Atlantis - La ciudad perdida (3 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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Las leyendas sobre la puerta de Angkor eran más lejanas y vagas. Se apartaban del camino trillado de la civilización moderna y localizaban la puerta en medio de un país conocido como el campo de minas más extenso del mundo, consecuencia de décadas de guerra civil e internacional. Foreman había tardado varios años en oír siquiera rumores sobre ese lugar, y muchos más en aceptar que, en efecto, había otro lugar en el planeta que merecía su atención. De mayor importancia para él era el hecho de que la puerta de Angkor estuviera en tierra firme, y no escondida en el océano. La había llamado puerta de Angkor porque las leyendas mencionaban una antigua ciudad en la región, Angkor Kol Ker.

Según sus cálculos, la puerta de Angkor se hallaba al noroeste de Camboya, limitando al norte con el acantilado de Dangkret que separa Camboya de Tailandia, y al sur con las tierras inundadas del Tonle Sap, el lago de agua dulce más extenso del Sudoeste asiático. Los vértices máximos de la puerta de Angkor, que con tanto esfuerzo había logrado fijar a partir de distintas fuentes, se hallaban situados de modo que en el territorio circunscrito no había carreteras ni ciudades, y estaba delimitado toscamente por corrientes y ríos. Esta puerta era mucho más pequeña que la del Triángulo de las Bermudas, pero en lo que a Foreman respectaba, tenía un potencial mucho mayor no sólo por hallarse en tierra firme, sino porque la actividad era más constante.

La puerta del mar del Diablo se llamaba así porque delimitaba el mar del mismo nombre. Dado que, al igual que el Triángulo de las Bermudas, comprendía agua, Foreman había preferido centrarse en este último. De vez en cuando recibía informes de profundo y encubierto interés por parte de los japoneses en la zona de la puerta del mar del Diablo. Todas estas puertas estaban intercomunicadas de alguna manera, y Foreman sólo vivía para descubrir su verdadera naturaleza, cuál era su causa y qué había al otro lado de ellas.

—Sobrepasados los trescientos metros de profundidad —informó el hombre al mando del Scorpion, el capitán Bateman—. Rumbo nueve-cero grados. Cruce de línea de partida previsto en cinco minutos. Estado óptimo.

—Nivel a sesenta mil —dijo el piloto de SR-71—. Llegada prevista en cinco minutos.

Foreman no dijo nada. Había dado instrucciones personalmente al piloto y al capitán del Scorpio la semana anterior. Les había dejado muy claro que la sincronización y la posición debían ser exactas. Echó un vistazo al gran reloj del puesto de escucha y observó cómo el segundero daba una vuelta. Y otra.

—Tres minutos —dijo Scorpion—. Todo listo.

—Tres minutos —oyó decir a Blackbird al mismo tiempo por el otro auricular—. Todo despejado.

Foreman bajó la vista hacia la carta de navegación, donde una línea trazada en lápiz representaba el curso del Scorpion. Sabía que esos tres minutos significaban que el submarino estaba a menos de un metro del borde actual de la puerta del Triángulo de las Bermudas, a lo largo de la línea occidental trazada desde las Bermudas hasta Puerto Rico. En el mapa del Sudeste asiático, otra línea trazaba la ruta de vuelo del SR-71, y Foreman sabía que éste estaba a ciento cincuenta metros de la línea verde, y regresaba al sur, pasando en esos momentos por encima del lago Tonle Sap. Había esperado años para hacerlo, observando hasta que las dos puertas, la de Angkor y la del Triángulo de las Bermudas, estuvieran simultáneamente activas.

Otra vuelta del segundero.

—Transmitiendo por alta frecuencia —informó Scorpion, indicando que el transmisor especial de alta frecuencia que había sido conectado a la cubierta delantera del submarino la semana anterior estaba encendido.

—Eh, Foreman, aquí Blackbird.

Foreman se irguió en su asiento al advertir un cambio en la voz normalmente lacónica del piloto del SR-71.

—Hay algo delante y debajo de nosotros.

—Especifique —ordenó Foreman, hablando por primera vez.

—Una nube de color blanco amarillento. Una especie de niebla, pero que aumenta rápidamente.

—¿Puedes sobrevolarla? —preguntó Foreman.

—¡Oh, sí! No hay ningún problema. Tengo suficiente cielo despejado. Entrando en el espacio aéreo de la puerta de Angkor.

—Estamos dentro —informó a su vez el capitán Bateman—. Seguimos transmitiendo. Empezamos a tener problemas eléctricos con los sistemas, pero nada serio. El sonar informa que el océano está despejado hasta sus límites.

—¿Qué hay del transmisor de alta frecuencia? —preguntó Foreman, para saber si el SR-71 recibía la señal del submarino y viceversa. Normalmente no había forma de que las señales de alta frecuencia llegaran al SR-71, situado en el otro extremo de la Tierra. Pero la palabra clave en esa frase, como Foreman sabía bien, era «normalmente». No había nada normal en ninguna de las posiciones a las que se dirigían las dos naves, y el objetivo de ese ejercicio era demostrar que existía un vínculo entre las dos puertas.

