Ellen asintió con vehemencia, clavando sus ojos ansiosamente en los míos.
—De modo que me llamaste una vez —dije—. ¿Por qué me llamaste?
—¿No… no se te ocurre ningún motivo, Brownie?
—Seguro, porque tenías una moneda.
La sonrisa se esfumó y, en su lugar, se instaló una expresión hosca. Luego esta expresión se desvaneció, sin llegar a desaparecer, y la sonrisa —la apariencia de la sonrisa— volvió a su sitio.
—Tal vez… supongo que tienes derecho a hablarme de ese modo. Pero… ¡piensa en mí, querido! Yo no he hecho nada, y…
—¡No has hecho nada! —exclamé en tono de burla—. No tenías necesidad de hacer nada. Yo era un novato cuando me casé contigo. Nunca había estado en ninguna parte y tampoco había visto nada. Cuando lo hice, abrí los ojos. Y vi que estaba casado con una maldita estúpida con un huevo frito en lugar de cerebro.
—¡Maldito bas…! ¡Oh, Brownie, no lo hagas! No, cariño. No pensarás…
—Que me cuelguen si no he visto mejores nalgas en una mula.
Ellen tartamudeó y farfulló, tratando de maldecirme y pedirme perdón al mismo tiempo. Tratando de reprimir su ira. Toqué sus puntos sensibles. Ella no había recibido gran cosa en materia de educación. Sus nalgas trataban de escabullirse.
—¡Me haces arder de furia! Tu…
—Yo no —dije—, sino esa calentura tuya. ¿Recuerdas aquel poema que te dediqué?
—¡Tienes razón, lo recuerdo! De todas las cosas sucias…
—Por cierto, ¿qué hiciste con el resto de aquellos sonetos? Estaba pensando que, quizá, te gustaría tenerlos autografiados.
Me dijo lo que había hecho con ellos. Algo un tanto indecoroso pero completamente práctico.
—¿No se quemaron?
—Me pones furiosa… ¡Eso es! ¡Quédate sentado ahí y ríete! Tú eres el responsable de todo lo que ha pasado. ¿Por qué no te ríes de eso?
—¡Jesús! —exclamé—. ¡En qué monstruo te has convertido! ¿Los chicos hacen que te cubras la cabeza con una bolsa?
Iba muy bien. Ella se ponía cada vez más furiosa. La había engañado, y si conseguía seguir por ese camino… ella viviría.
—Yo…
Ellen comenzó a llorar.
Lo había hecho muy pocas veces, llorar de verdad. Había crecido en circunstancias muy difíciles y nunca había adquirido el hábito de llorar. Pero, en esas raras ocasiones en que lo hacía, superaba todos los límites. Lloraba como la niña que nunca había sido.
No se cubrió el rostro con las manos, y lo tenía fruncido y enrojecido, con los ojos fuertemente cerrados. De su nariz salía agua. Y tenía la boca tan abierta que se le podían ver las amígdalas.
Traté de reírme, pero no pude. Abrí la segunda botella y le pegué un buen lingotazo, y no me hizo ningún bien. Siempre me había afectado verla llorar. Y ahora también.
Tú no tienes la cabeza en las nubes, Brown, pensé. Tienes los pies de arcilla y los arcos se te están venciendo…
Bebí otro trago. Me aferré a los apoyabrazos del sillón.
—Escúchame. Escúchame, maldita seas. No tiene sentido que…
Y ella temblaba y sollozaba.
—Has… has herido mis sentimientos…
Y, súbitamente, me encontré en la cama con ella, secándole los ojos con mi pañuelo, pidiéndole, diablos, que se sonara la nariz. Y ella temblaba y contenía las lágrimas.
—Es… está bien, Brownie. Lo… lo haré.
Se aferró a mí, tiritando a causa de mi humedad, pero aferrándose con más fuerza cuando traté de separarme de ella. Se acurrucó en la cama, atrayéndome hacia ella, escondiendo y frotando su cabeza contra mi hombro.
Después de un momento, dijo:
—¿Cariño…?
—Sí —dije.
Otro silencio. Y luego:
—Sé lo que… lo que pasó. No sé por qué no lo imaginé al principio, porque tú no podías ser cruel con nadie y…
—Está bien —dije—. Lo sabes.
