrando, suprimiendo, reinterpretando esos recuerdos. En unos minutos es posible que tengan opiniones muy diferentes sobre lo que ha pasado. Lo único que puedo garantizarles es que durante las ocho horas en cuestión ustedes dos
serán
totalmente idénticos.

Lo hablamos. Sian estaba entusiasmada, como siempre. No le importaba tanto
cómo
fuese a ser; realmente lo que le importaba era recopilar una experiencia novedosa más.

—Suceda lo que suceda, volveremos a ser nosotros mismos al final de la experiencia —dijo—. ¿Qué hay que temer? Ya conoces el viejo chiste Ndoli.

—¿Qué viejo chiste Ndoli?

—Todo se puede soportar... siempre que sea finito.

No podía decidir qué sentía. Dejando de lado el aspecto de compartir recuerdos, los dos acabaríamos
conociendo
no al otro, sino a una tercera persona transitoria y artificial. Aun así, por primera vez en nuestras vida, habríamos vivido exactamente la misma experiencia, desde el mismo punto de vista, aunque la experiencia no fuese más que pasar ocho horas encerrados en habitaciones separadas, y el punto de vista fuese el de un robot sin sexo con una crisis de identidad.

Era un compromiso, pero no se me ocurría una forma realista de que pudiese ser mejor.

Llamé a Bentley e hice una reserva.

En una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad que me rodeaba antes incluso de que estuviesen medio formados. Pero ese aislamiento no duró mucho; a medida que se combinaron nuestros recuerdos recientes, logramos una especie de telepatía: uno de nosotros pensaba un mensaje, y el otro "recordaba" pensarlo, y contestaba de la misma forma.

>Me muero por descubrir todos tus secretitos.

>Creo que te vas a llevar una decepción. Probablemente he reprimido todo lo que no te he contado a estas alturas.

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