Finalmente llegué a la conclusión de que no estaba bebiendo lo suficiente y que, en lo sucesivo, debería mostrarme más cuidadoso en ese sentido.
Cuando me senté frente a mi escritorio, Dave Randall me miró nerviosamente. Tom Judge movió la cabeza y me indicó que había llegado el señor Lovelace.
—Brownie —musitó, inclinándose hacia adelante—, ¡deberías haber visto la muñeca que le acompañaba!
—¡Caramba! —exclamé—. Aunque me duela hacerlo, tendré que informar de ello a la señora Lovelace. No se debe jugar con los votos sagrados del matrimonio.
—Chico, ¡por alguien así bien podrías chivarte a mi esposa!
—Dame una oportunidad —le dije seriamente—, y lo haré.
En cuanto a las noticias, era una mañana como cualquier otra. Escribí una historia sobre la Exposición Anual de Flores y otra sobre la Convención de Lecheros del condado. Luego reescribí un par de historias llegadas por el servicio cablegráfico y aproveché algunos datos para mi columna. Ésa era la clase de cosas —y casi la única clase de cosas— que publicaba el Courier.
El señor Lovelace fruncía el ceño ante lo que él llamaba la «versión negativa» de la historia. Le gustaba afirmar que Pacific City era «la comunidad más limpia de América», y era muy propenso a sospechar de la credibilidad de aquellos reporteros que presentaban evidencias en sentido contrario. Yo hubiese podido hacerlo y salir bien parado. Por razones que más adelante resultaron obvias, yo ocupaba un lugar preferencial dentro de la «familia feliz del Courier». Pero por el momento me sentía satisfecho con este status quo y no competía con nadie. Hacía ya muchos años que ningún periodista importante solicitaba trabajo en el Courier de Pacific City.
Cuando hube acabado la última historia, empecé a experimentar esas punzadas de náusea mental que siempre anuncian la llegada de mi musa. Sentí la urgencia de aumentar el contenido de mi inacabado manuscrito: Vómito y otros poemas.
Puse una hoja en la máquina. Después de algunos titubeos preliminares, comencé a escribir:
Las vidas de los grandes hombres,
sus vidas en conjunto
parecen un truco hediondo y cósmico.
Coged mi parte. Yo tomaré un vaso
(no una tacita… tiene que darme un trancazo) de alcohol.
No era bueno. Definitivamente, no estaba a la altura de Ornar, o, tal vez, debería decir Fitzgerald. Intenté otro poema:
Consciente, mi sobrio huésped
Roba la cálida manta de mi litera
(Estoy hundido, hundido, hundido).
Déjame ser como un impotente usurpador
De cosas que puedo coger cuando estoy borracho.
Muy malo. Mucho peor que el anterior. Usurpador… ¿qué clase de palabra era esa? ¿Y cuándo estaba yo realmente borracho? Y la desgraciada, la gimoteante autocompasión que rezumaba ese hundido, hundido, hundido…
Arranqué la hora de la máquina y la arrojé a la papelera.
Tampoco lo hice demasiado deprisa.
El señor Lovelace se encontraba a menos de dos metros de distancia. Se dirigía a mí y la «criatura» que Tom Judge había mencionado antes estaba con él.
No lo sé. Nunca sabré si ella era un poco dura de mollera, un poco tonta, como sospeché a primera vista, o si simplemente era imprudente, extraordinariamente franca, indiferente a lo que hacía o decía. Aún no lo sé.
Le ofrecí al señor Lovelace una amplia sonrisa, incluyéndola a ella al final. Le felicité por su editorial del día anterior y le pregunté si había perdido peso, admirando la nueva pajarita que llevaba.
—Me gustaría tener su gusto, señor —dije—. Supongo que es algo con lo que se nace.
No, no estoy exagerando. Indudablemente parece que lo estoy haciendo, pero no es así. A él no se le podía engañar. Por bueno que fuese el cumplido, nunca estaba a la altura de lo que él pensaba de sí mismo.