—Cariño, ¿por qué no me lo dijiste? Para mí no hubiese supuesto ningún cambio. En un matrimonio hay muchas más cosas que… que eso.
—Mucho más —dije—. Una casa es más que un techo, pero sería muy poco práctico vivir sin uno. Te mudarías de una habitación a otra y todas estarían muy bien… pero no valdrían ni un céntimo. Finalmente, tendrías que mudarte de casa.
—¡Tú no puedes saberlo! ¡No puedes estar seguro! ¿Crees que esto es mejor?
—No tiene por qué ser así. Esperaba que volvieras a casarte.
—¡No puedo hacerlo! ¿Có… cómo podría hacerlo si aún te amo?
Mis manos temblaban sobre su espalda desnuda. Tenía que seguir adelante, pero sabía que era inútil. Ella era una niña, llorando por una muñeca rota, rechazando obstinadamente cualquier otra nueva.
—Mira —dije—. Escúchame, Ellen. Mucha gente pensaba que yo era un tipo listo. Tú siempre lo pensaste. ¿Has cambiado de idea?
—No, Brownie, pero…
—¿Acaso no he sido siempre bueno contigo? ¿Acaso no he hecho siempre lo que era mejor para ti? Contéstame. ¿No es así?
—Sí.
—¿Por qué crees que lo hice de esta manera? ¿Crees que ha sido fácil para mí, ridiculizándote, destruyendo todos los vínculos que nos unían para que pudieras formar nuevos vínculos con otro hombre? ¿Crees que fue algo que se me ocurrió impulsivamente?
—Por supuesto que no, cariño, pero…
—Lo pensé durante semanas. Estudié informes de cómo había sido en casos similares. Lo hablé con dos psiquiatras de primera. Les conté cómo eras tú… cómo éramos los dos, y…
Echó la cabeza hacia atrás.
—¿Cómo era yo? ¿Cómo se supone que soy yo?
—No —dije—. No comencemos otra pelea. Les dije la verdad, que no eras una ninfómana, pero que estabas muy lejos de ser una mujer frígida. Les dije que tú siempre… Bueno, dejémoslo. En realidad no podía hacer otra cosa, pero hice lo mejor que pude.
—¡Y mira lo que has conseguido!
—De todos modos, hubiese ocurrido exactamente lo mismo, pues no eres capaz de enfrentarte a los hechos. Si te hubiera dicho la verdad, las cosas no hubieran sido diferentes. Tú…
—Podríamos haberlo intentado, ¿no crees? ¿Cómo puedes saber lo que hubiera pasado si ni siquiera lo intentamos? ¡Tú no lo sabes todo! Tú… Oh —dudó por un momento y pude oír que tragaba con esfuerzo—, Brownie, ¿es… es demasiado tarde? ¿No quieres volver conmigo, ahora, después de lo que yo he…?
La besé en la frente, preguntándome en abstracto por qué los más débiles de nosotros parecemos estar sometidos siempre a una enorme tensión. El bien y el mal: ¿existían realmente esas cosas o había solamente fuerza y debilidad? ¿Acaso un coche era malo porque se había convertido en chatarra? ¿Una mujer era mala si se había convertido en una ramera?
—Brownie… ¿es ésa la razón por la que…?
Volví a besarla.
—Tú no has hecho nada —dije—. Absolutamente nada.
—¡Intentémoslo, Brownie! Sinceramente, ¡no me importa nada! De verdad, no me importa. Tendremos esas charlas divertidas entre nosotros, podrás leerme al anochecer y… y quizá ¡logremos que esa gente nos devuelva a Skipper! O podemos comprar otro perro. Incluso podríamos adoptar un niño, querido, y sería como si…
—No —dije—. Por el amor de Dios, ¡basta!
Pero ella no se calló. Continuó hablando, insistiendo una y otra vez con ese estribillo, serio, lacrimógeno, ridículo, enloquecedor: ¡Te lo prometo, cariño! ¡Para mí no habrá ninguna diferencia! Mi corazón comenzó a latir al ritmo del estribillo. La sangre rugía y atravesaba velozmente mi cerebro, marcando el compás.
