¡No, no, no! Era estúpido. Seguramente Lem ya había pensado en ello. Cruzar a pie hubiese sido incluso más peligroso que en coche. Y en cualquier caso, ¿cuál hubiese sido el propósito de esa acción? ¿Qué podría haber esperado conseguir él —Dave Randall— con ello? ¿Cogerme en ese lugar, tal vez? ¿Entrar después de que yo me hubiera ido y… y…?
Y nada. No tenía ningún sentido. Era imposible. Carecía absolutamente de cualquier fundamento. ¿Cómo diablos había empezado a pensar en esas cosas? ¿Por qué insistía en pensarlas?
Un taxi había cruzado la frontera. Había unos bajos sumergidos que unían la isla con tierra firme. Y ese imbécil de Tom Judge había dicho que Dave la tenía tomada conmigo… Eso era todo lo que yo tenía. Los bajos, el taxi y la retorcida imaginación de Tom, un tío que siempre estaba tratando de crear problemas, dividiendo el mundo en amigos y enemigos, uniéndose primero a unos y luego a otros. Y además de eso… a pesar de que yo sabía quien había matado a Ellen…
¿Pero lo sabía? Ella se había levantado después de que yo me marchara de la cabaña. Alguien había limpiado el lugar de huellas dactilares. Ella había muerto por asfixia, no por…
De pronto, me eché a reír a carcajadas. Me reí tanto que el whisky se derramó del vaso. Porque, finalmente, pude recordar y me sentí casi como un estúpido con el alivio.
Dave había estado en su casa aquella noche. Stukey le había llamado allí y luego Dave me había llamado a mí. Todo había estado sucediendo al mismo tiempo, y supongo que yo había estado a punto de perder la chaveta, pero ahora lo recordaba. Dave había estado en casa. El coronel había estado en el seno de su familia, jugando con los pequeños sobre sus rodillas, mientras su tierna mujercita canturreaba una canción.
Me quedé bebiendo y pensando, meditando inútilmente, tratando de ordenar mis sentimientos con respecto a Dave. Eran muy confusos.
En cierto sentido, me caía bien; sentía pena por él. No obstante, había otra parte de mí que le odiaba, que estaba decidida a hacerle sufrir para siempre por lo que me había hecho. Yo quería que se mantuviera al margen de los problemas por dos razones. Porque me gustaba… porque le odiaba. Era un tipo agradable… y yo quería que se quedara exactamente donde estaba. Donde yo pudiera encontrarle, controlarle, día tras día hasta que…
No lo sé. Resulta muy difícil explicar nuestras emociones. Es difícil detener una historia en un punto determinado y analizar objetivamente los sentimientos, explicar por qué son así y por qué no son de otra manera. Personalmente, creo firmemente en la exposición técnica como opuesta a la declarativa. No resulta especialmente útil cuando se la emplea sobre una base improvisada pero, con el tiempo, funciona invariablemente. Si estudiamos los actos de un hombre, detalladamente, sus motivos se vuelven muy claros.
El domingo viajé a Los Ángeles y me alojé en el Club de Prensa. El agente funerario de Pacific City movió sus nalgas, el de Los Ángeles hizo lo mismo, y el funeral se celebró a última hora del lunes.
Fue un bonito funeral. Stukey y los Randall enviaron flores, y también el señor Lovelace y los chicos del Courier. Los muchachos de la prensa que yo conocía en Los Ángeles compraron un par de grandes ramos y había también una corona gigante sin tarjeta. No pensé mucho en ello. Se me ocurrió que la había enviado el ayuntamiento de Pacific City y que la tarjeta se había perdido.
En la procesión del funeral había cuatro coches de la prensa. Los chicos estaban trabajando, puesto que la historia seguía siendo noticia. Tenían que tomar algunas fotografías y hacerme un par de preguntas acerca del asesino, suficiente para rellenar unos párrafos. Pero yo conocía a la mayoría de ellos y su compañía me hizo bien. Hizo que todo pareciera como un funeral de verdad.
