Antología de novelas de anticipación III (24 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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—¡Una pisada humana!

Se miraron el uno al otro en silencio durante quince segundos. Kromm preguntó:

—¿Crees que lo es?

—Algo muy parecido, por lo menos.

—Los talones están hundidos más profundamente. ¿Por qué?

—Por el mismo motivo que sólo hay dos huellas. Había estado saltando de roca en roca; aquí las rocas están muy separadas, de modo que se vio obligado a saltar sobre la arena.

Kromm contempló pensativamente el hermoso paisaje que les rodeaba, acariciando su pistola.

—Ese... humanoide puede hacernos una visita, ¿no?

—Desde luego —Bailey se puso en pie, se sacudió la arena de sus rodillas y se dirigió hacia la roca más próxima—. Mira, aquí hay otras señales como las que encontramos en el sendero que conducía a la caverna.

Su compañero se acercó a mirar.

—Uh —dijo—. Me alegro de que no tropezáramos con él allí, sea lo que sea. ¿Vamos a probar con esa radio?

A la mañana siguiente comieron de un modo frugal. Kromm parecía experimentar un morboso placer enumerando los factores negativos de su situación.

—La comida nos durará otros seis días; el agua no va a faltarnos. Las baterías no durarán más de una quincena, aunque las utilicemos solamente un par de horas al día. Hay un esqueleto en una cueva, que espera ser enterrado, y Dios sabe cuántos humanoides vigilando todos nuestros movimientos. Un panorama encantador, ¿verdad?

Bailey aplastó su cigarrillo.

—¿Salimos? —inquirió. Se puso en pie y asomó las piernas por la portezuela de salida hasta que encontró la escalerilla—. Odio esta nave. Hubo una época en que creía que las naves de exploración eran algo magnífico, pero ahora he cambiado de parecer. Padezco claustrofobia, y tengo la impresión de ser un inepto, ya que una de estas naves, la reparación de cualquier avería es un trabajo de especialista. Ten cuidado, no vayas a darme en la cabeza con los pies...

En el exterior, a la esplendoroso claridad del sol matinal, se dirigieron de nuevo hacia la playa, ansiosos por ver las huellas de pasos, ansiosos por saber si habría más. Pero lo único que encontraron fueron las mismas huellas del día anterior, ligeramente borradas por el viento. Al llegar al segundo riachuelo volvieron a ascender la ladera hasta el sendero de roca.

—Pienso —dijo Bailey mientras avanzaban a lo largo del angosto camino— que Holland pudo utilizar otras cuevas. Ayer no pasamos de la cueva donde se encuentran sus huesos. Creo que deberíamos explorar a fondo estos alrededores. Tal vez descubramos algo útil.

Estaban en la entrada de la cueva. Kromm iba a encender su linterna, cuando se detuvo y aferró el brazo de Bailey.

—¿Qué sucede?

La voz de Kromm fue apenas audible; llegó como un leve susurro, mientras el propio Kromm sacaba su pistola.

—¡Algo se ha movido ahí dentro!

Bailey saltó hacia un lado de la entrada, y Kromm saltó hacia el otro. Desde el interior llegó un apagado sonido. El dedo pulgar de Kromm se echó hacia atrás, soltando el seguro de su arma; Bailey ya lo había hecho. El sonido se repitió: una especie de roce metálico. Los dos hombres permanecieron completamente inmóviles, empuñando fuertemente sus pistolas.

Luego, una voz pronunció una palabra.

—Amo...

Era una voz monótona e inexpresiva.

Kromm miró a Bailey con la boca abierta por el asombro.

—¿Has oído...?

—Amo —repitió la voz, esta vez con más claridad. En el sombrío interior de la cueva se movió una figura. Los rayos luminosos de las linternas de los dos hombres iluminaron simultáneamente la oscuridad, posándose sobre una brillante forma humanoide—. Amo...

Bailey se asomó a la entrada de la cueva, proyectando de lleno la luz de su linterna sobre el robot.