Agoté mis adjetivos y él quedó rebosante de alegría, balanceándose sobre los talones, asintiendo en dirección a la mujer como si dijera: «He aquí un hombre que sabe lo que se hace». Incluso cuando ella se echó a reír, el señor Lovelace no entendió por qué.
La miró levemente sorprendido. Luego, el color volvió a su rostro y sonrió tontamente.
—Acabo de contarle una pequeña historia a la señora Chasen. Una especie de golpe retardado, ¿verdad, señora Chasen?
Ella asintió, cubriéndose la boca con un pañuelo.
—Lo… lo siento… pero…
—No hay nada que usted deba lamentar. Le pasa a la gente a menudo… Por cierto, señora Chasen, éste es el señor Brown, de quien le he hablado. Acompáñenos, ¿quiere, Brown?
Les seguí a la sala de recepción.
—La señora Chasen —me explicó— es una querida amiga nuestra… de la señora Lovelace y también mía. Desgraciadamente… no esperábamos su visita y la señora Lovelace se encuentra fuera de la ciudad, y… bueno… usted conoce mi situación, Brown.
—Ocupado cada segundo del día —me apresuré a decir—. No dispone ni de un momento para él. Tal vez no me corresponde a mí decirlo, señora Chasen, pero en Pacific City no hay un hombre más ocupado que el señor Lovelace. Toda la ciudad depende de él. Como él es fuerte y sabio, ellos…
Ella se echó a reír nuevamente, observándole con los ojos entrecerrados y sin parpadear. Y era una risa agradable de escuchar, a pesar del matiz de desprecio que encerraba. Y la forma en que la hacía temblar —lo que temblaba— era muy reconfortante a la vista.
El señor Lovelace esperaba, sonriendo, naturalmente, pero echando nerviosas miradas hacia el reloj del vestíbulo.
—De modo que si usted, señor Brown… puede hacerse cargo —continuó—. Ya sabe, se trata de mostrarle a la señora Chasen nuestros lugares de interés, y… servirle de anfitrión, ¿eh?
Yo sabía a qué se refería. Y sabía exactamente quién era la señora Chasen. Era una conocida de él y de su esposa, quizás una amiga de algún amigo de ellos. Y, como tal, no podía quitársela rápidamente de encima. Pero ella no era ciertamente una querida amiga. No lo era, porque la señora Lovelace no se encontraba fuera de la ciudad y él, el señor Lovelace, estaba tan ocupado, como tan a punto de reventar los calzones de una vieja solterona.
Una excursión categoría C. Se suponía que era eso lo que la señora Chasen recibiría. Un paseo por la ciudad, uno o dos tragos, una comida en un lugar no demasiado caro y un firme empujón para meterla en el tren.
—Entendido, señor —le dije—. ¡Le enseñaré a la señora Chasen lo que queremos decir cuando hablamos de Ciudad Amistosa! Déjelo todo de mi cuenta, señor Lovelace, y no se preocupe por nada. Usted tiene demasiadas cosas que hacer.
—Bien… excelente, Brown. Ah, y no se moleste en regresar hoy a la oficina. Tómese el día libre. Puede recuperarlo en otro momento.
—¿Lo ve? —Me volví hacia la señora Chasen extendiendo las manos—. ¿Puede extrañarle a alguien que amemos al señor Lovelace?
—Salgamos —dijo ella—. Necesito un poco de aire fresco.
Si hubiese sostenido un vaso con agua sobre la cabeza, no hubiera derramado una sola gota al saludar al señor Lovelace. Se volvió bruscamente y se dirigió hacia el ascensor.
La estudié lo mejor que pude mientras enfilábamos hacia la calle. Y lo que vi me gustó, pero no podría decir por qué me gustó.
