Antología de novelas de anticipación III (21 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que había seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar, enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se había desvanecido también. Los asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.

Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que le acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que los otros se hablan ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina había vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammi había mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y había visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror había salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.

Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la luz del día, pero en realidad no había ruinas. Únicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de "erial maldito".

Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas silos hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar. Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos -los pocos que quedan en esta época motorizada- se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.

Dicen también que las influencias mentales son muy malas; y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.

No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?

Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.

Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible -aunque ignoro en qué medida- sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammi es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no le pierda de vista. Me disgustaría recordarle como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.

El extraño vuelo de Richard Clayton

Robert Bloch

Richard Clayton se asió de tal forma que quedó erguido como si fuera un saltador esperando para zambullirse desde un alto trampolín hacia el azul. Realmente, era un saltador. Una espacionave plateada era su trampolín, y pensaba zambullirse no hacia abajo, sino hacia arriba, hacia e! cielo azul. Y tampoco pensaba recorrer nueve o diez metros, sino que se zambulliría millones de kilómetros.

Con una profunda inspiración, el regordete y barbudo científico alzó sus manos hacia la fría palanca de acero, cerró los ojos y jaló. La palanca se movió hacia abajo.

Por un momento no sucedió nada.

Luego, un repentino estremecimiento lanzó a Clayton por el suelo. ¡La «Futuro» se estaba moviendo!

De alas de pájaro batiendo mientras se alzan al cielo, de alas de mosca zumbando en su vuelo, de estremecimientos que sacuden los músculos que saltan, de todas estas cosas estaba compuesto el golpe.

La espacionave «Futuro» vibraba locamente. Se agitaba de lado a lado, y un zumbido estremecía las paredes de acero. Richard Clayton yacía atontado mientras crecía un zumbido agudo en e! interior de la nave. Se puso en pie, frotándose la magullada frente, y se tambaleó hasta su pequeña litera. La nave se estaba moviendo, y sin embargo la terrible vibración no disminuía. Contempló los controles y maldijo suavemente.

—¡Buen Dios! ¡El panel está roto!

Era cierto. El cuadro de mandos se había roto por el tirón. El cristal partido había caído al suelo, y los diales colgaban inútiles de la faz desnuda del panel.

Clayton se sentó desesperado. Esto era una gran tragedia. Sus pensamientos retrocedieron treinta años, hasta el tiempo en que, siendo un niño de diez años, había sido inspirado por el vuelo de Lindberg. Recordó sus estudios, y cómo había utilizado el dinero de su millonario padre para perfeccionar una máquina voladora que cruzaría el espacio mismo.

Durante años, Richard Clayton había trabajado, soñado y planeado. Había estudiado a los rusos y a sus cohetes, y organizado la fundación Clayton, y contratado mecánicos, matemáticos, astrónomos e ingenieros para trabajar con él.

Y entonces se había producido el descubrimiento de la propulsión atómica, y la construcción de la «Futuro». La «Futuro» era un casco de acero y duraluminio, sin ventanas y aislado por un procedo secreto. En su pequeña cabina había tanques de oxígeno y depósitos con tabletas alimenticias, productos químicos energizantes, un sistema de aire acondicionado y el suficiente espacio como para que un hombre pudiera caminar seis pasos.

Era una pequeña celda de acero, pero en su interior Richard Clayton pensaba realizar sus ambiciones. Se ayudaría mediante cohetes para escapar de la esfera gravitatoria de la Tierra, y luego movería la nave mediante la propulsión por descargas atómicas. Clayton pensaba llegar a Marte y regresar.

Le llevaría diez años llegar a Marte, y otros diez el regresar. Porque el aterrizaje de la nave necesitaría de otras descargas de cohetes adicionales. A mil quinientos kilómetros por hora... No era una imaginaria travesía a la «velocidad de la luz», sino un viaje lento y pesado, pero científicamente cierto. Los paneles estaban dispuestos, y Clayton no tenía necesidad de guiar su navío. Era automático.