Al acabar la ceremonia, todos habían terminado su jornada de trabajo. De modo que los reporteros transmitieron sus crónicas por teléfono y los fotógrafos enviaron sus carretes con mensajeros, y todos nos fuimos al Club de Prensa.
Unimos un par de mesas y comenzamos a beber. Cenamos y continuamos bebiendo.
Afortunadamente, no dejaron que yo pagara nada. Había tenido que empeñar el coche para enterrar a Ellen y estaba muy corto de dinero.
Un camarero me trajo una nota de una llamada telefónica. Le eché un vistazo y la metí en el bolsillo. No reconocí el número… No recordaba a nadie que se llamara D. Chasen. Probablemente se trataba de un amigo de Ellen, pensé. Alguien que deseaba ofrecer sus condolencias.
La fiesta acabó cerca de las nueve, compré una botella y subí a mi habitación. Como auténtico y esforzado hombre del Courier —alguien a quien no debía vigilarse para que cumpliera su trabajo—, supongo que tendría que haber regresado a Pacific City esa misma noche y presentarme en el periódico el martes a la mañana. Pero estaba cansado, y tenía que pensar en muchas cosas. Y algo me decía que no podría hacerlo en medio del bullicio del importante y único periódico de Pacific City.
Permanecí un rato junto a la ventana de la habitación mirando hacia la calle. La niebla se había asentado sobre la ciudad y las luces aparecían a través del espeso manto, borrosas e imprecisas. De vez en cuando se oía el amortiguado sonido de una sirena cuando una ambulancia se dirigía hacia el norte a través del tráfico de la calle Georgia.
Los Ángeles. Irregular y enorme, ruidosa, extraña, sucia… y absolutamente maravillosa. Siempre sería un hogar para mí, este lugar y ningún otro. Nunca sería un hogar para mí.
Apagué las luces y acerqué una silla hasta la ventana. Apoyé los pies sobre el radiador y me retrepé en la silla.
Tom Judge: como máximo, Stukey le cogería en uno o dos días. Lógicamente, antes tendría que ablandarle un poco. ¿Y qué era exactamente lo que podía hacer?
Tal vez Tom fuese capaz de resistir. Quizá pudiese soportar un interrogatorio de setenta y dos horas, la «investigación» de tres días, durante la cual su única esperanza y defensa serían sus cojones.
Como digo, Tom podría. Pero había, al menos, un cincuenta por ciento de posibilidades de que no pudiera hacerlo. Y, una vez que se hundiera, sería demasiado tarde para que yo pudiera hacer algo.
Si sólo pudiera haberse relacionado más estrechamente al asesino con el poema. O sea, si pudiera establecerse que el poeta y el asesino eran la misma persona. Hasta ahora, ese poema apenas había concitado la atención. Había sido mencionado por la policía, parafraseado en varios periódicos, y eso era todo. Ellen lo había llevado en el bolso por razones que sólo ella conocía. Aturdida y agonizante lo había cogido del bolso… sin duda de modo accidental. Esa era la actitud oficial, y estaba muy mal que así fuese.
Cualquiera que conociera a Tom sabría que él es incapaz de escribir un poema así. El límite literario de Tom eran unos escasos párrafos de prosa insípida.
De modo que era una verdadera lástima que el poema fuese olvidado tan rápidamente. Era una lástima que no hubiese alguna forma de demostrar que el asesino y el poeta eran el mismo hombre.
Sonó el teléfono. Suavemente, en realidad, si bien pareció estridente y ominoso, como lo parecen todos los teléfonos cuando suenan por la noche en las oscuras habitaciones de hotel.
Miré el aparato con desconfianza.
Luego, extendí un brazo y cogí el auricular. Una voz ronca y femenina, dijo:
—¿Señor Brown… Brownie?
—¿Quién es? —pregunté.
—A que no puedes adivinarlo, apuesto a que ya me has olvidado.