No era ninguna jovencita… rondaba los treinta y cinco. Examinando cada uno de sus rasgos, resultaba ser cualquier cosa menos bonita. El pelo grueso, color maíz, unido detrás de la cabeza en una cola de caballo; ojos verdes que cambiaban ligeramente de color en el centro; la boca un poco demasiado grande. Tomadas de una en una, todas sus partes eran imperfectas, pero cuando se las unía, el efecto del resultado era demoledor como un puñetazo. Había algo dentro de ella, una especie de plenitud, de vitalidad, que se extendía y te atrapaba.
Cuando salió del ascensor, vi que vacilaba ligeramente, sus tobillos eran demasiado finos y las pantorrillas más largas de lo normal. Pero en ella todo estaba bien, nada desentonaba. Caminaba delante de mí, las grandes caderas balanceándose junto a una cintura demasiado delgada… ¿o era la delgadez de la cintura la que hacía que las caderas parecieran grandes?
Una cosa era segura: no había absolutamente ningún error en el saldo bancario de la señora Chasen. No, a menos que ella hubiese embaucado a Saks, de la Quinta Avenida, y a I. Magnin.
Llegamos a la acera y la cogí del codo. Ella se volvió y me miró a la cara.
—Señor Brown —preguntó—, ¿ha estado bebiendo?
—Pero —dije, apartándome un poco—, qué le hace pensar eso…, ¿por qué me lo pregunta?
Yo no sabía qué decir. La pregunta me había sorprendido con la guardia baja y todavía no podía determinar si ella era estúpida o sólo aparentaba serlo.
Como digo, nunca pude saberlo.
—Es demasiado temprano para beber —dije evasivamente.
—No para mí —dijo ella—, considerando las circunstancias. Voy a tomar un trago, señor Brown. Varios tragos, en realidad. Y usted puede venir conmigo o no, como le guste. En lo que a mí concierne, usted y su querido señor Lovelace…
—¡Basta! —exclamé—. Tonterías, señora Chasen. Usted acaba de pronunciar una palabra muy desagradable, y sólo se puede hacer una cosa. Tendremos que lavarle la boca.
—¿Qué? —rió nerviosamente—, ¿qué dice…?
—Venga, señora Chasen —dije—. Acompáñeme al Club de la Prensa.
Puse cara de Charles Boyer y ella volvió a reírse. Pero sin nervios. Más bien, pensé, con hambre.
—Bien, ¡vamos! —dijo.
En el reservado se inclinó hacia atrás, los ojos verdes arrugados y chispeantes de risa, los pechos temblando y sacudiéndose debajo de la blusa blanca. Yo solía imaginar pechos como esos, pero nunca pensé que viviría para verlos. Consideraba que esos pechos eran, bueno, ya sabéis, físicamente irreales. Algo que luce maravillosamente en un anteproyecto, pero que resulta imposible de conseguir.
Sólo era una apariencia, como solía decir el señor Lovelace. Sí, señor, y aquí estaba la prueba. No había problema que fuese demasiado grande para el genio y la pericia americanos.
—¡…Eres un loco, Brownie! ¿Siempre dices esas cosas tan absurdas?
—Sólo con aquellas personas que amo, Deborah. Sólo contigo y el señor Lovelace.
—¡Lo has dicho, Brownie! ¡Ahora lo has dicho!
—Es verdad —reconocí—, y recibiré mi castigo sin que se me mueva un pelo… ¿Ejercicio de formación cerrada?
—¡Con una andanada, Brownie! ¡Una gran andanada!
—Jake —llamé—, adelante con la artillería.
