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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (23 page)

BOOK: Atlántida
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A Gabriel no le extrañó demasiado que Valbuena viviera allí. La única propiedad material que valoraba aquel hombre tan despegado eran los libros. Cuando sufrían sus clases, Gabriel y otros alumnos se preguntaron a menudo por qué alguien con tantos conocimientos no se presentaba a las oposiciones para la enseñanza pública, donde se impartían menos horas de clase y, sobre todo, se cobraba más sueldo. Unos años después se enteró de la razón gracias a un antiguo compañero, que le explicó:

—En realidad, Valbuena estudió Filosofía, no Historia, y se presentó a las oposiciones de esa asignatura a finales de los setenta.

El tema que tuvo que defender Valbuena ante los examinadores versaba sobre los filósofos presocráticos. Pero su visión era algo heterodoxa. Cuando relacionó a Empédocles, Parménides y Pitágoras con el chamanismo, la reencarnación y los viajes astrales, los profesores que formaban el tribunal empezaron a interrumpirlo para rebatir sus argumentos.

A la tercera vez que le discutieron, Valbuena, que tenía veintipocos años, cortó en seco su exposición y dijo:

—Ustedes cinco carecen de preparación para juzgarme
a mí.
Me niego a seguir con esta pantomima legal. Buenas tardes.

Con estas palabras dejó sentado y boquiabierto al tribunal y se marchó a su casa. Jamás volvió a presentarse a las oposiciones.

Por suerte para él, el director del colegio Galileo, que era amigo de su familia, lo contrató. Como la plaza de filosofía ya estaba ocupada, Valbuena empezó a dar clases de historia, y seguía impartiéndolas cuando pasaron por sus manos Gabriel y Herman. Como a tantos otros alumnos, les había dejado una huella indeleble, y no precisamente para bien. Pero ahora Gabriel esperaba que su antiguo profesor, por una voz, le fuera útil.

Aunque Gabriel solía correr por el parque y nunca había fumado, cuando llegó al cuarto piso tenía las pulsaciones aceleradas. Llamó al timbre y aguardó.

—Espere un momento.

La voz sonaba pegada a la puerta, por lo que Gabriel no comprendió a qué debía esperar. Mientras tanto, Herman apareció en el rellano resoplando y descansó unos segundos apoyando las manos en las rodillas.

—Tengo que perder diez kilos —jadeó.

Unos segundos después, la puerta se abrió. Al otro lado, Valbuena comprobaba la hora en un reloj plateado.

—Las cinco en punto —dijo con aire satisfecho, recogiendo meticulosamente la leontina y guardando el reloj en el bolsillo de la chaqueta.

Valbuena vestía un traje gris con corbata oscura, como cuando les daba clase. No era un modelo de último diseño, y tal vez ni siquiera del siglo xxi. Llevaba la barba muy recortada y su sempiterno bigote imperial con las guías enhiestas, todo ello teñido de negro, como el cabello, sin el menor rubor.

—Señor Espada, señor Gil, no los esperaba. Se supone que iba a recibir la visita de un tal Guillermo Escudero, pero tal vez escuché mal. Pasen, por favor.

Atravesaron el salón, lleno de estanterías con los anaqueles combados por el peso de los libros. Había una puerta cerrada que debía dar al dormitorio. Por lo que sabían, Valbuena era un solterón recalcitrante. No había allí fotos familiares ni cuadros con paisajes, ni juegos de café, cerámicas de Talavera o cualquier otro cachivache de los que acaban apoderándose de los salones a modo de okupas. Ni siquiera tenía televisión.

Las otras dos habitaciones abiertas también estaban plagadas de libros. En una de ellas había un escritorio, y hacia él los guió Valbuena. Para entrar, Gabriel y Herman tuvieron que agacharse, pues el profesor había aprovechado tanto el espacio que tenía incluso estanterías de escayola rebajando La altura de los dinteles.

—Ésta es la sala griega —les explicó.

Tenía los libros colocados de forma tan meticulosa como Herman sus tebeos. Los tomos azul celeste, les explicó, eran textos originales griegos editados por Oxford. Los de color teja eran de Hachette, los verdes ediciones bilingües de Loeb y los de color azul oscuro eran traducciones anotadas de Gredos. Por supuesto, todos los volúmenes estaban clasificados por autor.

Gabriel observó el escritorio, intrigado. No había ordenador ni nada que se le pareciera. Lo más avanzado de aquella sala era una pizarra veleda montada sobre un caballete.

—¿Está buscando algún tipo de artefacto informático, señor Espada?

—Bueno, no esperaba que…

—Sin duda están pensando que soy un vejestorio chapado a la antigua. Durante unos años instalé un ordenador con Internet en otra de las habitaciones. Pero lo quité. ¿Adivina por qué, señor Gil?

—No sé —respondió Herman—. Porque le parece que Internet es una chorrada, supongo.

