Hasta llegué a sentir que era mía su voz sobre mi voz.
—«Que me hizo comprender que yo he vivido esperándote» —dijimos y yo dejé caer la cabeza sobre el piano. Pum, se oyó como final de La noche de anoche.
—Catalina, deja de estar chingando —decía Andrés. El borracho soy yo. Cenizas, Vives —pidió.
—Si, Cenizas —dije yo.
—Pero tú cállate, Catín —dijo.
—Si, mi vida —le contesté.
«Después de tanto soportar la pena de sentir tu olvido» —cantó Toña.
—«Después que todo te lo dio mi pobre corazón herido» —seguí con ella, que se paró atrás de mí y me puso las manos en los hombros.
—Catalina no jodas —volvió a decir Andrés.
—Más jodes tú con tus interrupciones —le dije y alcancé a Toña en «por la amargura de un amor igual al que me diste tú».
—Papapapa —dije, parándome a palmear sobre el piano.
—«Ya no podré ni perdonar ni darte lo que tú me diste» —seguimos.
—«Has de saber que en un cariño muerto no existe el rencor» —sentenció lento Andrés desde un sillón, señalando con el dedo a quién sabe quién.
—«Y si pretendes remover las ruinas que tú mismo hiciste, sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor.» —terminamos.
—Mamadas —dijo Andrés.
—«Canta, si olvidar quieres corazón» —cantó Toña siguiendo la música de Carlos.
—«Canta, si olvidar quieres tu dolor» —cantó Carlos mientras tocaba dando golpes breves.
«Canta, si un amor hoy de ti se va. Canta, que otro volverá.»
—Parará, parara, parará —canté yo y dejé el banco para bailar, dando vueltas.
Vives se reía y Andrés se quedó dormido. —Arráncame la vida —pedí mientras seguía bailando sola por toda la estancia.
—«Arráncala, toma mi corazón» —cantó Toña siguiendo al piano de Carlos.
—«Arráncame la vida, y si acaso te hiere el dolor» —me uní a ellos sentándome otra vez junto a Carlos. Tenía razón Andrés, yo arruinaba sus voces pero no estaba para pensarlo en ese momento.
—«Ha de ser de no verme porque al fin tus ojos me los llevo yo» —dije recargándome en el hombro de Carlos que cerró con tres acordes a los que Toña rebasó sosteniendo el «yo» del final.
—¡Qué bárbara, Toña —dijo, mis respetos!
—¿Y ustedes qué? —preguntó ella. ¿Se quieren o se van a querer?
Dejamos a Andrés durmiendo y nos fuimos al jardín a ver salir el sol.
—Señora, ¿llevo al diputado a su casa? —preguntó Juan, que estaba parado en la puerta del recibidor.
—Por favor, Juan. Y al general a su cama. Es usted un santo.
—Después regrese por mí —dijo Toña. No me quiero quedar al desayuno.
Había pasado como una hora desde que el sol salió anaranjado entre los árboles, cuando Checo llegó al fondo del jardín, descalzo y en piyama.
—¿Por qué estás vestida como ayer, mamá? —preguntó. Ponte tus pantalones. ¿No vas a ir a montar?
—Vámonos, director —dijo Toña, palmeando el hombro de Carlos que se había puesto ojeroso y guapísimo. Adiós, hermana, que montes bonito. Te va a caer bien el aire.
Carlos me dio un beso de lado mientras ponía sus manos sobre mis hombros:
—¿Mañana? —preguntó.
—Mañana —le contesté y nos separamos.
El y Toña caminaron hacia el auto. Checo y yo hacia la casa.
—Oye —gritó Carlos desde la reja, ya es mañana.
Cuando volvimos de montar, yo estaba medio mareada. Me bajé del caballo queriendo un jugo de naranja. Lucina me lo llevó hasta la puerta del jardín en donde me había sentado a sobarme las piernas mientras le contestaba cualquier cosa a Checo.
—Dijo el general que en cuanto llegara usted subiera a verlo —avisó Lucina.
