—Ya vete. No te cobro porque yo sólo cobro por decir mentiras y lo que te dije es la verdad, por ésta, y besó la cruz que hacía con dos dedos.
Volví a casa segura de que sabía un secreto que era imposible compartir. Esperé hasta que se apagaron todas las luces y hasta que Teresa y Bárbara parecían dormidas sin regreso. Me puse la mano en el timbre y la moví. Todo lo importante estaba ahí, por ahí se miraba, por ahí se oía, por ahí se pensaba. Yo no tenía cabeza, ni brazos, ni pies ni ombligo. Las piernas se me pusieron tiesas como si quisieran desprenderse. Y sí, ahí estaba todo.
—¿Qué te pasa Cati? ¿Por qué soplas? —preguntó Teresa despavilándose. Al día siguiente amaneció contándole a todo el mundo que yo la había despertado con unos ruidos raros, como si me ahogara. A mi madre le entró preocupación y hasta quiso llevarme al doctor. Así le había empezado la tuberculosis a la dama de las camelias.
A veces todavía tengo nostalgia de una boda en la iglesia. Me hubiera gustado desfilar por un pasillo rojo del brazo de mi padre hasta el altar, con el órgano tocando la marcha nupcial y todos mirándome.
Siempre me río en las bodas. Sé que tanta faramalla acabará en el cansancio de todos los días durmiendo y amaneciendo con la misma barriga junto. Pero la música y el desfile señoreados por la novia todavía me dan más envidia que risa.
Yo no tuve una boda así. Me hubieran gustado mis hermanas de damas color de rosa, bobas y sentimentales, con los cuerpos forrados de organza y encaje. Mi papá de negro y mi madre de largo. Me hubiera gustado un vestido con las mangas amplias y el cuello alto, con la cola extendida por todos los escalopes hasta el altar.
Eso no me hubiera cambiado la vida, pero podría jugar con el recuerdo como juegan otras. Podría evocarme caminando el pasillo de regreso, apoyada en Andrés y saludando desde la altura de mi nobleza recién adquirida, desde la alcurnia que todos otorgan a una novia cuando vuelve del altar.
Yo me hubiera casado en Catedral para que el pasillo fuera aun más largo. Pero no me casé. Andrés me convenció de que todo eso eran puras pendejadas y de que él no podía arruinar su carrera política. Había participado en la guerra anticristera de Jiménez, le debía lealtad al Jefe Máximo, ni de chiste se iba a casar por la iglesia. Por lo civil sí, la ley civil había que respetarla, aunque lo mejor, decía, hubiera sido un rito de casamiento militar.
Lo estaba diciendo y lo estaba inventando, porque nosotros nos casamos como soldados.
Un día pasó en la mañana.
—¿Están tus papás? —preguntó.
Si estaban, era domingo. ¿Dónde podrían estar sino metidos en la casa como todos los domingos?
—Diles que vengo por ustedes para que nos vayamos a casar.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Yo y tú —dijo. Pero hay que llevar a los demás.
—Ni siquiera me has preguntado si me quiero casar contigo —dije. ¿Quién te crees?
—¿Cómo que quién me creo? Pues me creo yo, Andrés Ascencio. No proteste y súbase al coche. Entró a la casa, cruzó tres palabras con mi papá y salió con toda la familia detrás.
Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las mamás siempre lloran cuando se casan sus hijas.
—¿Por qué lloras mamá?
—Porque presiento, hija.
Mi mamá se la pasaba presintiendo. Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos árabes amigos de Andrés, Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con desprecio. Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque ella era de pierna flaca y ojo chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.
El juez era un chaparrito, calvo y solemne.
—Buenas, Cabañas —dijo Andrés.
—Buenos días, general, qué gusto nos da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.
Sacó una libreta enorme y se puso detrás de un escritorio. Yo insistía en consolar a mi mamá cuando Andrés me jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo la cara del juez Cabañas, roja y chipotuda como la de un alcohólico; tenía los labios gruesos y hablaba como si tuviera un puño de cacahuetes en la boca.
—Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio del señor general Andrés Ascencio con la señorita Catalina Guzmán. En mi calidad de representante de la ley, de la única ley que debe cumplirse para fundar una familia, le pregunto: Catalina, ¿acepta por esposo al general Andrés Ascencio aquí presente?
—Bueno —dije.
—Tiene que decir sí —dijo el juez.
—Sí —dije.
—General Andrés Ascencio, ¿acepta usted por esposa a la señorita Catalina Guzmán?
—Si —dijo Andrés. La acepto, prometo las deferencias que el fuerte debe al débil y todas esas cosas, así que puedes ahorrarte la lectura. ¿Dónde te firmamos? Toma la pluma Catalina.
Yo no tenia firma, nunca había tenido que firmar, por eso nada más puse mi nombre con la letra de piquitos que me enseñaron las monjas: Catalina Guzmán.
—De Ascencio, póngale ahí, señora —dijo Andrés que leía tras mi espalda.
Después él hizo un garabato breve que con el tiempo me acostumbré a reconocer y hasta hubiera podido imitar.