—Señal positiva en el transmisor de alta frecuencia. Estoy recibiendo la señal del Scorpio.

Foreman golpeó el escritorio con el puño en un gesto triunfal. Las dos puertas estaban conectadas y de un modo que era imposible conseguir utilizando la física conocida. Apretó un botón de la radio.

—Capitán Bateman, ¿recibe el repetidor de alta frecuencia del SR-71?

—No entiendo cómo, pero sí. Alto y fuerte.

Siguió un breve silencio, interrumpido por un grito de sorpresa del piloto.

—¿Qué demonios?

Foreman se echó hacia adelante, con los ojos cerrados. La sensación de triunfo se desvaneció.

—Blackbird—dijo—. ¿Qué ocurre?

—¡Uf, esta niebla! Estoy sobre ella, pero aumenta muy deprisa. No tiene buen aspecto. Empiezo a tener problemas electrónicos.

—¿Crees que estarás fuera antes de que alcance tu altitud? —preguntó Foreman.

—¡Uf, sí! —Hubo una larga pausa—. Creo que sí.

—¿Qué hay de las señales de alta frecuencia del Scorpion? —insistió Foreman.

—Sigo recibiéndolas. Qué extraño. Sí, es... ¿Eh?

Foreman escuchó unos parásitos indescifrables por el auricular derecho.

—¿Blackbird? ¡Informa!

—¡Mierda! Tengo problemas serios. —La voz del piloto era angustiosa—. La brújula no funciona. El ordenador de a bordo se está volviendo loco. Estoy... ¡Mierda! Sale luz de la nube. ¡Rayos de luz! ¡Dios! ¿Qué demonios es eso? ¡Por los pelos! Justo en el centro hay algo oscuro. ¡Mierda! Lo estoy... —La voz se desintegró en parásitos ininteligibles. Luego silencio.

Foreman apretó el botón para transmitir.

—¿Blackbird? ¿Blackbird? —No perdió más tiempo y apretó el otro botón—. Scorpion, aquí Foreman. Evacua la zona. Inmediatamente.

—Estoy girando —respondió Bateman—. Pero hay un montón de interferencias electrónicas. Y varios fallos en el sistema. Todo es muy extraño.

Foreman sabía que el submarino tenía que completar un amplio giro para salir de la puerta del Triángulo de las Bermudas. También sabía cuánto tardaría en hacerlo. Consultó el reloj.

—Estamos detectando algo raro por el sonar —anunció de pronto Bateman.

—¡Especifica! —ordenó Foreman.

—Parece casi como si alguien tratara de ponerse en contacto con nosotros a través de él —informó el capitán del Scorpion—. Enviándonos una señal metálica. La estamos copiando. ¡Oh, no! —exclamó de pronto—. Tenemos problemas con el reactor.

Foreman lo oyó gritar órdenes, manteniendo la comunicación todavía abierta, pero con el micrófono lejos de los labios. Luego regresó.

—Tenemos una avería grave en el reactor. Los cables refrigerantes se han estropeado. También estamos detectando algo por el sonar. ¡Algo grande! ¡No estaba ahí hace un momento!

Foreman se echó hacia adelante, escuchando las débiles voces del capitán y sus hombres hablando en la falsa torre.

—Jones, ¿qué demonios es eso? Has dicho que estaba despejado. ¡Vamos a tenerlo encima en un par de segundos!

—¡No lo sé, señor! Es enorme, señor. ¡Nunca había visto nada tan grande moviéndose!

—¡Maniobras para eludir el ataque! —ordenó el capitán a voz en grito.

—¡Señor, el reactor se ha desconectado! —exclamó otra voz de fondo—.No...

—¡Maldita sea! —lo interrumpió el capitán—. Sácanos de aquí, número uno! Vacía todos los tanques. ¡Ahora mismo!

La voz del hombre del sonar, Jones, sonó débilmente en el auricular izquierdo de Foreman.

—Señor, está aquí mismo. ¡Dios mío! Es enorme. ¡Es real...!

Hubo un crujido, un pocos alaridos ininteligibles y luego se produjo un brusco silencio. Foreman se recostó en la silla. Se metió una mano en el bolsillo y sacó unos cacahuetes. Partió despacio la cáscara del primero e hizo una pausa antes de introducirse el contenido en la boca. Se miró la mano. Le temblaba. Sintió unas dolorosas punzadas en el estómago, y tiró la cáscara y el cacahuete al suelo.

Esperó una hora, tal como habían acordado. No había vuelto a escuchar ningún otro sonido por ninguno de los dos auriculares. Finalmente se los quitó y se acercó a la radio que lo comunicaba con un miembro del Consejo de Seguridad Nacional. Había descubierto un vínculo entre las puertas del Triángulo de las Bermudas y de Angkor, pero al parecer había pagado un alto precio por la información.

El comando
- Sudeste asiático -

La selva se apretujaba contra los bordes del campamento, un oscuro muro de ruidos escalofriantes y vaga amenaza a las últimas luces vespertinas. Habían despejado el terreno prendiendo fuego a todo lo que había en cien metros a la redonda, pero más allá no había ojo humano o bala que pudiera penetrar la espesura.