—¡Brownie! —exclamó—. ¡Brownie!
Regresé desde un lugar remoto. Un lugar donde todos los senderos rectos se hallaban bloqueados y todo se movía tangencialmente.
La voz de Ellen era firme.
—¡Debes entenderlo, Brownie! ¡Debemos acabar con esta locura ahora mismo! Nos necesitamos mutuamente, y vamos a tenernos el uno al otro. Lo he intentado a tu manera. Ahora tú vas a hacerlo a mi manera. Voy a… ¡voy a curarte, Brownie!
—Pon todas las cartas sobre la mesa —dije.
—Yo… ¿cartas?
—Una carta, entonces. Lem Stukey. Hago lo que dices o, si no, te pones difícil. Me consigues a mí o tienes una pequeña conversación con Lem.
Echó la cabeza hacia atrás y me miró fijamente mientras fruncía el ceño.
—Yo no… no te entiendo. ¿Qué es lo que…?
—Él ha estado en contacto contigo, ¿verdad? ¿Fue él quien te envió la pasta para que pudieras venir?
—Bueno… él… él… —Se ruborizó—. Bueno, él sólo ha sido amable conmigo. Sólo porque le caigo bien.
Me eché a reír.
—Bueno… él era… ¡él lo hace! —gritó—. ¿Qué tiene de divertido?
—Nada —exclamé—. Pero es un trato, ¿verdad? Debes decírmelo, sabes. No puedes amenazar sin mostrar con qué estás amenazando.
—Pero yo no he… —se interrumpió y permaneció en silencio unos momentos—. Yo… cómo podría yo amenazarte, con qué —dijo casi con pudor—. No es ningún delito. No podías hacer otra cosa…
—Sabes de qué estoy hablando —dije—. Tú sabes cómo soy. Y sabes cómo es el negocio de los periódicos. Es un mundo cerrado; no hay ningún lugar en el que no te conozcan. Ponlo en palabras sencillas. Ponte en mi lugar. ¿Cuánto tiempo podrías vivir en un mundo donde todos supieran que ya no tienes tu pájaro?
—¡Brownie! Eso es…
—Quieres decir que es divertido —dije—. Seguro que lo es.
»Incluso podrías descubrir que los médicos y enfermeras del hospital se ríen de ello. Sabes muy bien que no podría soportarlo. A lo mejor ni siquiera sabes que podría no tener la oportunidad de soportarlo, porque hay cientos de lugares donde no me darían trabajo. Y es así; lo he sacado directamente de las historias clínicas. Te temen. Se imaginan que no eres un tipo normal.
—Pero… ¡escúchame, Brownie! Yo…
—Es con eso con lo que me estás amenazando —dije—. Lo haces tú o dejas que sea Lem quien lo haga. Me tendrá para siempre bajo su pulgar. Me quitarías lo único que me queda, el pequeño orgullo y la integridad que me sirven de excusa para seguir viviendo. Me amas —no puedes amar a nadie más, eso has dicho— ¿y me harías eso a mí?
—¡No! —Me aferró con desesperación—. No, no lo haré, Brownie, no tendré que hacerlo porque… No, ¡no lo haré, cariño!; ¡no sé en qué estaba pensando! Sólo ha sido una especie de sentimiento de soledad y desesperación y… —su voz se quebró.
Después de un momento, añadió a modo de reproche y con un asomo de ira:
—Después de todo, yo podría conseguir el divorcio por esa causa. Y eso sería mucho peor, ¿no crees?
¿Lo veis? Ella no sabía lo que iba a hacer. ¿Cómo, entonces, podía hacerlo yo?
—Sí —dije—. Eso sería mucho peor. No conseguirías ese montón de billetes que podrías sacarle a Lem.
—Yo… Tienes toda la razón en hablar de él —dijo—, después de la forma en que has actuado. Tú eres quien siempre está difamando a la gente. Y aunque se lo dijera, qué te hace pensar que él…
—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Qué estás diciendo, Ellen? Primero, no tienes nada para amenazarme. Luego, tienes algo, pero no piensas utilizarlo. Por último, piensas utilizarlo, vas a contárselo a Lem, pero él no hará nada al respecto. Todo lo que dices no tiene sentido y…
—Oh, ¡seguro! —dijo, con evidente malhumor—. Tú eres un genio y yo soy una imbécil. Bien, tal vez no sea tan tonta como tú piensas.
