Atlántida (19 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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Kiru se miró sus propias manos y sus brazos. Su piel seguía tan tersa como en su primer recuerdo, cuando bailó ante el toro. Kiru no envejecía. Gabriel había compartido con ella visiones y momentos a saltos, a veces entremezclados y desordenados. Por eso no se había dado cuenta de la verdad. Pero ¿cómo podía haberle pasado desapercibida a la propia Kiru? ¿Acaso percibía la realidad en fragmentos inconexos como los que le mostraba a Gabriel?

—Tú no eres fruto de mi vientre, Kiru —dijo Unulka—. Llegaste aquí hace años en un barco de mercaderes, y yo te compré para que sirvieras en el templo. Pero cuando bailaste ante el toro con tanta gracia como yo lo había hecho de joven, te adopté como hija.

—Kiru no recuerda lo que dicen tus palabras, madre.

—Lo sé. Hubo un día en que olvidaste que no habías nacido de mis entrañas, y mi corazón se llenó de júbilo, porque siempre te he amado como a una auténtica hija. Mas con el tiempo empecé a recelar que había algo raro en ti. La prueba del tiempo me decía que eras uno de ellos.

«¿Quiénes son ellos?», se preguntó Gabriel. Al parecer, Kiru sí sabía de qué le hablaba su madre, porque no dijo nada.

—Pero mucho me quería engañar yo, y pensaba que los dioses te habían otorgado una larga juventud —prosiguió Unulka—. Sin embargo, aunque me negué a creer la prueba del tiempo, a la prueba de la muerte no puedo resistirme.

Unulka hizo una pausa para tragar saliva. Tenía la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas.

—Tu destino es grande y terrible, hija mía —dijo por fin—. Cuando la Madre Tierra me reciba en su cálida morada, tú seguirás. Cuando reciba también a tus hermanos y los hijos de tus hermanos, tú seguirás.

—Kiru seguirá aquí, madre —respondió Kiru, casi como en una letanía.

—¡No, aquí no, Kiru!

—¿Por qué, madre?

—Tu sitio no está aquí. Debes dejar el Palacio de las Hachas y el país de Widina y surcar el mar hacia las estrellas del norte. Los bienaventurados Isashara y Minos han enviado un barco para que acudas a su lado.

—Kiru tiene miedo.

Unulka la besó en la frente.

—El miedo y la locura son tu destino, hija mía. Debes ir a la montaña de fuego y soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro de la Atlántida.

Clínica Gilgamesh, al norte de Madrid

Cuando abrió los ojos estaba solo. Ya no oía a Kiru ni dentro ni fuera de su cabeza.

El rostro que se apartaba del suyo tras haberlo besado no era el de Unulka, sino el de una mujer con el pelo amarillo que se apoyaba en una muleta.

Gabriel se tocó los labios. La mujer no le había besado en la mejilla, sino en la boca.

—Lo siento —dijo ella, al darse cuenta de que la habían pillado—. Tenías cara de niño bueno.

Gabriel se levantó tambaleándose. De golpe, sentía su cuerpo más grande y pesado, su piel olía distinta y era consciente de dolores en las rodillas y en los hombros que antes no parecían estar ahí.

Se hallaba en la habitación de un hospital. Quería saber la hora. Tenía la cazadora doblada sobre el respaldo del sillón. Buscó el móvil en el bolsillo.

—Tres cuarenta y cinco a.m. Dos de mayo. ¿Cuánto he dormido? —preguntó, mirando desorientado a su alrededor.

—Ha sido algo menos de una hora. Tenías cara de estar muy cansado, así que me daba lástima despertarte. ¿Qué te ocurre? —preguntó la mujer rubia, agarrándolo del brazo—. Gabriel, por favor, me estás preocupando.

—No pasa nada. Déjame un momento.

Gabriel entró al cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara a conciencia. Ignoraba dónde estaba, cómo había llegado allí y quién era la mujer que lo había besado. Sabía que no tardaría en recordarlo, pero algo retardaba el acceso a esos archivos de memoria.

Cuando se miró en el espejo, no estaba muy seguro de qué cara iba a encontrar. Por un momento vislumbró una imagen tenue, como un reflejo en agua turbia. Un semblante de mujer, joven, con el cabello recogido tras las orejas, los ojos verdes y rasgados, los pómulos altos y los labios carnosos. El rostro de Kiru.

Pero aquella visión se esfumó al instante, y en su lugar encontró el rostro de un varón cuarentón, ojeroso y de rasgos afilados al que no le vendría mal afeitarse.

La mujer que le esperaba fuera del baño se llamaba Celeste. Él se encontraba en la clínica Gilgamesh. Había llegado allí para investigar un sueño sobre la Atlántida.

Y lo había encontrado. Pero de una forma mucho más dramática de lo que esperaba.

«Eso no ha sido un sueño», se corrigió. Conocía bien la naturaleza cambiante y tornadiza de los sueños, listaba convencido de que, si se pudieran rodar, las imágenes resultantes serían mucho más anárquicas e incoherentes de lo que la gente solía creer, y apenas podrían obtenerse dos fotogramas seguidos con un mínimo de continuidad.