—Ven aquí —ordenó.

El robot salió y se quedó de pie junto a la entrada. Tenía un metro ochenta de estatura, era completamente articulado, y su pequeña cabeza de forma oval parecía indicar que poseía un cerebro de tipo muy evolucionado. Kromm leyó una inscripción en una de sus planchas: «Robot U-E. Birmingham, Inglaterra. Número de serie 43.123. A/M».

—¿Qué significa A/M?

El propio robot contestó con su monótona voz:

—Soy un robot de Aptitudes Múltiples. Viernes.

—¿Viernes?

—Tengo un nombre, del mismo modo que lo tienen los humanos.

Bailey dijo:

—Cuéntanos cómo llegaste aquí.

Viernes dijo:

—El Thunderer fue uno de los primeros navíos espaciales de gran tonelaje utilizados para transportar mercancías. Tuvimos una avería en los motores, y esto nos alejó de nuestra ruta normal. Luego sufrimos otra avería, y nos vimos obligados a aterrizar aquí. Lo hicimos en las grandes montañas de bronce. Sólo sobrevivió el capitán Holland.

—¿Trabajabas a bordo de la nave? —preguntó Kromm, y después de haberla formulado se dio cuenta de que era una pregunta tonta.

—No. El cargamento era de robots... —Súbitamente, la voz tartamudeó—. Estoy débil. Pronto habré terminado como el capitán.

Bailey dijo:

—¡Pero eso ocurrió hace trescientos años!

—Sí —dijo Viernes—. Años. La medida de tiempo del hombre. Mucho tiempo, amo.

—Durante trescientos años —murmuró el asombrado Kromm—, esta máquina ha estado paseando por aquí, siguiendo las normas diseñadas para él por sus constructores. ¡Trescientos años!

—¿Cómo has podido durar tanto tiempo? —preguntó Bailey.

—Ven —respondió el robot, y avanzó a lo largo del túnel hasta llegar a una cueva mucho mayor excavada en la roca. El robot se adentró unos pasos en la cueva y luego se detuvo—. Mira —dijo.

A la escasa claridad, pudieron ver cajas y envases de todos los tamaños, pero lo que atrajo su atención fueron los restos desmontados de varios robots.

—De este modo he podido sobrevivir —dijo Viernes—. El cargamento, como ya he dicho, estaba compuesto en su mayor parte de robots de aptitudes múltiples. Los he utilizado para continuar, incluso después de que el capitán terminó. Pero ahora ya no hay más piezas de repuesto. Pronto terminaré. ¿Puedo serviros en algo?

—Vamos a echar una mirada ahí dentro —dijo Kromm. Entró en la cueva, paseando la luz de su linterna por todos los rincones—. ¡Mira, aquí hay cajas de provisiones! Tal vez podamos utilizarlas.

—¿Después de trescientos años? —preguntó Bailey, que se había acercado a mirar.

—Nunca se sabe... ¿Qué es esto?

Bailey leyó la inscripción que había en la caja. «Transmisor, A7. Alcance Inf.»

Los dos hombres se miraron, y se dieron cuenta de que los dos estaban pensando lo mismo.

—Suponiendo que funcione —dijo Bailey—, ¿dónde vamos a procurarnos la energía?

Kromm hizo oscilar su linterna.

—¿Qué hay allí?

Según las etiquetas pegadas a una docena de botellas de plástico opaco herméticamente cerradas, había en ellas «Ácido para Cargar Baterías».

—¿Ácido para baterías? —preguntó Bailey.

Kromm estaba pensando con rapidez.

—Sí, desde luego. La acción química como fuente de energía eléctrica. Es lo que utilizaban. Si el transmisor está en buenas condiciones, podremos hacerlo funcionar. ¡Viernes, ven aquí!

El robot obedeció. Kromm señaló las cajas y las botellas que deseaba llevarse, y, utilizando un par de cajones como banco, Bailey y él levantaron el antiguo transmisor, increíblemente voluminoso para lo que estaban acostumbrados a ver.

