A medida que nuestras monturas nos acercaban al norte, el paisaje era cada vez más desolador: casas o granjas saqueadas, cadáveres de reses abandonados y cosechas quemadas allá donde las avanzadillas persas se habían atrevido a llegar. Esas noches dormimos al amparo de alguna gruta o acurrucados los tres bajo las frondosas ramas de los árboles.
Al atardecer del cuarto día de marcha vimos las murallas destruidas de la pequeña ciudad de Platea, que en algunos lugares los persas habían arrancado hasta sus cimientos. Detrás de la ciudad, fundada junto a las brillantes aguas del río Asopo, se elevaban las oscuras siluetas de los montes Citerón y Helicón. El lugar era un hervidero de actividad alrededor de sus derruidos muros, donde los aliados que habían acudido a la llamada habían plantado sus tiendas. Docenas de anchos escudos reposaban en grupos, entre las fogatas y las tiendas. Las largas lanzas estaban clavadas juntas en el suelo al modo de un pequeño bosque de arbolillos enhiestos. Algunos hombres bebían o jugaban junto a los fuegos mientras otros se bañaban en la orilla del Asopo.
Llegué a Platea con la esperanza de encontrar a padre. En ese momento yo tenía veintiocho años y los gemelos veintitrés. No le había visto desde que era una adolescente y dudaba mucho que le reconociera si nos cruzáramos con él por las calles, pero aun así creía que si lo deseaba con todas mis fuerzas los dioses oirían mis súplicas.
479 a. C.
Entramos por la puerta llamada de occidente y Taigeto nos condujo por las estrechas calles, sorteando los escombros y los restos de las murallas derruidas. Nos dirigimos al templo de Zeus para hospedarnos en la única posada que quedaba en pie, según nos informaron al preguntar. El lugar estaba abarrotado de soldados de todas las polis que ya habían llegado a la ciudad. Todos aguardaban impacientes las órdenes para la batalla que había de decidir la suerte de la Hélade. La habitación era alargada y oscura. Estaba apenas iluminada por unas lámparas de sebo que hacían bailar curiosas sombras en los rostros de los soldados. Las vigas de su techo casi rozaban las cabezas, olía a ajo y a cebolla. Observé que en ese sitio los hombres bebían más de la cuenta. Muchos volvieron la cabeza al ver entrar a una
fainomérides
con las piernas descubiertas, pero se tragaron las groserías cuando vieron detrás de mí a Alexias y a otro hombre idéntico a él, aunque no tan alto. A alguno de los soldados se le escapó la mano, pero no llegó siquiera a rozarme. Es más, creo que lamentó el intento durante semanas, pues los puños de mis hermanos eran fuertes como tenazas de hierro.
Seguimos avanzando por el local en busca de una mesa más o menos desocupada. Nos sentamos junto a un grupo de soldados de Mantinea que conjeturaban acerca de la fecha de la batalla. Llevaban más de una semana acampados en Platea y estaban ansiosos por entrar en combate. Alexias se levantó para pedir algo de comida y bebida al mesonero. Taigeto se quedó callado, sentado frente a mí con la vista fija en la puerta de la taberna. Yo estaba sentada de espaldas a ella y no podía ver lo que ocurría.
—Aretes —me dijo de pronto sonriéndome y cogiéndome las dos manos.
En ese momento mi corazón brincó y creí desfallecer, porque sabía lo que significaba. Me volví para ver que varios soldados acababan de entrar en el lugar. Los hombres charlaban animadamente, pero mis ojos sólo estaban pendientes del capitán al que rodeaban. Era un veterano de guerra de barba plateada y cabello aún abundante que llevaba recogido detrás del cuello en una coleta. Su rostro estaba surcado de finas arrugas y tostado por el sol. Pero lo que más me llamó la atención fue ese hoyuelo con el que mis dedos de niña habían jugado tantas veces. Vestía armadura de cuero y de su cintura colgaba una espada corta. Era como si hubiera entrado en la taberna la viva imagen del abuelo Laertes, tal como yo le recordaba.
El capitán avanzó por el pasillo que dejaban los hombres. Vio a Taigeto al fondo de la sala, sentado frente a mí, y esbozó una sonrisa. En ese momento dejé de oír y de ver nada más que la oscura sombra cuyos anchos hombros avanzaban entre la muchedumbre. Taigeto le saludó con la mano y me ayudó a levantarme para llevarme hacia el hombre como una novia llevada en procesión. Noté cómo Alexias, detrás de mí, ponía su mano en mi hombro y así los tres avanzamos hacia el centro del local. Por cada paso que dábamos acortábamos cada uno de los doce años desde que padre había abandonado nuestra casa hacia el exilio.
Llegamos frente a él y sus compañeros nos miraron extrañados. El capitán platense había reconocido a Taigeto en el acto. Luego miró al otro guerrero que tenía frente a sí y comprendió. Finalmente, sus ojos se encontraron con los míos y temblé como nunca había hecho. Mi boca se abrió, pero no pude decir nada. Ni en mis más felices sueños había soñado con eso. Él sólo tenía ojos para la estrella de lapislázuli que colgaba de mi cuello, la que habíamos comprado cuando era niña en Giteo.