Suspiré. No dije nada. No es mucho lo que se le puede decir a alguien que te pide que adivines su nombre y, al mismo tiempo, apuesta a que te has olvidado de él.
—Soy Deborah, Brownie. —Se rió con cierta incomodidad—. Ya sabes, Deborah Chasen.
La recordaba. Entonces dije algo, pero no recuerdo qué.
Algo como: «Hola, ¿cómo estás?», o «¿Qué haces en Los Ángeles?»
—Estoy bien —dijo ella—. He estado aquí todo el tiempo, Brownie. Estaba… oí lo de tu esposa.
—Entiendo —dije.
—Sí —dijo ella—. Oí lo que le había pasado y no me marché de viaje. Te he estado esperando. ¿Recibiste las flores que envié?
—¿Flores? Oh, la corona —dije—. Me preguntaba quién la habría enviado.
—La envié para ti —dijo—. Sólo para ti, Brownie, no por ella. No lo lamento por ella. Estoy contenta.
—Bueno, es muy amable de tu parte, Deborah —dije—. Veo que aún sigues siendo tan sutil como siempre. Ahora si me haces escuchar tu risa de caballo mi noche estará completa y podré irme a dormir.
Se echó a reír; luego su voz se tornó suave y ronca. Era como si estuviese respirando las palabras en lugar de decirlas.
—Brownie, cariño… ¿no es maravilloso? Aquella tarde, cuando me marché de Pacific City, me sentí enferma. Quería morirme; tendría que haber muerto, también. Ya no me importaba nada. Y entonces, a la mañana siguiente, leí… ¡lo de ella! Fue como si hubiese vuelto a nacer, Brownie. Sinceramente, me sentía tan feliz que…
—Jesús —exclamé—. ¿Qué clase de mujer eres? Te das cuenta de que estás hablando de mí…
—No me importa. Tú me amas; sé que me amas. Nos amamos y ella se interponía en nuestro camino. Ahora… bien, ahora ella no está… Quiero verte, cariño. ¿Voy allí o quieres venir a mi hotel?
La maldije en silencio. Estuve a punto de decirle que pensaba regresar inmediatamente a Pacific City, pero me contuve a tiempo. Ella me seguiría, estaba tan seguro como que el infierno está lleno de azufre.
—Deborah —dije cansadamente—, eres una maldita peste. No quiero nada de ti, de cualquier otra mujer. Ya he estado casado una vez y me harté de ello, y ahora he decidido vivir solo. Yo…
—Bah. Te haré cambiar de idea.
—Nada podrá hacerme cambiar de idea —dije—. Ahora te sugiero que tomes una ducha bien fría y comas unos cuantos gramos de nitrato sódico y…
—¡Oh, Brownie! —Se rió encantada—. ¡Eres un loco maravilloso! Iré a verte ahora mismo, cariño.
—¡No! —expliqué—. No, espera un minuto, Deborah. Quiero verte, naturalmente, pero he tenido una semana muy dura y yo… Bien, ¿por qué no lo dejamos correr hasta mañana, cariño? Te llamaré por teléfono y quizá podamos almorzar y tomar unos tragos.
Silencio. Luego el sonido —sonidos— de un encendedor y una larga y lenta exhalación.
Podía imaginar los ojos verdes entrecerrados y la mirada dura.
—Brownie —dijo sosegadamente.
—Trata de comprenderlo, Deborah. Ponte en mi lugar. Mi esposa fue asesinada hace menos de una semana. Hoy la he enterrado. Y ahora tú esperas que yo…
—Brownie.
—¿Sí? —dije.
—Antes de conocerte yo me sentía bien. No tenía nada, pero tampoco esperaba nada. Luego t-tú… tú sabes lo que hiciste, Brownie. No me dijiste que estabas casado. Me abrazaste y me besaste, y t-tú… hiciste un montón de cosas que yo no te hubiera permitido hacer si lo hubiera sabido. Y luego tú… ahora…
—Deborah —dije—. Como quieras, digamos que yo fui un sinvergüenza y aún lo soy, y dejémoslo así.