—¿Tú pusiste de Guzmán? —pregunté. —No mija, porque así no es la cosa. Yo te protejo a ti, no tú a mí. Tú pasas a ser de mi familia, pasas a ser mía —dijo.
—¿Tuya?
—A ver los testigos —llamó Andrés, que ya le había quitado el mando a Cabañas. Tú, Yúnez, fírmale. Y tú Rodolfo. ¿Para qué los traje entonces?
Cuando estaban firmando mis papás, le pregunté a Andrés dónde estaban los suyos. Hasta entonces se me ocurrió que él también debía tener padres.
—Nada más vive mi madre pero está enferma —dijo con una voz que le oí esa mañana por primera vez y que pasaba por su garganta solamente cuando hablaba de ella. Pero para eso vinieron Rodolfo y Sofía, mis compadres. Para que no faltara la familia.
—Si firma Rodolfo, también que firmen mis hermanos —dije yo.
—Estás loca, si son puros escuincles.
—Pero yo quiero que firmen. Si Rodolfo firma, yo quiero que ellos firmen. Ellos son los que juegan conmigo —dije.
—Que firmen, pues. Cabañas, que firmen también los niños —dijo Andrés.
Nunca se me olvidarán mis hermanos pasando a firmar. Hacia tan poco que habíamos llegado de Tonanzintla que no se les quitaba lo ranchero todavía. Bárbara estaba segura de que yo había enloquecido y abría sus ojos asustados. Teresa no quiso jugar. Marcos y Daniel firmaron muy serios, con los pelos engomados por delante y despeinados por atrás. Ellos se peinaban como si les fueran a tomar una foto de frente, lo demás no importaba.
A Pía le habíamos puesto en la cabeza un moño casi de su tamaño. Los ojos le llegaban a la altura del escritorio y de ahí para arriba todo era un enorme listón rojo con puntos blancos.
—Después no digas que en tu familia no se pusieron sus moños —dijo Andrés pellizcándome la cintura, y para que lo oyera mi papá. Entonces no me di cuenta de que era para eso, hoy tengo la certidumbre de que lo dijo para mi papá. Con los años aprendí que Andrés no decía nada por decir. Y que le hubiera gustado tener que amenazar a mi padre. La tarde anterior había hablado con él. Le había dicho que se quería casar conmigo, que si no le parecía, tenía modo de convencerlo, por las buenas o por las malas.
—Por las buenas, general, será un honor —había dicho mi padre incapaz de oponerse.
Años después, cuando su hija Lilia se andaba queriendo casar, Andrés me dijo:
—¿Piensas que yo voy a ser con mis hijas como tu papá contigo? Ni madres. A mis hijas no se las lleva cualquier cabrón de la noche a la mañana. A mis hijas me las vienen a pedir con tiempo para que yo investigue al cretino que se las quiere coger. Yo no regalo a mis crías. El que las quiera que me ruegue y se ponga con lo que tenga. Si hay negocio lo hacemos; si no, se me va luego a la chingada. Y se me casan por la iglesia, que ya se jodió Jiménez en su pleito con los curas.
Pia no supo firmar y pintó una bolita con dos ojos. El juez le dio una palmada en el moño y respiró profundo para que no se le notara que iba perdiendo la paciencia. Por suerte, ahí terminó todo. Rodolfo y Chofi firmaron rápido, se morían de hambre el par de gordos.
Nos fuimos a desayunar a los portales. Andrés pidió café para todos, chocolate para todos, tamales para todos.
—Yo quiero jugo de naranja —dije.
—Usted se toma su café y su chocolate como todo el mundo. No meta el desorden —regañó Andrés.
—Pero es que yo no puedo desayunar sin jugo.
—Usted lo que necesita es una guerra. Orita mismo aprende a desayunar sin jugo. ¿De dónde saca que siempre va a tener jugo?
—Papá, dile que yo tomo jugo en las mañanas —pedí.
—Tráigale un jugo de naranja a la niña —dijo mi papá con tal tono de desafío que el mesero salió corriendo.
—Está bien. Tómate tu jugo, pareces gringa. ¿Qué campesino amanece con jugo en este país? Ni creas que vas a tener siempre todo lo que quieras. La vida con un militar no es fácil. De una vez velo sabiendo. Y usted don Marcos, acuérdese que ella ya no es su niña y que en esta mesa mando yo.
Hubo un silencio largo durante el cual sólo se oyó a Chofi morder una campechana recién dorada.
—¿Y qué? —dijo Andrés. ¿Por qué tan callados si estamos de fiesta? Se casó su hermana, niños, ¿ni una porra le van a echar?
—¿Aquí? —dijo Teresa que tenía un sentido del ridículo profundamente arraigado. Usted está loco.
—¿Qué dijiste? —preguntó Andrés.
—¡Mucha suerte, muchas felicidades! —gritó Bárbara echándonos arroz en la cabeza.