Subí los escalones de tres en tres, ensuciándolos con el Iodo de las botas que no me quité hasta entrar a la recámara de Andrés. Ahí me senté sobre la cama destendida y empecé a jalonearlas.
—¿Puedo abrir las cortinas? No se ve nada.
—Ten piedad de un crudo estreñido —contestó Andrés, dando vueltas sobre la cama hasta alcanzarme la cintura. Cuéntame de qué hablaron ayer Cordera y Vives —dijo sobándome la espalda. —Del concierto.
—¿Y de qué más?
—Vives le preguntó a Cordera por el Congreso, pero Cordera no le contestó nada importante.
—¿Cuánto tiempo hablaron? ¿Qué le contestó?
—Sólo le dijo que iba bien y que la elección del líder la decidían las bases.
—No me inventes. ¿Qué dijo de importante?
—Nada mijo. Se fue a los cinco minutos.
—Entonces tú y Vives qué hicieron todo el demás tiempo. No me inventes. Vives y Cordera hablaron más. Si ustedes regresaron como a las dos horas.
—Nosotros caminamos —le dije. ¡Qué jardines hay en Los Pinos!
—Hablas como si ayer los hubieras descubierto. ¿Quieres vivir ahí? Cuéntame de qué hablaron Vives y Cordera.
—General, si alguna vez los oigo hablar te prometo reproducirte la conversación, pero ayer se dijeron cuatro cosas.
—Dímelas. Acuérdate exactamente qué dijeron, porque hablan en clave.
—Estás crudo o sigues borracho. ¿Cómo que hablan en clave?
—¿No quedaron de verse? —preguntó.
—Un día de éstos.
—Eso quiere decir que el jueves —dijo.
—Estás loco —contesté, forcejeando con la bota que se me atoraba siempre.
—¿No has dormido? —preguntó.
—Un rato.
—¿Y a qué se debe la euforia? Tú duermes tres días por cada desvelada y apenas te repones. ¿Cómo es que fuiste a montar?
—Me lo pidió Checo.
—Te lo pide todos los días.
—Hoy quise ir —dije, sacando la bota y estirando las puntas de los dedos.
—Estás muy rara.
—Me divertí ayer, ¿tú no?
—No me acuerdo. ¿Te dio por cantar o lo soñé?
—Me dio por cantar Arráncame la vida. Canté otra vez.
—Cállate. Te oigo multiplicada por cinco.
—Duerme… ¿Para qué despiertas? Es domingo.
—Por eso despierto. Torea Garza.
—Falta mucho para las cuatro. Duérmete. Yo te despierto a las dos.
—No me da tiempo. Invité a comer gente a la una. ¿Vas a venir en la tarde?
—Nunca me invitas.
—Te estoy invitando.
—No me gustan los toros.
—¡Qué aberración! Vienes.
—Como quieras —dije besándole la cabeza y tapándolo como si quisiera amortajarlo. Después fui de puntas hasta la puerta y lo dejé durmiendo.
En Las Lomas tenía un baño tres veces más grande que la recámara, con las paredes cubiertas de espejos y un tragaluz que hacía entrar el mediodía en el cuarto con la misma fuerza con que entraba en el jardín. Alrededor de la tina, en la que podían caber cinco gentes, había muchas plantas. El baño era mi rincón favorito, ahí me escapaba a estar sola.
Esa mañana entré corriendo, abrí las llaves del agua y me desvestí aventando la ropa. Recuerdo mi cuerpo de entonces metido en el agua caliente, entre las plantas, boca arriba, con la cabeza mojada y la cara fuera viendo pasar las nubes por el pedazo de cielo que cabía en los cristales del tragaluz.
—¿Y ahora qué hago? —dije, como si tuviera una confidente bañándose conmigo. Puedo salir corriendo. Dejar al general con todo y los hijos, la tina, las violetas, la cuenta de cheques que nunca se vacía. Me quiero ir con Carlos —dije enjabonándome la cabeza. Ahora mismo me voy. Lorenzo Garza ni qué Lorenzo Garza, a ver crímenes y a oír mentadas otro día. Hoy me cambio de casa, duermo en otra cama y hasta de nombre me cambio. ¿Y si no me acepta? Si, me acepta. El preguntó ¿mañana? El dijo ya es mañana. Pero no quiso que nos fuéramos al mar, me devolvió, nunca tuvo en la cabeza quedarse conmigo. No me quiere. Le caigo bien, lo divierto, pero no me quiere. ¿Si toco y no me abre? ¿Si tiene una novia llegando de Inglaterra? A la chingada.