—Se equivoca. No pensé que Internet fuera… ese término tan chocarrero que acaba de utilizar. En absoluto, comprobé que en Internet podían encontrarse informaciones muy interesantes. Pero el ruido superaba a la comunicación en un noventa y nueve por ciento. Por no hablar de la denominada «multitarea». «Nulitarea» la llamaría yo. ¿Saben que me jubilé el curso pasado?

—No creí que tuviera edad para eso —lo aduló sin rebozo Gabriel.

—Sé que parezco más joven. Se debe a que no fumo, no mantengo relaciones sexuales, jamás he practicado deporte y por las noches me tomo una copita de coñac.

Pese a que la voz y el gesto eran severos, la mirada tras las gafas relucía con una chispa peculiar, casi picara. ¿Les estaría tomando el pelo?

—Pues bien —prosiguió Valbuena—, ahora que contemplo con visión retrospectiva mis cuarenta años de experiencia docente, puedo asegurarles que, en comparación con los intelectualmente desconcentrados, económicamente consentidos y emocionalmente volátiles alumnos de ahora, ustedes parecían casi personas. Todo ello hemos de agradecérselo a las nuevas tecnologías de la desinformación y a la tan cacareada nulitarea.

Gabriel y Herman intercambiaron una mirada. El gesto de Herman decía algo así como: «¿Tú crees que es un insulto o un cumplido?».

—Tras su pueril intento de engañarme con un nombre falso para que accediera a recibirlo, ¿qué tiene usted que decirme, señor Espada?

—En realidad no era mi intención. Guillermo Escudero es el seudónimo que utilizo para escribir.

—Será ahora, porque cuando escribió esa nadería insustancial titulada
Desmontando la Atlántida
firmó con su propio nombre.

¿Quién se iba a imaginar que Valbuena se rebajaría a hojear un libro de divulgación? Gabriel oyó una especie de estertor perruno y se dio la vuelta. Era Herman, que tenía la cabeza agachada e intentaba contener la risa.

—Por eso mismo. Como ya escribí un libro sobre la Atlántida y en el que estoy redactando ahora sostengo teorías diferentes, no quería confundir a los lectores usando el mismo nombre.

—¿Qué teorías sostiene ahora, señor Espada?

¡Ah, aquella mirada, como en los viejos tiempos, cuando les ordenaba levantarse y les hacía una sola pregunta! Cero o diez. «Vale ya —se dijo Gabriel—. Tienes cuarenta y cinco años. No eres un colegial asustado».

—Ahora mismo las he borrado de mi cabeza. Digamos que lo he hecho de modo temporal. Me gustaría escucharle a usted sin prejuicios previos.

—No sea redundante. Todos los prejuicios son previos.

—Disculpe, profesor. Recuerdo que usted nos hablaba de la Atlántida en clase, pero nunca había suficiente tiempo por culpa del programa, y me daba la sensación de que se le quedaban en el tintero muchos datos interesantes. Me gustaría oír más.

Valbuena casi sonrió.

—Dejando aparte la manida expresión «se le quedaban en el tintero», inapropiada para referirse a una exposición oral, me satisface su interés. Veamos primero qué recuerdan. Señor Gil, hábleme de la Atlántida.

—Oiga, que yo sólo he venido de chófer. Los libros los escribe éste.

—La ignorancia siempre encuentra mil excusas para no abrirse camino a ninguna parte. Repito, señor Gil: hábleme de la Atlántida.

—Pues…, era un ¿continente que se hundió. Y estaba en el Atlántico. Por lo visto, los atlántidos…

—Los atlantes.

—Los atlantes, sí. Tenían naves espaciales, centrales nucleares y tecnología genética muy avanzada.

—¿De dónde ha sacado esa majadería?

—¿Dónde has leído esa gilipollez?

Valbuena y Gabriel casi se pisaron la palabra. Herman los miró a ambos y se encogió de hombros.

—Por ahí.

—Todos esos elementos a los que usted se ha referido son delirios sensacionalistas destinados a vender. Para comprender algo hay que remontarse a su verdadero origen. Veamos: ¿quién es el primer autor documentado que habla de la Atlántida?

—Platón —respondió Herman.

—Al menos, eso no lo ha olvidado.

Valbuena sacó de la estantería un volumen de Oxford y lo abrió por un pasaje marcado.

—Observen bien lo que dice el divino Platón:
«Akue de, o Sócrates, logu mala men atopu, pantápasi gue men alezús, hos ho ton heptá sofótatos Sólon pot'éfe».

—Disculpe, profesor, poro hicimos letras mixtas. Nunca dimos griego —dijo Gabriel.

—¿Y cómo pretende usted escribir sobre la Atlántida sin saber griego? En fin…

Valbuena abrió el libro ante ellos y, siguiendo el texto griego con el dedo índice como si les fuera a servir para algo, tradujo:

—«Escucha, Sócrates, un relato de lo más peculiar, pero completamente verídico, tal como lo contó una vez Solón, el más sabio de los Siete Sabios». ¿Se dan cuenta?
Completamente verídico.
Un hombre de la altura moral e intelectual de Platón no afirmaría algo así gratuitamente.