—Dejémoslo. Es inútil —dije.
—Todo lo que podría conseguir de Stukey no sería suficiente. ¡Después de todo lo que he pasado!
—No —dije—. No sería suficiente.
Me incorporé y descorché la botella. Bebí un trago, tapé la botella y busqué un cigarrillo. Naturalmente no tenía ninguno que estuviera seco. Estaban en el coche. Cogí uno del paquete de Ellen y lo encendí.
—Brownie… —Ella también se enderezó, a medias, con las piernas dobladas debajo del cuerpo.
—¿Sí? —pregunté.
—Tú sabes que no haría eso, ¿verdad? —Me sonrió abiertamente—. Es como tú dices: ¿cómo podría hacerlo si te amo tanto? Pero, ¡oh, Brownie! ¡Volvamos a empezar! Por favor, cariño. No habrá ninguna diferencia, y aunque la haya, será mucho mejor que esto. No puedo seguir…
—No —dije—. No puedes y no lo harás.
Y estrellé la botella contra su cabeza.
Me quedé mirándola, mientras mi cabeza navegaba y yo me tambaleaba lentamente sobre mis pies. La humedad y el esfuerzo y la larga conversación me estaban desembriagando, y cuando estoy sereno me emborracho. Más borracho de lo que podría ponerme cualquier cantidad de whisky. Toda mi seguridad había desaparecido, y los diez mil fragmentos de un insano puzzle estaban esparcidos al viento.
Ellen estaba tirada, sacudiéndose ligeramente y gimiendo, con la cabeza y los hombros hundidos entre las rodillas, los muslos formando una curva tangencial con las piernas. Un signo de interrogación. Ella era una pregunta y debía ser contestada.
¿Había sido necesario?
¿O lo había hecho porque quería hacerlo?
¿Acaso cada movimiento que yo hacía, como Dave Randall había afirmado airadamente en una oportunidad, estaba destinado a extraer algún pago del mundo por el infierno en que vivía? ¿Había tratado de destruir de a poco y, habiendo fracasado en mi propósito, había asesinado fríamente?
Era una pregunta interesante. Era algo para pensar en esas largas tardes de lluvia.
Bebí otro trago.
La terrible sobriedad-borrachera, con sus terribles preguntas, comenzaba a disiparse. Me deslicé hacia el mundo marginal. Así eran las cosas, sin vueltas.
Sin embargo, resultaba muy duro dejarla así. Había que hacer algo, algo pequeño. Algo que ella siempre había deseado, tal vez sin ser plenamente consciente de ese deseo.
Sólo podía pensar en una cosa.
Cubrí con la sábana su cuerpo semiconsciente. Abrí la botella de whisky y vertí el contenido sobre la sábana. Cogí algunas cerillas y las encendí.
—Tú lo decías —dije—. ¿Recuerdas, Ellen? Siempre decías que yo te ponía furiosa
[1]
.
Y dejé caer las cerillas.
Afuera aún estaba oscuro, seguía lloviendo torrencialmente, pero el viento había amainado y lo peor de la tormenta parecía haber pasado ya. Empujé el bote hacia la bahía y salté adentro. Comencé a remar. Y luego, lentamente, dejé que los remos se deslizaran de mis manos, alejándome a la deriva, en medio de la oscuridad… Dejemos que sea el bote quien decida el rumbo, pensé. Dejémoslo en manos del océano. Ellos me trajeron aquí; ahora pueden llevarme de regreso. O no hacerlo. Me lavo las manos de toda responsabilidad.
Me recosté sobre los bancos de bogar y dejé que mis dedos rozaran el agua. Cerré los ojos, sintiendo la oscilación del bote, que giraba y giraba suavemente a medida que se adentraba en la bahía. Durante un rato, todo fue apacible, muy tranquilo. Yo no había tenido nada que ver con nada y ahora tampoco. Era un hombre que cumplía órdenes, perspicaz, de mente clara, y si esas órdenes me habían llevado a…