Salí de la tina, me envolví una toalla en la cabeza, caminé hasta el espejo y le sonreí.
Yo nunca vi a Andrés matar. Muchas veces oí tras la puerta su voz hablando de muerte. Sabía que mataba sin trabajos, pero no con su mano y su pistola, para eso tenía gente dispuesta a ganarse un lugar empezando por el principio.
Hasta que anduve con Vives, nunca se me ocurrió temerle. Las cosas con las que lo desafiaba eran juegos que podían terminar en cuanto se volvieran peligrosos. Lo de Carlos no. Por eso me daba miedo su pistola.
A veces en las noches despertaba temblando, suda y suda. Si nos habíamos acostado en la misma cama ya no me podía dormir, miraba a Andrés con la boca medio abierta, roncando, seguro de que junto a él dormía la misma boba con la que se casó, la misma eufórica un poco más vieja y menos dócil, pero la misma. Su misma Catalina para reírse de ella y hacerla cómplice, la misma que le adivinaba el pensamiento y no quería saber nada de sus negocios. Esos días, todas las cosas que había ido viendo desde que nos casamos se me amontonaron en el cuerpo de tal modo que una tarde me encontré con un nudo abajo de la nuca. Desde el cuello y hasta el principio de la espalda se me hizo una bola, una cosa tiesa como un solo nervio enorme que me dolía.
Cuando se lo conté a la Bibi, me recetó ejercicio y unos masajes que de paso enflacaban las caderas. A ella la iba a ver la masajista porque ni de chiste Gómez Soto la dejaba salir a encuerarse fuera de su casa, aunque fuera para que la sobara otra mujer. Pero yo preferí ir a la casa de la colonia Cuauhtémoc, regenteada por una mujer sonriente, de piernas bellas subidas siempre en enormes tacones, en la que daban masajes y clases de gimnasia.
Ahí me hice amiga de Andrea Palma, era muy chistosa, se quejaba porque no tenía nalgas la pobre. Cuando nos masajeaban en camas paralelas acabábamos platicando del tamaño de nuestras panzas y concluyendo que una mezcla de nuestros traseros hubiera hecho una mujer perfecta.
—Con que no fueras tan envidiosa y Dios quisiera hacernos el favor —me dijo un día.
—¿Hasta Dios quieres que te haga el favor, Andrea? No te basta con todos los hijos que pone a tu disposición.
—Eres una envidiosa. Nada más porque te tienen oprimida. ¿Que se siente ser fiel?
—Feo.
—También ser infiel se siente feo.
—Menos.
—Te pusiste roja —gritó. Hasta el ombligo se te puso rojo. ¿Qué andarás haciendo? No me lo digas, capaz que tu marido me amenaza con cortarme la lengua si no le suelto el chisme.
—Me dan envidia tus pechos —le dije, como si no la hubiera oído.
—No te hagas pendeja, Catalina, cuéntame.
—¿Qué te cuento? No me pasa nada. ¿Tú te atreverías a engañar a mi general Andrés Ascencio?
—Yo no, pero tú sí. Si te atreves a dormir con él. ¿Por qué no a cualquier otra barbaridad?
—Por esa barbaridad me mataría.
—Como a la pobre que mató en Morelos —apuntó por su cuenta Raquel la masajista.
—¿A quién mató en Morelos? —preguntó Andrea.
—A una muchacha que era su amante y que un día lo recibió con el conque de que ya no —dijo Raquel.
—Eso es mentira. Mi marido no anda matando señoras que se le resisten —dije yo.
—A mí eso me contaron —dijo Raquel.
—Pues no se crea todo lo que le cuenten —dije, bajándome de la camita de masajes para quitarme de sus manos sobándome.