»Platón no escribió sobre la Atlántida hasta el final de su vida, cuando tenía más de setenta años —prosiguió Valbuena—. Lo hizo en un diálogo completo,
Timeo,
y en otro que dejó inacabado,
Critias.
Es probable que pensara en completar una trilogía con un tercer diálogo llamado
Hermócrates,
pero o bien no lo escribió o, si lo hizo, se perdió. Pero ¿de qué fuente obtuvo Platón la historia de la Atlántida?

Gabriel había repasado todo aquello antes de presentarse ante su ex profesor.

—En ambos diálogos, la persona que narra el relato es Critias, un político ateniense que era pariente de Platón. Al parecer, Critias había oído contar la historia a su abuelo, quien a su vez la había escuchado de Solón, el mítico legislador de Atenas.

—Solón no tiene nada de mítico, señor Espada. Sabemos que en el año 594 antes de Cristo reformó las leyes de Atenas, entre otras cosas porque él mismo lo explicó en versos que han llegado hasta nuestros días.

—Supongo que dije «mítico» porque volví a dejarme llevar por el tópico.

—Es el mal de nuestros días. Los periodistas, y también muchos escritores, ya no combinan palabras, sino clichés enteros. «La lluvia hizo acto de aparición». ¡Bufff!

—Se le han olvidado los políticos —dijo Herman—. Los políticos son los que peor hablan.

Gabriel intentó centrar de nuevo la conversación.

—Estábamos con Solón. Él había escuchado la historia de la Atlántida en Egipto. Si no recuerdo mal, se la contaron unos sacerdotes.

—Así es. Sin embargo, creo que el relato pudo llegarle por otros conductos. Los egipcios eran tan xenófobos y estaban tan encerrados en su propia cultura que no se interesaban por las historias de otros pueblos.

»Sospecho que Solón pudo escuchar el relato en Sais, una ciudad situada en el Delta del Nilo donde existía una populosa colonia extranjera. Pero quienes se lo contaron no debieron ser sacerdotes egipcios, sino descendientes de los supervivientes de la Atlántida.

»A Solón le impresionó tanto el relato que intentó componer un poema extenso, una epopeya que superaría a la
Ilíada
y la
Odisea.
Aunque la tarea superó sus fuerzas y nunca llegó a completarla, dejó unas notas escritas. —Valbuena volvió a abrir el libro de Oxford—. Como dice Cridas: «Esos escritos estaban en casa de mi abuelo, y todavía boy están en la mía, y los estudié mucho cuando era niño». ¡Por tanto, existía una fuente escrita anterior a Platón, señores!

—¿Qué quería narrar Solón en ese poema?

—Una gran guerra. La Atlántida dominaba los mares con puño de hierro, y la ciudad de Atenas fue la única que se opuso a su tiranía. Pero en plena guerra entre ambas, se produjo una catástrofe. —Valbuena volvió a leer—: «Pero después hubo violentos terremotos y cataclismos. En un día y una noche funestos, todo el ejército ateniense se hundió bajo tierra. En esa misma catástrofe, la isla de la Atlántida desapareció bajo el mar».

Valbuena devolvió el libro a la estantería y se volvió hacia Gabriel.

—Aunque usted lo niegue en su… llamémoslo «opúsculo», es evidente que el relato de Platón se basa en una realidad histórica.

—Sí, lo negué, pero creo que estoy cambiando de opinión.

—Veamos cuan sincera es su conversión, señor Espada. ¿Qué realidad histórica puede esconderse tras el relato de la Atlántida?

—La civilización minoica que dominó Creta durante la Edad de Bronce —respondió Gabriel, con la lección bien aprendida.

—¿Qué elementos en común encontramos entre la civilización minoica y la Atlántida?

—Bueno, parece que los minoicos dominaron los mares como los atlantes.

—«Talasocracia» es el término preciso. El historiador Tucídides, el más fiable de la antigüedad, asegura que el rey cretense Minos ejerció esa talasocracia. Existen pruebas arqueológicas, pero ese dominio marítimo también ha dejado huellas en el mito. —Valbuena se volvió hacia Herman—. Una pregunta fácil para usted, señor Gil. ¿Quién era el Minotauro?

—¿No era ese monstruo que tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro?

—Al menos los años no han borrado del todo la pequeña pizarra de su cerebro. ¿Qué comía el Minotauro?

—Carne humana. Los atenienses le mandaban chicos y chicas cada año, o cada nueve años. No me acuerdo muy bien.

—Porque las versiones varían, como suele ocurrir en las tradiciones orales. Lo que está claro es que tanto los atenienses como los demás habitantes del Egeo tenían la obligación de enviar un tributo humano a la isla de Creta. Eso demuestra que los minoicos ejercían un poder casi absoluto en aquella región. En cuanto al Minotauro, debe representar un recuerdo deformado de los ritos taurinos que se celebraban en Creta.

Gabriel recordó las piruetas de Kiru sobre el toro e inconscientemente se llevó la mano al pecho, donde se le había clavado el asta.

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