Tal vez ella no se había mostrado muy discreta, pero tenía derecho a estar enfadada con el señor Lovelace. Su último marido, de avanzada edad, «era un buen hombre, Brownie; yo le apreciaba mucho», había sido petrolero. Los Lovelace les habían visitado varias veces en su casa de Oklahoma. Luego, hacía seis meses, su esposo había muerto y ella se encontraba con una gran suma de dinero y un montón de tiempo libre con el que no sabía qué hacer… Dinero y tiempo, además de la creciente sospecha de que ya no gozaba de alta estima en los círculos que antes había frecuentado. («¿Y por qué no, Brownie? Yo fui buena con él. Le atendí durante diez años»)
Ella se había defendido; había devuelto dos desaires por cada uno de los que había recibido. Pero siempre pierdes en ese juego, aun cuando ganes. No hay ninguna satisfacción en él.
Finalmente, había empezado a viajar —ahora se encontraba de camino hacia la Riviera— y hoy se había apeado en Pacific City. Y Lovelace, naturalmente, se la había quitado de encima rápidamente. («Pero estoy contenta de haberme detenido aquí, Brownie. ¿Sabes?») Estaba terriblemente sola, aunque no era de esa clase de personas que lo admiten fácilmente. Lo más probable era que siempre estuviese sola. Porque su actitud —cualquiera que fuesen sus motivos— no era precisamente la de quien gana amigos e influye sobre la gente.
Tuve el presentimiento de que incluso se había metido debajo del pellejo de Lovelace.
Eché un vistazo a mi reloj y luego la miré a ella. Hasta ahora toleraba los tragos bastante bien. Pero todavía faltaban cuatro horas para que saliera su tren, ya que pensaba tomar el de las 4.15 a Los Angeles. De modo que me pareció una buena idea que comiésemos algo.
Cogí un menú, le di vuelta y lo deslicé sobre la mesa.
—Para mí —dijo—, un bocadillo caliente de pavo con puré de patatas y espárragos con mantequilla.
Asentí.
—Eso suena bien… Dime, ¿cómo sabías que estaba en el menú?
—Lo leí.
Sonrió, satisfecha consigo misma, como si fuese una niña.
—¿Con el menú al revés? ¿Y desde donde estás sentada?
—Uh-huh. Mis ojos son una mar… quiero decir que tengo una vista excelente.
—En este caso —dije—, hubiera sido mejor que pidieses el bistec. Serás la única persona en la historia capaz de ver un bistec del Club de Prensa.
Los dos comimos bocadillos de pavo. Le compré una botella a Jake y sacamos mi coche del aparcamiento.
—¿Adónde vamos, Brownie? —preguntó. Y luego, antes de que pudiese contestarle—: Sé algo de ti.
—Me lo temía —dije—. Sí, oficial, tiene a la persona indicada. En realidad soy Tinka Nariz de Lata, exterminador de hembras de insectos.
—Estás triste.
—¿Y cómo no iba a estarlo con semejante nombre?
—Lo sé. ¿Quieres saber cómo lo sé?
—Ya te lo he dicho.
—¡Loco! —Se rindió—. ¿Adónde has dicho que vamos?
—Bueno, tenemos bastantes lugares de interés. Oculta en el sótano de la biblioteca pública se halla la colección más grande de artefactos indios del sureste del condado de Pacific. Tienen un metate que te hace picar terriblemente las manos, y…
—¡Bah!
—Estás atenta al mil por ciento, D.C., y déjame ser el primero en felicitar al nuevo entrenador de nuestra división. Bah… ¿Qué te parece un hijo de puta? ¿Te gustaría ver al hijo de puta más grande del mundo, Deborah?
—Pensaba que ya lo había visto esta mañana.
—¡Muy aguda! Pero este tipo es de otra clase. Es nuestro jefe de Detectives, y… ¿estás aburrida?
No lo estaba, obviamente, y lo digo con toda modestia: se sentía muy feliz en compañía de un servidor.
—Bueno —afirmé—, tengo que llevarte a algún sitio. Me pedirán cuentas por mi tiempo. ¿Qué te parece una visita al asilo de animales de la ciudad?
—¿Asilo de animales? —Frunció la nariz—. ¡Doble bah!
—Es un paseo largo y agradable —dije con indiferencia—. Está en el campo. Creo que disfrutarías.