Mucha suerte Cati —decía y metía el arroz por mi pelo, y me lo sobaba en la cabeza acariciándome. Mucha suerte —seguía diciendo mientras me abrazaba y me daba besos hasta que las dos empezamos a llorar.
Nunca fuimos una pareja como las otras. De recién casados íbamos juntos a todas partes.
A veces las reuniones eran de puros hombres. Andrés llegaba conmigo y se metía entre ellos abrazándome. Casi siempre sus amigos venían a la casa de la 9 Norte. Era una casa grande para nosotros dos. Una casa en el centro, cerca del zócalo, la casa de mis papás y las tiendas.
Yo iba a pie a todos lados y nunca estaba sola.
En las mañanas salíamos a montar a caballo; íbamos en el Ford de Andrés hasta la Plaza del Charro, donde guardaban nuestros caballos. Al día siguiente de la boda me compró una yegua colorada a la que llamé Pesadilla. El suyo era un potro llamado Al Capone.
Andrés se levantaba con la luz, dando órdenes como si fuera yo su regimiento. No se quedaba acostado ni un minuto después de abrir los ojos. Luego luego brincaba y corría alrededor de la cama repitiendo un discurso sobre la importancia del ejercicio. Yo me quedaba quieta tapándome los ojos y pensando en el mar o en bocas riéndose. A veces me quedaba tanto tiempo que Andrés volvía del baño en el que se encerraba con el periódico, y gritoneaba:
—Órale güevoncita. ¿Qué haces ahí pensando como si pensaras? Te espero abajo, cuento a 300 y me voy.
Iba del camisón a los pantalones como una sonámbula, me peinaba con las manos, pasaba frente al espejo abrochándome la blusa y me quitaba una legaña. Después corría por las escaleras con las botas en la mano, abría la puerta y ahí estaba él:
—Doscientos noventa y ocho, doscientos noventa y nueve. Otra vez no te dio tiempo de ponerte las botas. Vieja lenta —decía subido en el Ford y acelerando.
Yo metía la cabeza por la ventana, lo besaba y lo despeinaba antes de brincar al suelo y dar vuelta para subirme junto a él.
Había que salir de la ciudad para llegar a la Plaza del Charro. Ya estaba el sol tibio cuando el mocito nos traía los caballos. Andrés se montaba de un salto sin que nadie lo ayudara, pero antes me subía en Pesadilla y le acariciaba el cuello.
Todo por ahí era campo. Así que nos salíamos a correrlo como si fuera nuestro rancho. No se me ocurría entonces que sería necesario tener todos los ranchos que tuvimos después. Con ese campito me bastaba.
A veces Al Capone salía disparado rumbo a no sé dónde. Andrés le soltaba la rienda y lo dejaba correr. Los primeros días yo no sabia que los caballos se imitan y me asustaba cuando Pesadilla salía corriendo como si yo se lo hubiera pedido. No podía sostenerme sin golpear la silla con las nalgas a cada trote. Me salían moretones. En las tardes se los enseñaba a mi general que se moría de la risa.
—Es que las azotas contra la silla. Apóyate en los estribos cuando corras.
Oía sus instrucciones como las de un dios.
Siempre me sorprendía con algo y le daban risa mis ignorancias.
—No sabes montar, no sabes guisar, no sabías coger ¿A qué dedicaste tus primeros quince años de vida? —preguntaba.
Siempre volvía a la hora de comer. Yo entré a clases de cocina con las hermanas Muñoz y me hice experta en guisos. Batía pasteles a mano como si me cepillara el pelo. Aprendí a hacer mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga. Un montón de cosas.
Éramos doce alumnas en la clase de los martes y jueves a las diez de la mañana. Yo la única casada.
Cuando José Muñoz terminaba de dictar, Clarita su hermana ya tenía los ingredientes sobre la mesa y nos repartía el quehacer.
Lo hacíamos por parejas, el día del mole me tocó con Pepa Rugarda, que pensaba casarse pronto. Mientras meneábamos el ajonjolí con unas cucharas de palo me preguntó:
—Es cierto que hay un momento en que uno tiene que cerrar los ojos y rezar un Avemaría?
Me reí. Seguimos moviendo el ajonjolí y quedamos de platicar en la tarde. Mónica Espinosa freía las pepitas de calabaza en la hornilla de junto y se invitó ella misma a la reunión.
Cuando todo estuvo frito hubo que molerlo.
—Nada de ayudantes —decían las Muñoz. Están muy difíciles los tiempos, así que más les vale aprender a usar el metate.
Nos íbamos turnando. Una por una pasamos frente al metate a subir y bajar el brazo sobre los chiles, los cacahuates, las almendras, las pepitas. Pero no conseguimos más que medio aplastar las cosas.
Después de un rato de hacernos sentir idiotas Clarita se puso a moler con sus brazos delgados, moviendo la cintura y la espalda, entregada con frenesí a hacer polvito los ingredientes. Era menuda y firme. Mientras molía se fue poniendo roja, pero no sudó.
—¿Ven? ¿Ya vieron? —dijo al terminar. Mónica empezó un aplauso y todas la seguimos.