Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
El cuarto hombre, el especialista Tormey, era nuevo en el equipo. Los demás ni siquiera sabían su nombre de pila. Se había incorporado hacía dos días y se habían dedicado a tareas más importantes que hacerse colegas, como enseñarle los ejercicios de acción inmediata. Tormey tampoco pertenecía a las Fuerzas Especiales, y eso también lo diferenciaba de los demás. Era un indicio de lo que se avecinaba. Las Fuerzas Especiales habían perdido a demasiados hombres en la máquina de picar carne de Vietnam. La fábrica humana de Fort Bragg sólo producía un número limitado de reemplazos entrenados cada año. El Quinto Grupo había empezado a reclutar de las unidades de infantería regular del país a voluntarios como Tormey para sustituir a los miembros muertos o que iban rotando.
Tormey había combatido, pero nunca había estado en una misión al otro lado de la alambrada. Llevaba un AK-47, un arma que debía de haber adquirido en alguna parte con su anterior unidad.
A Flaherty no le importaba que la llevara, ya que los malos podrían confundir su estampido con el de sus propias AK-47. Tormey sólo tenía veintiún años, y miraba alrededor en busca de indicios sobre cómo comportarse. Los otros tres hombres sabían cómo se sentía, preparándose para emprender su primera misión fronteriza, pero no dijeron nada porque se sentían igual que él, por muchas misiones que tuvieran en su haber. Más misiones significaba que eran mejores en lo que hacían, no que tuvieran menos miedo.
Los cuatro hombres se abrieron paso a grandes zancadas entre la hierba que les llegaba a la rodilla, en dirección a la zona de aterrizaje donde estaba previsto que su helicóptero tomara tierra. Estaban a medio camino cuando Dane silbó de improviso y levantó un puño. Flaherty y Thomas se quedaron inmóviles donde estaban y, tras un breve titubeo, Tormey siguió su ejemplo.
Dane alargó el brazo y sacó del lado derecho de su mochila un machete. A continuación avanzó despacio, más allá de Flaherty y Thomas, moviéndose con sigilo a través de la hierba.
El machete destelló bajo el sol poniente cuando Dane lo blandió. Se agachó y recogió del suelo el cuerpo de una cobra real de metro y veinte centímetros. Tenía la cabeza limpiamente cortada.
—¡Por Dios! —exclamó Thomas, relajándose—. ¿Cómo diablos sabías que estaba ahí?
Dane se limitó a encogerse de hombros, limpiando la hoja del machete en la hierba antes de guardarlo.
—Simplemente lo sabía. —Ésta había sido su respuesta al prevenirlos contra las emboscadas. Ofreció la serpiente a Flaherty sonriendo—. ¿Quieres llevársela a Linda? Sería un bonito cinturón.
Flaherty la cogió y la arrojó lejos. Tenía un nudo en el estómago. La habría pisado si Dane no le hubiera detenido.
—Me estoy haciendo viejo para esta mierda —murmuró.
—Se acerca un helicóptero —dijo Dane ladeando la cabeza.
—Vamos —ordenó Flaherty, aunque no oía el helicóptero.
El terreno que sobrevolaban no se parecía a nada que hubiera visto ninguno de los miembros del ER Kansas. Era mucho más escarpado y tenía un aire primitivo, de tierra que no reconocía el tiempo o el predominio del hombre en otras partes del globo. De la espesa alfombra verde de la selva se alzaban montañas puntiagudas cuyas cimas se recortaban contra el sol poniente. Los ríos serpenteaban por las tierras bajas, rodeados por cada lado de altas paredes de piedra caliza o fértiles orillas. Allá abajo había pocos indicios de presencia humana, y uno hubiera creído que la tierra había permanecido así durante milenios.
El helicóptero se dirigía al norte, y cada uno de los cuatro hombres que ocupaban la cabina sabía que habían cruzado la «alambrada», la frontera entre Vietnam y Laos, hacía mucho tiempo.
—¿Alguna idea de adonde vamos? —preguntó Tormey a gritos para hacerse oír por encima del ruido de los rotores y los motores de turbina situados justo detrás de la pared contra la que estaban apoyados.
Flaherty tenía la vista clavada en el territorio que sobrevolaban, siguiendo el recorrido de su avance. Thomas parecía dormido, con la cabeza apoyada en el hombro. Dane miró a Tormey y esbozó una tenue sonrisa.
—No sé adonde vamos, sólo sé que esto ya no es Kansas. Era una broma del grupo. Cada equipo de reconocimiento que operaba fuera del Control de Combate del Norte (CCN), el Mando de Asistencia Militar de Vietnam (MACV) y el Grupo de Estudios y Observación (SOG), recibía el nombre de un estado. El jefe del equipo anterior a Flaherty había sido de Kansas, de ahí el nombre. Como el ER Kansas no había perdido a ningún hombre desde que había recibido tal nombre, no lo cambiaron, ya que todos creían que traía buena suerte. Los soldados eran unos tipos muy supersticiosos; el pañuelo verde alrededor del cuello de Flaherty le había acompañado en cada misión y lo consideraba como su talismán de la buena suerte. Últimamente, sin embargo, él y Thomas habían considerado a Dane su amuleto de la buena suerte.