Kromm trabajaba con entusiasmo, pero de repente se interrumpió, se dio un manotazo en la frente y empezó a gruñir.

—¿Qué sucede? —inquirió Bailey.

—Soy un estúpido. Tendremos que llevar todo esto hasta la nave.

—¿Por qué?

—Porque la única antena de que disponemos está allí, y será más rápido que Viernes lleve esto a la nave, que desmontar la antena y traerla. Viernes, ¿puedes levantar esas cajas y transportarlas a una distancia de ochocientos pasos, aproximadamente?

—Estoy débil, pero lo intentaré.

Kromm contempló un momento al robot con expresión compasiva.

—Lo siento por él —dijo.

—Es una máquina —le recordó Bailey.

—Pero es el último eslabón con el capitán Holland. Vamos, tenemos mucho trabajo.

A Kromm le había sorprendido la sensación que experimentó al ver a Viernes tambaleándose bajo el peso de las cajas que contenían los elementos que necesitaban. Había tratado muy poco con robots, y el espectáculo de la máquina humanoide medio hundida bajo el peso de su carga le había afectado; y cuando habló con Viernes, y el robot le respondió con su monótona voz, le pareció que se sentía aún peor. Hacía trescientos años que existía aquella máquina, trescientos años, como si les hubiese esperado.

A última hora de la tarde, Kromm había montado el antiguo transmisor, y las baterías zumbaban silenciosamente mientras Kromm comprobaba las conexiones. Un delgado cable serpenteaba a través de la portezuela de salida: era la conexión con la antena.

—¿Está todo listo? —preguntó Bailey.

—Sí. —Kromm contempló una saeta que oscilaba ligeramente—. Este transmisor tiene una potencia dos veces superior a la del transmisor de la nave: lo que necesitábamos. Ahora, todo depende del lugar donde se encuentre el Oppie. Además, no tengo la menor idea de los efectos del sol sobre la transmisión. —Pulsó un interruptor y se encendió una diminuta lámpara amarilla. Kromm dio un suspiro de satisfacción. Luego miró a su alrededor—. ¿Donde está Viernes?

El robot no se vela.

—No lo sé —respondió Bailey.

—Estaba debilitándose a ojos vistas —dijo Kromm.

—Es una máquina —dijo Bailey.

—Sí —dijo Kromm pensativamente—. No es más que una máquina... —Pulsó otro interruptor y empuñó el micrófono—. Nave de exploración dos llamando al Oppenheimer. Kromm llamando. Encallados en Krodos siete, Krodos siete.

Lo repitió varias veces, luego se interrumpió y escuchó. No se oyó nada... únicamente los ruidos atmosféricos a través del pequeño altavoz.

Kromm y Bailey se miraron.

—Bueno... —dijo Bailey.

Kromm dijo:

—Todavía es pronto. —Se quitó los auriculares, y se los entregó a Bailey—. Sigue transmitiendo; yo voy a buscar el repetidor de la nave y lo colocaremos aquí.

Cuando regresó con el repetidor, cinco minutos después, Bailey había dejado de transmitir. Kromm grabó el mensaje y lo colocó en el repetidor, y luego los dos hombres se sentaron y fumaron, fingiendo que no estaban aguzando los oídos en espera de una voz humana procedente del altavoz.

—Trescientos años —murmuró Kromm—. Apenas puedo creerlo.

El altavoz carraspeo.

—Atención, Kromm... atención, Kromm. Oppenheimer llamando a Kromm.

Los dos hombres lanzaron un aullido al mismo tiempo. Kromm desconectó el repetidor y habló directamente. Hubo una pausa de casi tres segundos.

—¡Atención! ¿Quién está transmitiendo?

El operador del Oppenheimer se identificó.

—Aquí M'Bala. ¿Qué ha sucedido?