—Catina, no te pongas tonta —dijo Andrea. Creí que tenias más mundo.
—Más mundo, más mundo. ¿Cómo quieres que me ponga? Me están diciendo que hace doce años vivo con Jack el destripador y quieres que me quede ahí acostada, ¿quieres que sonría como la Mona Lisa? ¿Qué quieres?
—Quiero que pienses.
—¿Que piense qué, que piense qué? —grité.
Nuestra conversación privada se había hecho pública y las mujeres de las otras camas y sus masajistas habían detenido todo para mirarme ahí desnuda, con los ojos llorosos y la cara encendida, gritándole a Andrea.
—Que te calles, primero —dijo ella bajito, que te subas a la cama, te acuestes, me sonrías, acabes tu masaje y saliendo de aquí te pongas a investigar quién es Andrés Ascencio.
La obedecí. Su voz apresurada y sus ojos oscuros me fueron calmando. Estuve un rato callada, boca abajo, sintiendo como nunca de fuertes los pellizcos que Raquel me daba en las nalgas.
—Que investigue por ejemplo, ¿qué? —dije.
—Por ejemplo si es verdad o no lo que cuenta Raquel.
—Pero, ¿cómo va a ser verdad, Andrea? Es una pendejada. Mi marido mata por negocios, no va por ahí matando mujeres que no se dejan coger.
—Vaya, así te oyes mucho más inteligente.
¿Pero por qué no iba a hacer las dos cosas?
—Porque no.
—Muy razonable, porque no. Porque tú no quieres. Pues entonces no y ya.
—Pues sí. No y ya —le dije.
—Como quieras —me contestó con su media risa maligna. ¿Sigues a dieta?
—No me cambies el tema. ¿Crees que soy tonta?
—La que le puso punto final al asunto fuiste tú. No me eches la culpa de tus miedos —dijo, levantándose para seguir a Marta que la llamaba al temazcal.
—¿Usted se va a meter al temazcal? —me preguntó Raquel.
—¿Dónde oyó eso de la asesinada en Morelos? —le contesté.
—Por ahí lo oí, señora, pero tiene usted razón, ha de ser una mentira.
Raquel se pintaba el pelo de güero rojizo, tenía los ojos chiquitos muy vivos y los labios delgados. Daba masajes con sus manos fuertes y pequeñas. Hablaba poco. Parecía estar para oír y callarse. Por eso me extrañó tanto que se hubiera metido en mi conversación con Andrea.
¿Y si de veras la mató?, me la pasé preguntándome mientras sudaba en el temazcal.
—No me quiero morir —le dije a la Palma que estaba enfrente sacando la cabeza del cuadro de ladrillo en que lo encerraban a uno con una lona de hule sobre los hombros. Nos veíamos como monstruos de cuerpo cuadrado y cabeza sudorosa y chiquita.
—Menos ahora que te estás poniendo tan guapa —me contestó.
—Andrea, no es juego, no me quiero morir.
—No te vas a morir, amiga, no seas tonta. Tú conoces mejor a tu marido que todas nosotras con todo y todos los chismes que hemos oído de él. Según tú no es un monstruo, ¿qué te preocupas entonces? Ni aunque lo anduvieras engañando te daría un tiro, ¿por qué otra cosa te lo ha de dar?
—Por ninguna. No es un matón de cuarta.
—Ya me convenciste querida, ¿ahora quieres que yo te convenza a ti de lo que me acabas de convencer? O ¿por qué me vienes con el lloriqueo de que no te quieres morir?
Cada vez hablábamos más cerca. Nos habíamos salido de los temazcales y nos secábamos una frente a otra con las caras y las bocas tan próximas que a veces se rozaban. Andrea era preciosa. Así, sin pintura, sudando, ávida de mi chisme y acompañándome en el miedo que le iba yo pasando mientras le contaba todo, desde las escaleras de Bellas Artes y la cena en Prendes, hasta el día que conocí su casa y la fui haciendo mía. Todo: las caminatas por el zócalo, las meriendas, las tardes en el cine, las noches de concierto, las madrugadas corriendo a meterme en mi cama eufórica y aterrada.