Los hombres que le rodeaban vieron estupefactos cómo los ojos de su capitán se llenaron de lágrimas. Luego avanzó los pocos pasos que nos separaban para abrazarnos a los tres mientras una tormenta arrasaba su corazón y las olas impetuosas barrían esa roca solitaria. Escondí mi rostro bañado en lágrimas en su cuello y le abracé con todas mis fuerzas para que nadie se atreviera a arrebatármelo de nuevo. El local se llenó de murmullos de admiración y todos los rostros se volvieron hacia el grupito que formábamos en mitad del estrecho corredor.
—Padre… —musité con un hilo de voz.
Luego le cogí de las manos y se las besé.
—Aretes, mi Aretes… —susurró con un hilo de voz mientras me abrazaba contra su pecho.
Yo no quería soltarle por nada del mundo. Me faltaba tiempo para cubrirle la cara y la barba de besos. Aunque no pudiera verle porque tenía los ojos arrasados en dulces lágrimas. Recuperamos de golpe todos los años perdidos y lloramos por las veces que nos habíamos necesitado el uno al otro y no nos habíamos tenido. Los doce años de soledad, la peor de las compañías, y penurias se agolparon de repente en mi cabeza: cuando enterré a madre y al abuelo, cuando perdí a mi esposo Prixias y a Polinices o cuando parí a mi hijo.
Por demasiado tiempo, mi corazón se había endurecido para no sufrir y lo había cubierto con una coraza que me protegiera. Pero entonces, como hace el bravo guerrero cuando la batalla ha terminado, me despojé de ella y volví a ser la niña que se mecía por las noches en su regazo mientras peinaba su barba con mis dedos infantiles.
Padre me cogió de la cintura y me puso sobre sus rodillas ante la mirada asombrada de los soldados platenses que atiborraban la taberna. Las palabras salieron como un torrente de nuestros labios para contarle los sucesos ocurridos en Esparta durante las últimas semanas: la asamblea de los Iguales, cómo se había descubierto la carta secreta de Demarato y la traición de Atalante. Padre nos escuchó a los tres con atención. Bebía nuestras palabras sin dejar de mirarnos a los ojos con orgullo y satisfacción. No le dije nada de mi encuentro con la pitonisa, porque creí innecesario aumentar su dolor.
—Gacelilla mía —me dijo mientras me estrechaba como se hace a una niña—. Eres ya toda una mujer, deja que te mire. Eres superior a todas por tu figura, tus proporciones naturales, por tu inteligencia y por la educación que te dio mi padre. ¡Qué orgulloso estaría por haberte hecho tan perspicaz, intuitiva y valiente, hija mía!
Esa noche, en la taberna, supimos que los persas estaban a no muchos estadios de la ciudad. Pero los bárbaros dudaban en avanzar, porque sus espías sabían que Esparta se había movilizado. Además, muchas pequeñas ciudades que antes dudaban habían embrazado los escudos y afilado sus lanzas. Padre se alegró y sonrió, satisfecho, al saber que la falange completa había abandonado Esparta para dirigirse hacia nuestra posición.
—¿Podremos contenerles, padre? —le preguntó Taigeto.
El me miró antes de responder, fijando en él sus ojos dulces y determinados.
—Hijo mío —le dijo—, tu papel está junto a tu hermana. Has de cuidar de ella.
Esa noche muchos soldados se acercaron a Alexias, porque pronto corrió la voz entre los hoplitas que era el único superviviente de las Termopilas. Al admirar su poderío de guerrero y las múltiples heridas que adornaban su cuerpo pareció que la esperanza renacía en los corazones de esos hombres, ya que vieron que era posible vencer a los persas. Todos quisieron conocer por sus labios el final de los Trescientos y la valentía que habían demostrado en el campo de batalla.
Padre y yo dejamos a Alexias y a Taigeto con los soldados y salimos a la calle para respirar el aire fresco. Paseamos en silencio entre las ruinas de la ciudad hasta que llegamos al campo abierto, como solíamos hacer cuando era niña en nuestra finca de Amidas. Vimos a lo lejos, entre las tiendas de nuestros soldados, cómo las estrellas se mezclaban con el resplandor de los fuegos persas que brillaban a lo lejos. Eran tantas que parecía que la llanura entera ardiera en un incendio.
—Están sólo a medio día de camino —me dijo padre con los ojos fijos en el horizonte.
Sentí que un temblor se apoderaba de mí. Padre me acercó a él y me rodeó con su fuerte brazo.
—No quiero perderte otra vez —le dije apenada, con la mirada perdida en la noche poblada de estrellas solitarias.