La prueba más evidente la tenía cuando intentaba leer en sueños, en la típica pesadilla en que volvía al instituto y tenía que contestar un examen que, simplemente, no en tendía: las palabras que formaban las preguntas se retorcían y mutaban sobre el papel convirtiéndolo todo en un galimatías sin sentido que nunca se estaba quieto.

La impresión que le habían dejado las visiones que acababa de tener era muy distinta. Era como asistir a una sesión de cine sensorial, con la particularidad de que había compartido los pensamientos de la protagonista, y también el dolor, la excitación, el miedo, el tacto, los olores e incluso las sensaciones internas del cuerpo, desde el hambre a los movimientos intestinales o, algo mucho más desconcertante para él, las secreciones vaginales.

La experiencia había sido tan intensa, maravillosa y aterradora, que al pronto pensó en contárselo a Celeste. Pero, reflexionando algo más, se dio cuenta de que le convenía que lo sucedido reposara un poco en su mente. Antes de que los demás lo tomaran por loco, quería saber si él mismo se consideraba un chiflado.

—¿Cómo han sido las ondas de Milagros? —preguntó al salir del baño—. ¿Ha hablado?

—Parece que a ratos. No he estado todo el tiempo aquí, pero he dejado el móvil grabando su voz. ¿Te encuentras mejor?

—Sólo estaba un poco aturdido. A veces me pasa cuando me despierto de golpe —dijo Gabriel, mientras se ponía la cazadora. Aunque en la habitación reinaba el calor típico de los hospitales, se había quedado frío—. Por cierto, ¿he hablado yo?

—¿Tú? Tranquilo, no has pronunciado el nombre de otra mujer en sueños, si eso es lo que te preocupa.

—¿He hablado o no?

—Pues que yo sepa no. No entiendo por qué…

—¿Puedes pasarme la grabación de Milagros al móvil?

La anciana seguía durmiendo, pero ahora parecía hallarse en la fase 2 del sueño, con ondas theta y complejos K. Mientras la observaba, Gabriel escuchó algunos momentos de la grabación.

Al oírla, sintió una intensa emoción, y de nuevo tuvo la tentación de contarle a Celeste lo que le había pasado. De pronto las palabras le resultaban familiares. Sabía que las había escuchado en el sueño y notaba que estaba a punto de captarlas. Era como tener algo en la punta de la lengua, pero al revés. ¿Cómo se diría, «en la punta de la oreja»?

—Widina —repitió en voz alta al oírselo a la anciana.

—¿Qué has dicho?

—Nada, nada.

Era uno de los nombres que recibía el país donde vivía Kiru. Y la joven sabía que la Atlántida se encontraba al norte del país de Widina.

¿Dónde se hallaba Widina? El estilo de la ropa, la forma de las columnas del palacio, los frescos que decoraban las paredes, el ritual del toro: todo apuntaba a Creta y a la cultura minoica.

Cruzando el mar hacia las estrellas del norte.
Para Kiru la Atlántida y su montaña de fuego eran un lugar remoto. Pero, por lo que sabía Gabriel de ella, apenas había salido del Palacio de las Hachas en toda su vida. Una distancia de cien kilómetros atravesando el mar podía ser para ella como viajar a la Luna.

¿Qué había al norte de Creta? Santorini y su isla principal, Tera.

El lugar donde trabajaba Iris. El nombre que había leído en su mente. ¿Era Santorini la Atlántida?

Hacía poco más de veinticuatro horas que Gabriel había saltado de la cama, empujado por el pánico que había provocado en él un sueño incomprensible. Desde entonces, todo parecía moverse en el mismo terreno surrealista y onírico. Ahora, mientras escuchaba la grabación y contemplaba aquel rostro devastado por la edad y la demencia, se pellizcó con fuerza el dorso de la mano. La sensación era todo lo real que podía serlo, pero no más que las que había experimentado en sueños. De hecho, era muchísimo menos vivida y dolorosa que la cornada que había desgarrado su seno en el patio del viejo palacio.

De algo estaba seguro. No se había vuelto loco. Gracias a la anciana con Alzheimer, había recibido una visión del remoto pasado.

Una visión de los tiempos de la Atlántida.

Domingo
Pozzuoli, cerca de Nápoles

Eyvindur Freisson amaba los volcanes. Por egolátrico que fuese, ya que el mundo debía terminarse para él, no le parecía mal que se acabara también para todos los demás y que la causa de aquel
Menschendammerung
fueran los monstruos de fuego y lava a los que había consagrado su vida.

Tal como había empezado su relación con los volcanes, su sentimiento hacia ellos debería haber sido de odio. Eyvindur había nacido en Heimaey, una isla de pescadores que medía poco más de diez kilómetros cuadrados y se hallaba a menos de una hora en barca de Islandia.

Una madrugada de enero, cuando tenía dieciséis años, Eyvindur soñó que se precipitaba por un acantilado mientras buscaba huevos de frailecillo. Al despertar, descubrió que se había caído de la cama y que todo el suelo temblaba como si un gigante de Jotunheim sacudiera la casa con sus manazas de roca.