—¡No! No lo eres, Brownie. No podrías serlo aunque lo intentaras… ¡Chico! —Comenzó a sollozar—. ¡Soy una experta en sinvergüenzas! Lo sé todo acerca de ellos, y sé… ¿Qué es lo que pasa, cariño? ¿Es por el dinero? ¿Temes que te coloque en una situación delicada? ¿Acaso…?
—Espera —dije—. Espera un minuto, Deborah.
—Haré todo lo que tú digas, Brownie. ¡Cualquier cosa! No… no me apartes de tu lado.
—Espera —repetí—. Tengo que pensar.
Ella esperó. Yo pensé. Y, naturalmente, no necesitaba hacerlo, ya sabía lo que tenía que decirle: demostrarle, si era necesario, que yo simplemente no podía darle lo que ella, más que cualquier otra mujer, deseaba.
Se sentiría apenada, sin duda, tal vez incluso furiosa, pero no habría más discusiones; no tendría más ilusiones en cuanto a su importancia. Deborah podía tener un alma maravillosa, pero ello no servía en la cama. Se sentiría aturdida ante la idea de sustituir un buen revolcón en el heno por una charla junto al fuego.
Así que… tendría que hacerlo. Pero no podía hacerlo por teléfono. No podía —pensaba que no era correcto— y no quería hacerlo.
Quería volver a verla una vez más.
—Cerca de aquí hay un pequeño bar —dije—. Un par de manzanas al sur de Main. Se llama Gladioli. Si…
—Lo encontraré. Allí estaré. ¿Ahora mismo, Brownie?
—Ahora mismo —respondí.
Me puse una camisa limpia y una corbata. Me peiné delante del espejo y, súbitamente, lancé el peine contra el cristal.
Mi reflejo volvió a arrojarlo contra mí. Sus labios se movieron, y maldijo, y preguntó por qué demonios las cosas debían ser de este modo. ¿Por qué, si él no tenía lo otro, debía tener todo esto? Dijo oh, eres un maldito bastardo, eso eres. Un maldito hijo de puta. Se vuelven para mirarte, estiran sus elegantes cuellos para echar un vistazo. Y… y eso es todo lo que hay. Solamente lo que pueden ver. ¡No lo entiendo, por Dios! ¿Por qué, cuando ya no hay nada que hacer, tienes que…?
El reflejo se encogió de hombros. Dijo: las cosas son así.
Luego cogió su abrigo y se alejó cansadamente. Y yo apagué las luces y me marché.
Allí estaba ella, delante de mí, de pie ante el frente vidriado del bar, mirando ansiosamente arriba y abajo de la calle. Me acerqué a ella cuando miraba hacia el otro lado, y Deborah se volvió, sorprendida, dando un rápido paso hacia adelante de modo que, por un momento, quedamos apretados uno contra otro. La abracé ligeramente y ella dijo, «¡Brownie! ¡Oh, Brownie!», y me abrazó con fuerza.
Entramos en el bar iluminado tenuemente. Se soltó de mi brazo y me condujo hacia un reservado en la parte trasera, haciendo oscilar sus caderas, con sus tobillos finos y sus pantorrillas llenas estirando y ciñendo la falda, y la cola de caballo color maíz tostado rozando los pequeños hombros cuadrados. Llevaba una estola de visón en el brazo y una blusa blanca y un traje sastre de color de cervato. La ropa hacía que pareciera más grande en los lugares grandes y más pequeña en los lugares pequeños.
Nos sentamos en el mismo banco del reservado tapizado en piel; me atrajo hacia ella. Un camarero de aspecto adormilado nos trajo las bebidas y se marchó.
—Brownie —musitó—. Brownie, cariño… —Y sus pechos temblaron contra mi brazo.
Atrajo mi cara hacia la suya y nos besamos. Y luego me apartó con suavidad.
—Lo siento mucho, Brownie. Debo haberte parecido horrible. Es sólo que te amo tanto y sé lo malvada que ella debió ser contigo y…