No me resignaba y traté de convencerle de que abandonara el ejército para regresar con nosotros a Esparta. Él me miró con ternura infinita y me susurró apretándome contra él:
—Aretes, ya no eres una niña. Has de entender, hija mía, que en esta hora estaré donde deba estar y haré lo que deba hacer o no sería digno hijo de mi padre. Ya sabes que tu abuelo decía que los dioses vagan por la tierra para ver si los hombres actúan con decencia. Pues bien, creo que todos miran hoy hacia estos vastos campos. No sería honesto por mi parte abandonar a mis hombres antes de la batalla, ¿no crees? No contaba con volver a verte a tí ni a tus hermanos. Estos días aquí, en Platea, mientras se decide el futuro de la Hélade, serán para mí un regalo de los dioses. Dejémoslo todo en sus manos y que ellos decidan nuestra suerte, porque es necio quien actúa contra su voluntad. Cuando las cosas llegan a su final, niña mía, no hay tiempo para lamentarse ni para cuidarse de los propios asuntos. Los problemas y los deseos personales no cuentan en este mundo sombrío. Cada uno debe aceptar el destino que le deparan los dioses, esté lleno de luz y color o de sombras y oscuridad.
Bajé mi cabeza como si hubiera oído un himno sagrado que no se debe interrumpir y tras nuestro breve paseo silencioso bajo las estrellas regresamos a la taberna. Sabía que los espartanos descendemos del mismo Heracles, que sus hombres no llevan heridas en la espalda porque no saben lo que es retirarse, y que harían lo que debieran hacer, pero deseé con todas mis fuerzas que las desgracias naufragaran en mares conocidos y no llegaran nunca a nuestras orillas.
Dos días después de nuestra llegada, el campamento griego se levantó alborozado y los hombres prorrumpieron en gritos y celebraciones. Se había avistado ya el grueso del ejército de Esparta por el camino que bajaba del monte Citerión. El ejército espartano había abandonado la ciudad de Megara y se dirigía hacia Platea aceleradamente. Entre los árboles se adivinaba la larga serpiente de oro, pues los cascos y los escudos de bronce incendiaban el monte. Los hombres de cien Polis distintas oían atentos los cantos de los lacedemonios que resonaban por todo el valle con palabras y melodías muy familiares para nosotros. Era un canto a la esperanza que alegró hasta a los corazones más afligidos.
Los espartanos llegaron a Platea a mediodía y asentaron sus cuarteles cerca de los de los atenienses. Fueron recibidos como salvadores mientras eran saludados con vítores y canciones. Los hombres repicaron sus lanzas contra sus escudos e hicieron un ruido infernal, porque la esperanza renacía en todos los griegos libres.
A su llegada, todo el campamento se convirtió en una fiesta. Pude ver a guerreros cuyos padres y abuelos se habían matado en el campo de batalla abrazarse mientras se ofrecían regalos o se invitaban mùtuamente a beber. Padre tuvo la alegría de abrazar de nuevo a sus amigos Talos y Prixias, que además era mi suegro, y allí, en mitad de las tiendas, mientras los espartanos montaban su campamento, les puso al corriente de la estrategia persa.
—Mardonio ha escogido las llanuras de Platea —les dijo— porque es fácil que su numerosa caballería pueda maniobrar. Supongo que los aliados darán el mando del ejército a Pausanias; no es un mal estratega.
Pero no pudieron hablar mucho porque el regente, al saber que padre estaba en la ciudad, mandó llamarle enseguida. El asistió a la asamblea como uno más de los capitanes y les puso al corriente del modo de luchar de los persas. Les aconsejó no formar en campo abierto dado que la caballería persa era mucho más numerosa, sino retirarse cerca de los montes para dificultarles las maniobras en caso de ataque para que de este modo se vieran forzados a luchar a pie.
Como había supuesto, Pausanias fue elegido como el general de los aliados griegos, y así, gracias a sus consejos, los capitanes decidieron formar al abrigo de los montes, en una zona en la que los persas no pudieran maniobrar fácilmente, y esperar su embestida.
La mañana que él y Alexias se incorporaron a sus regimientos, se acercaron a mí revestidos con sus armas. Pude ver que refulgían igual que Helios que todo lo abrasa. Pronunciaron palabras de aliento y me estrecharon fuertemente entre sus brazos. Su mirada era animosa, pero al ver en ella tanto ardor, mi corazón se encogió como si un viento frío se hubiera colado por las ventanas de mi alma.
Iban a enfrentarse de nuevo contra un enemigo que les multiplicaba por mucho, pero esta vez no eran un puñado de guisantes en una jarra, pues estábamos rodeados de las mejores tropas griegas y hasta donde alcanzaba la vista ondeaban al viento los estandartes de las distintas Polis.
Taigeto permaneció conmigo la tarde en que las tropas salieron de la ciudad y se dirigieron a los bosques cercanos, donde estaban acampados muchos aliados.
Al día siguiente, los griegos descendieron finalmente a la llanura y evolucionaron sin mostrarse a campo abierto para atraer a los persas, pero sin darles pie a iniciar un ataque. Compañía tras compañía, el ejército formó delante de las fuerzas de Mardonio, que evolucionaban hasta donde se les perdía de vista. Unas docenas de miles de griegos libres encabezados por el ejército espartano construyeron un muro impenetrable de escudos. Dicen que los ojos persas, mesas, frigios o carios les vieron con horror al recordar lo que trescientos habían hecho con ellos en las Puertas Calientes. Pero Mardonio no atacó, porque esperaba que los griegos avanzaran hacia sus destacamentos y presentaran batalla en campo abierto.