—Soy tan bajo que podría jugar a balonmano en la cuneta —dijo el jefe del equipo a los otros tres hombres reunidos en la pequeña cabaña que hacía las veces de casa. Se besó los dedos y los acercó con ternura a la foto de una joven clavada en la pared, a la derecha de la puerta—. Hasta pronto, nena. —Con la otra descolgó un CAR-15 y, tras meterlo en la cintura, salió al exterior. Una versión en miniatura del M-16, su arma automática, tenía un brillo que hablaba de muchas limpiezas y mucho uso.

—Imagino que Linda sabe muy bien lo bajo que eres —dijo con voz grave y resonante el segundo hombre que salió de la cabaña, haciendo reír a los otros dos.

—No hables así de mi prometida—replicó el primer hombre.

Pero en su voz no había ninguna amenaza. Se detuvo, dejando que el resto del grupo lo alcanzara. El jefe del equipo y el mayor de los cuatro, el primer sargento Flaherty, tenía veintiocho años, pero un desconocido les hubiera echado más años a todos. La guerra había envejecido sus caras y sus corazones surcándolos de arrugas, que eran los recuerdos físicos del miedo, el cansancio y el estrés. Llevaban uniforme con rayas, sin remiendos ni distintivos. Cada uno utilizaba un arma diferente, pero todos tenían la misma mirada: la mirada atormentada de los hombres que han conocido de cerca la muerte y la violencia.

Aquella tarde, la cara de Flaherty estaba surcada de arrugas de preocupación, como correspondía a su cargo de jefe del equipo. Alto y flaco, tenía el pelo pelirrojo cortado casi al rape y llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello. Debido al pelo corto, el gran bigote rojo encendido sobre su labio superior parecía fuera de lugar. En las manos acunaba su CAR-15. Y encajado a una montura llevaba un lanzagranadas M-79. Le gustaba cargarlo con munición flechette en lugar de con los proyectiles explosivos de alta potencia normales de 40 milímetros, convirtiendo el lanzagranadas en una gran escopeta. Lo había heredado del que había sido el jefe de su equipo en su primer período de servicio, y desde entonces lo había llevado siempre consigo. Lo llamaba arruina-emboscadas.

A la espalda llevaba su mochila, verde y maltrecha, llena de agua, munición, minas y comida. Lo había acompañado en las dieciséis misiones fronterizas en las que había participado desde que se había unido a ese equipo especializado. Formaba parte de él tanto como el arma que tenía en las manos.

El siguiente miembro más antiguo, el sargento segundo James Thomas, había participado en catorce de esas misiones, lo cual le permitía bromear con impunidad sobre la prometida de Flaherty. Thomas era el radiotelegrafista, y su mochila, tan voluminosa como la de Flaherty, incluía los mismos pertrechos, además de la radio del equipo y baterías de repuesto. Pese a su gran tamaño, parecía pequeña en la espalda de Thomas, que medía más de dos metros y era muy musculoso. Tenía su piel negra perlada de sudor incluso allí, a mil doscientos metros de altitud y con el aire frío de la noche arremolinándose a su alrededor. La broma continua entre los miembros del Equipo de Reconocimiento Kansas era que Thomas sudaría hasta en el polo Norte. En sus manos, el M-2203, una combinación de rifle M-16 y lanzagranadas de 40 milímetros, parecía un juguete.

El tercer miembro más antiguo del ER Kansas era el sargento Eric Dane, y tanto Flaherty como Thomas estaban encantados de tenerlo entre ellos. Dane era experto en armas y llevaba una ametralladora M-60 capaz de escupir más de mil balas de 7,62 milímetros por segundo. Pero no era el arsenal que acarreaba consigo lo que había conquistado el corazón de sus compañeros, sino su habilidad para avanzar con sigilo a la cabeza del grupo e impedir que cayeran en emboscadas. En sus tres años de servicio en Vietnam, Flaherty no había conocido a nadie tan bueno. Dane les había librado de caer en cuatro emboscadas, y Flaherty sabía que cualquiera de ellas habría sido el fin del ER Kansas.

Dane era de estatura mediana, y tenía el pelo negro y abundante. Llevaba unas gafas reglamentarias cuya gruesa montura de plástico estropeaba una cara muy atractiva. Era delgado y musculoso, capaz de manejar sin problemas los diez kilos que pesaba su ametralladora.

Como llevaba la ametralladora, según las tácticas convencionales se suponía que no debía ir a la cabeza, pero su potencia de fuego no era nada comparada con su insólito don. Además, nunca se quejaba, nunca creía que le tocaba a otro ocupar la posición más peligrosa de la patrulla. No la había abandonado desde la segunda operación «al otro lado de la alambrada», en la que le había correspondido ocuparla. Una noche que Flaherty se quedó a solas con él le habló de ello, y le dijo que podían reanudar los turnos. Pero Dane había respondido que ése era su sitio, y por eso Flaherty le estaba agradecido. Dane era un hombre callado y reservado, pero Flaherty se sentía tan unido a él y a Thomas como nunca lo había estado a nadie.

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