Flaherty miró a Dane con preocupación y éste le devolvió la mirada. Tormey había hecho una buena pregunta. Ninguno había estado antes en una misión de estas características. Se habían limitado a decirles que se prepararan y subieran al helicóptero. No les habían informado de su destino o acerca de su misión; en la pista de aterrizaje de su base en Vietnam, su comandante no les había dicho nada aparte de las habituales palabras de despido y la orden de obedecer ciegamente a quien los recibiera al otro lado. ¿Y dónde podía estar ese otro lado, ahora que ya habían cruzado la frontera?
Además, a bordo no había ningún «hombrecillo», término cariñoso que los boinas verde norteamericanos utilizaban para referirse a los nativos de Montagnard y que componían la otra mitad del ER Kansas. Su comandante no había podido darles más detalles acerca de esa misión. Y ni a Flaherty ni a los demás les había gustado dejar a la mitad del equipo en la base de operaciones. Nunca habían acometido una misión sin sus compañeros indígenas.
La segunda señal preocupante había sido el helicóptero que había aterrizado en la pista de aterrizaje del CCN. No era del ejército, eso estaba claro. Y Flaherty lo sabía. Todo pintado de negro y sin marcas distintivas, pertenecía a Air America, la compañía aérea privada de la CÍA. Los pilotos no habían dicho una palabra a los pasajeros, limitándose a despegar y tomar rumbo noroeste. Las melenas de los pilotos ondeando bajo sus cascos pintados, así como sus largos bigotes, indicaban que eran de la CÍA o tal vez formaban parte de los Ravens, un grupo de oficiales de las Fuerzas Aéreas que había sido prestado secretamente a la agencia para la guerra aérea en Laos.
—Long Tiem —gritó Dane al oído de Flaherty.
El jefe del equipo hizo un gesto de asentimiento, dándole a entender que estaba de acuerdo con su hipótesis sobre su inmediato destino. Había oído hablar de la pequeña ciudad y la pista de aterrizaje al norte de Laos, donde los Ravens tenían su cuartel general y la CÍA coordinaba su guerra secreta. El ER Kansas había estado antes en Laos, pero mucho más cerca de la frontera, comprobando la ruta de Ho Chi Minh y ordenando ataques aéreos. Que ellos supieran, nunca se habían adentrado tanto, ni ellos ni ningún otro equipo del CCN. Se preguntó para qué necesitaba la CÍA un equipo de reconocimiento de las Fuerzas Especiales. La agencia solía contratar los servicios de los nungs u otros mercenarios orientales para cualquier operación terrestre tan adentro, poniendo a uno de sus propios hombres paramilitares al mando de los indígenas.
Sin embargo, se presentían cambios, y tal vez fueran éstos la razón de esa extraña misión. Flaherty y los otros dos miembros más antiguos del equipo sabían que la guerra fronteriza secreta con Camboya tarde o temprano se haría oficial. Corría el rumor de que los santuarios del ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong de Camboya iban a ser atacados, y duramente, por el ejército regular y las Fuerzas Aéreas norteamericanas. Nixon iba a permitir que los militares cruzaran la frontera y destruyeran las bases desde las cuales el ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong habían estado lanzando sus ataques todos esos años. Suponían que ese viaje tal vez tenía algo que ver con eso.
—¿Qué crees tú? —preguntó Flaherty a Dane. A su lado, Thomas movió ligeramente la cabeza, acercando más la oreja para oír la respuesta, fingiendo que dormía.
—No tiene buena pinta. —Dane sacudió la cabeza—. Nada buena.
Thomas hizo una mueca y Flaherty sintió que se le encogía el estómago. Si Dane decía que no tenía buena pinta, es que no la tenía.
El helicóptero pasó casi rozando una gran montaña y a continuación descendió rápidamente. Flaherty distinguió una pista de aterrizaje junto a una pequeña ciudad. Había muchos aviones de observación OV-1, OV-2 y OV-10 pintados de negro, así como varios helicópteros y aviones de combate de hélice. De Air America. Estaban en Long Tiem, tal como había predicho Dane.
El helicóptero tomó tierra y desde la rejilla metálica, un hombre les indicó por señas que bajaran. Iba vestido con pantalones con rayas, camiseta negra y gafas de sol, y llevaba una pistola y un cuchillo en la pantorrilla derecha. Tenía el pelo largo y rubio, y parecía estar en un campo de fútbol universitario en lugar de en medio de una guerra secreta.
—¡Por aquí! —les gritó. Luego dio media vuelta y empezó a andar.
Los miembros del ER Kansas cargaron las mochilas a la espalda y lo siguieron hasta un edificio de paredes de madera contrachapada y tejado de chapa de cinc.
—Me llamo Castle —se presentó el hombre, sentándose en una pequeña mesa de campaña mientras los demás dejaban caer las mochilas al suelo y se acomodaban en las sillas plegables—. Y dirigiré esta misión.