Kromm empezó a explicárselo, pero se vio interrumpido por Bailey, el cual se desahogó expresando la opinión que le merecían los mecánicos del Oppenheimer.

—¿Se encuentran ustedes bien?

—Ni un rasguño —dijo Kromm.

—Vamos a enviarles la nave exploradora número tres dentro de doce horas terrestres; seguirá la patrulla de reparaciones. Pónganse a la escucha dentro de diez horas terrestres. ¿Entendido? Corto.

—Entendido y corto —dijo Kromm, quitándose los auriculares y profiriendo un suspiro de alivio—. ¡Diablos! —exclamó—. Cada vez me siento más débil.

—Lo mismo que yo —dijo Bailey.

—Pero feliz: necesito decírselo a alguien. ¡Ya está! —exclamó Kromm—. Buscaré a Viernes y se lo diré a él. Sin él no habrían podido localizarnos. probablemente.

Bailey sonrió.

—Desde luego. Vamos a decírselo.

Recorrieron otra vez el mismo camino, hasta llegar a la entrada de la cueva. Allí estaba el robot, tendido en el suelo. La luz piloto había dejado de brillar en la parte delantera de su cabeza.

Kromm se inclinó sobre él.

—¡Viernes! —susurró.

Esta vez, Bailey no le recordó que Viernes no era más que una máquina. Kromm pulsó el interruptor de contacto del robot, inútilmente.

—No funciona —dijo Bailey.

Kromm se incorporó lentamente; por un instante, pensó en el esqueleto que había en el interior de la cueva; luego se volvió a mirar al robot.

—El último eslabón ha desaparecido —dijo.

A continuación, y en silencio, empezó a descender la ladera rocosa. Bailey le siguió. Cuando llegaron a la dorada playa y pudieron andar uno al lado del otro, Kromm se detuvo.

—Mañana enterraremos los huesos de Holland —dijo.

—Sí, mañana —dijo Bailey.

—¿Crees...? —empezó Kromm. Tras una breve vacilación, continuó—: ¿Crees que sería una estupidez hacer lo mismo con Viernes?

Bailey le miró pensativamente.

—No —dijo—. Creo que no.

Unos pasos más allá, Kromm volvió a detenerse. Esta vez no dijo nada. Se limitó a mirar lo que quedaba de las huellas de dos pisadas casi humanas, apenas visibles ya en la arena.

Plantas químicas

Ian Williamson

El crucero averiado descendió rápido y casi sin control. De la plantilla de hombres que lo manejaba, diecisiete estaban inactivos a causa de la brutal desaceleración. Estaban diseminados en sus diferentes puestos por toda la nave; cada uno de ellos soportaba su cuerpo sentado, tumbado o en la postura que le parecía más cómoda; asidos a un raíl o a un puntal, con los dientes apretados y los ojos cerrados. Y en cierto modo esos diecisiete eran los más afortunados: solo tenían que aguantar, mientras que los otros tres que estaban en la cabina de mando tenían que actuar además.

De los tres, el piloto, en cuyas manos estaba el escaso control de la situación que quedaba, era, naturalmente, el más afectado. Había tenido que luchar con la nave desde los niveles más altos del hidrógeno hasta la más baja troposfera, desde una incandescencia meteórica a un descenso brusco, casi suicida. Habían quedado fuera de servido dos máquinas y estaba esperando que se inutilizara la tercera y última. Era una soberbia lección de pilotaje, porque el
Persephone
se había estado moviendo a velocidades interestelares poco tiempo antes. El capitán tenía instalado un micrófono delante de él y lanzaba con gran trabajo palabras a través de él, agotándose casi los pulmones. A su lado, el vigía estaba tumbado boca abajo delante de su teclado. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, porque tenía un trozo de papel enguantado entre los dientes. Esto hacía disminuir el silbido de su respiración lo suficiente para que impidiera que se interfiriera con el torturado esfuerzo del capitán por transmitir sus órdenes con su micrófono. Manejaba el teclado de las llaves de control con mano trémula.

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