Minutos después, con los ojos llenos de legañas, se encontraba en la calle junto con sus padres y su hermana. Al este de la ciudad, a apenas un kilómetro de su casa, un espectacular penacho de lava incandescente se recortaba contra la oscuridad de la noche. Por lo que supieron luego, en el suelo de la isla se había abierto de repente una grieta de más de kilómetro y medio de longitud que empezó a escupir lava, cenizas y gases ardientes.

Eyvindur se quedó boquiabierto contemplando aquel surtidor rojo. Estaba a más de mil metros de su casa, pero el calor de la roca fundida le llegaba a las mejillas y el fragor de la erupción retumbaba en el aire como diez tormentas juntas. Se habría quedado allí hasta que la lava lo alcanzara, pero su padre lo agarró del brazo y tiró de él.

—¿Estás loco? Tenemos que recoger todo lo que podamos y marcharnos de aquí.

Por suerte, como estaban en pleno invierno y hacía muy mal tiempo, todos los barcos y botes pesqueros de la isla se hallaban amarrados en el puerto. Apenas había pasado media hora cuando la mayoría de los cinco mil habitantes de la isla navegaban hacia Islandia en setenta embarcaciones.

Pero hubo doscientas personas que se quedaron atrás para luchar contra la erupción y salvar la ciudad. Entre ellas se encontraba Eyvindur, que saltó a última hora de uno de los botes, pese a que sus padres le gritaron y amenazaron para que volviera atrás. La mayoría de los ciudadanos que se quedaron en la isla de Heimaey lo hicieron por sentido del deber, por altruismo o por salvar sus propias casas. Pero Eyvindur actuó impulsado por la curiosidad. El espectáculo de los chorros de lava incandescente recortándose contra el cielo lo tenía hipnotizado, y cada vez que un nuevo estampido hacía retemblar la isla la adrenalina despertaba en sus venas un calor tan ardiente como el de la roca fundida.

La lucha contra el volcán fue una tarea épica que en parte fracasó y en parte logró su objetivo. Las mangueras que bombearon más de cinco millones de toneladas sobre la lava consiguieron enfriarla lo suficiente para detener su avance sobre el puerto, la clave de la economía de Heimaey. Pero la erupción destruyó casi cuatrocientas viviendas. La pared de roca candente avanzaba tan inexorable como Elli, la diosa de la vejez a la que ni el gran Thor había podido derrotar.

Cuando la lava llegó al barrio de Eyvindur, éste contempló cómo el techo de su casa se desplomaba y las paredes de madera ardían. Pero, en vez de llorar como tantos otros, se quedó fascinado ante aquella demostración del poderío de la Tierra y de la fragilidad del hombre. Mientras perdía su hogar, se juró a sí mismo consagrar su vida a aquella maravilla que al mismo tiempo que destruía, también creaba: cuando la erupción terminó en julio, la ciudad había perdido la tercera parte de sus casas, pero la isla medía dos kilómetros cuadrados más.

Tras terminar sus años de
framhaldsskóli,
Eyvindur estudió Ciencias de la Tierra en Islandia y después se especializó en Seattle, donde presenció y sufrió la erupción del Si. Helens, una experiencia que consideraba uno de los mayores privilegios de su vida.

Para él no había lugar mejor que las cercanías de un volcán. En Hawaii había dormido junto al Halema'uma'u de Kilauea, y en el Congo había trepado hasta el lago de lava ardiente de la cima del Nyiragongo. En 1991 había estado en la erupción del monte Unzen, en Japón, y sólo por cuestión de minutos se había salvado de la nube ardiente que mató a dos de sus ídolos, los vulcanólogos franceses Katia y Maurice Krafft.

Eyvindur siempre había pensado que el destino le reservaba morir en una erupción, igual que los Krafft. Pero ahora empezaba a sospechar que no sería así. Cuatro semanas antes le habían diagnosticado un tumor cerebral. El nombre de aquella hidra maligna era «glioblastoma multiforme». Eyvindur le había pedido a la doctora una opinión sincera.

—Con su edad, la esperanza de vida media es de siete meses.

—¿Y con tratamiento?

—El plazo que le he dado es con tratamiento. Sin él, es posible que muera antes de tres meses.

Después de informarse de todas las opciones, Eyvindur había decidido que no se sometería a una operación. Si había de morir, prefería hacerlo con el cerebro intacto, sin verse reducido a una silla de ruedas y, sobre todo, sin perder los recuerdos que había atesorado persiguiendo volcanes por todo el mundo. Por eso se las había ingeniado para conseguir una cápsula de cianuro que llevaba siempre encima.

Ahora abrió la cajita donde la guardaba junto a las pastillas de viagra y la revolvió entre los dedos. «Siempre hay tiempo para morir», pensó. Pero sabía que no era así. Lo malo de las enfermedades que afectan al cerebro es que es el propio cerebro el que sufre sus efectos y a la vez debe detectarlos. ¿Y si su mente se deterioraba sin que él lo percibiera y llegaba a un punto sin retorno en el que no ya no tendría el valor ni la lucidez necesarios para ingerir el cianuro?

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