—Y yo me llamo Foreman —la voz salió de las sombras. Un hombre de más edad, de cincuenta y tantos años, dio un paso al frente. Su rasgo más llamativo era el pelo. Lo tenía completamente blanco y lo llevaba peinado hacia atrás en gruesas ondas. Tenía la cara chupada, con dos ojos de acero a cada lado de su fina nariz—. Estoy al mando de esta misión.
Flaherty presentó a los miembros del equipo, pero a Foreman no parecía importarle cómo se llamaban. Se volvió hacia los mapas colgados en la pared detrás de él.
—Su misión es acompañar al señor Castle a este lugar en una operación de rescate. —Señaló con un dedo esbelto el nordeste de Camboya, a lo largo del río Mekong—. Recibirán todas las órdenes del señor Castle. La infiltración y exfiltración se realizarán por el aire desde este punto. Yo controlaré todas las comunicaciones.
Flaherty y los demás hombres siguieron mirando fijamente el mapa.
—Eso es Camboya, señor—dijo Flaherty.
Foreman no respondió. Metió una mano en el bolsillo, sacó un puñado de cacahuetes y empezó a partir las cáscaras e introducir el contenido en la boca tan pronto como las partía. Dejó caer las cáscaras vacías al suelo.
—Tengo todos los nombres de identificación y las frecuencias —dijo Castle, aclarándose la voz—. Será una misión sencilla. Volaremos directamente hasta la zona de aterrizaje, recorreremos a pie un par de kilómetros hasta nuestro objetivo, llevaremos a cabo el rescate y luego recorreremos unos cuantos kilómetros más hasta la zona de recogida.
—¿Qué hay de la cobertura aérea? —preguntó Flaherty.
—No la habrá —respondió Foreman, partiendo otra cáscara—. Como han advertido —añadió sin rastro de sarcasmo—, van a entrar en Camboya. Aunque este teatro de operaciones no está reconocido oficialmente como tal, no tardará en estarlo. —Se encogió de hombros—. Si estuviera más cerca de la frontera, podríamos introducir a unos cuantos soldados rápidos y alegar que se habían equivocado al interpretar los mapas, pero ustedes tendrán que adentrarse bastante.
—¿Qué vamos a rescatar? —preguntó Dane.
Flaherty se sorprendió, ya que Dane raras veces hablaba o hacía preguntas durante las sesiones de instrucciones de las misiones.
—Un avión espía SR-71 cayó en Camboya la semana pasada —respondió Foreman—. La misión del señor Castle es entrar y retirar de entre los restos ciertas piezas del equipo secreto. Castle ha sido bien instruido. Ustedes se limitarán a proporcionarle protección.
—¿Cómo cayó el avión? —preguntó Flaherty.
—No necesita saberlo —replicó Foreman.
—¿Qué ha sido del piloto y del oficial de reconocimiento? —preguntó Thomas.
—Suponemos que la tripulación ha muerto —respondió Foreman.
—¿Mantuvieron contacto por radio con ellos antes de que se estrellaran? —inquirió Flaherty.
—No —respondió Foreman de forma tajante.
—¿Cómo se estrelló?
—No lo sabemos —respondió Foreman—. Por eso van ustedes allí. Para recuperar la caja negra.
—Ha dicho que cayó la semana pasada. ¿Por qué se ha esperado tanto tiempo? —preguntó Flaherty.
—Porque así han salido las cosas —se limitó a decir Foreman. Su inexpresiva mirada les dio a entender que no quería más preguntas.
—¿Con qué exactitud se conoce la localización de los restos del avión siniestrado?
—Con exactitud —repuso Foreman.
—¿Quién es el enemigo? —preguntó Flaherty—. ¿Disparamos a todo el que se nos cruce en el camino o los evitamos y nos escondemos? ¿Cuáles son nuestras normas de combate?
Camboya era una pesadilla de partidos enfrentados, con aliados cambiantes. Estaban los Khmer rojos, el Ejército Real Camboyano y, por supuesto, el ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong.
—No combatirán —dijo Foreman.
—Eso es lo más estúpido que he escuchado jamás —repuso Flaherty mirando fijamente al hombre de la CÍA, sorprendido, y poniéndose de pie—. Soy responsable de estos hombres y no voy a enviarlos a una misión imprudente como ésta.
—Siéntese, sargento —ordenó Foreman con voz lacónica y fría, señalando a Flaherty con un dedo—. Irán adonde yo les ordene. Éstas son sus órdenes y ustedes van a obedecerlas. ¿Está claro?
—No está claro —replicó Flaherty, obligándose a calmarse—. Recibo órdenes del CCN, el MACV y el SOG, no de la CÍA.
Foreman se llevó una mano al bolsillo del pecho y sacó una hoja de papel que arrojó a Flaherty.
—Se equivoca. Está a mis órdenes en esta misión. Así lo han decidido los de arriba.
Flaherty desdobló la hoja y la leyó. Luego volvió a doblarla, y se disponía a guardársela en el bolsillo, cuando Foreman chasqueó los dedos.
—Devuélvamela —dijo.
—Yo guardaré esta copia —replicó Flaherty.
Foreman se llevó una mano a su cadera derecha, donde guardaba la pistola. Pero Dane ya estaba de pie, apuntándole a la frente con su arma.