—Pero y ahora, ¿qué? —dijo Clayton, contemplando el cristal astillado. Había perdido contacto con el mundo exterior. Le había sido imposible averiguar su progreso en el panel, incapaz de juzgar el tiempo, la distancia y la dirección. Estaría ahí sentado durante diez, veinte años... solo en la diminuta cabina. No había habido espacio para libros, o papel, o juegos con los que divertirse, Estaba prisionero en el negro vacío del espacio.

La Tierra ya debía de haberse esfumado muy lejos por debajo de él; pronto sería una esfera de ardiente fuego verde más pequeña que la esfera de rojo fuego situada delante: el fuego de Marte.

El campo se había llenado con multitudes para verlo partir; su asistente, Jerry Chase, las había controlado. Clayton se los imaginaba contemplando cómo su brillante cilindro de acero emergía del gaseoso humo de los cohetes y se abalanzaba como una bala hacia el cielo. Luego, su cilindro debía de haberse perdido en el cielo, y las multitudes se irían a sus casas y olvidarían.

Pero él permanecería aquí en la nave... durante diez, durante veinte años.

Sí, permanecería, pero ¿cuándo terminaría la vibración? El estremecimiento de las paredes y del suelo a su alrededor era difícil de soportar. Ni él ni los expertos habían contado con este problema. Los temblores le agitaban su dolorida cabeza. ¿Qué ocurriría si no cesaban? ¿Si duraban durante todo el viaje? ¿Cuánto tiempo podría resistir sin volverse loco?

Podía pensar. Se echó en su litera y recordó: repasó cada pequeño detalle de su vida desde su nacimiento hasta el presente. Y pronto hubo gastado toda la memoria en un tiempo ridículamente corto. Entonces volvió a notar la horrible pulsación a su alrededor.

—Puedo hacer ejercicio —dijo en voz sita. Y paseó por el piso: seis pasos hacia adelante, seis hacia atrás. Y se cansó de eso. Suspirando, Clayton se dirigió a las alacenas y tomó sus cápsulas—. Ni siquiera puedo pasar el tiempo comiendo —observó amargado—. Las trago, y ya está.

La vibración borró la sonrisa de su rostro. Era enloquecedora. De nuevo se recostó en la agitada litera, añadiendo oxígeno al sistema de aire. Dormiría entonces, dormiría si es que ese maldito tamborileo se lo permitía. Soportó los horribles chasquidos, y gruñó durante todo el rato, cerrando la luz. Sus pensamientos giraron alrededor de su extraña posición: un prisionero en el espacio. Afuera giraban los ardientes planetas, y las estrellas se deslizaban por la negra oscuridad de la nada espacial. Aquí yacía seguro y cobijado, en una cámara vibratoria; a salvo del gélido frío; ¡si tan sólo cesasen aquellas terribles sacudidas!

Y no obstante, tenía sus compensaciones. No habría periódicos en el viaje, para atormentarle con los relatos de la inhumanidad del hombre con el hombre, ni tontos programas de radio o televisión para molestarle. Tan sólo esa maldita y omnipresente vibración...

Clayton durmió, atravesando el espacio.

No era de día cuando despertó. No era de día ni de noche. Tan sólo estaban él y la nave en el espacio. Y la vibración era continua, destrozándole los nervios en el incesante golpeteo contra su cerebro. Las piernas de Clayton temblaban, mientras se llegaba al armario y comía sus píldoras.

Luego, se sentó y comenzó a sufrir. Una terrible sensación de soledad estaba comenzando a asaltarlo. Estaba tan aislado aquí... tan separado de todo. No había nada que hacer. Era peor que estar prisionero en aislamiento confinado; al menos, los prisioneros tenían celdas más grandes, veían el sol, respiraban aire fresco, y contemplaban algún rostro ocasionalmente.

Clayton había pensado siempre ser un misántropo, un recluso. Ahora, deseaba ver otro rostro. A medida que pasaban las horas, tuvo extrañas ideas. Deseaba ver la vida, en cualquier forma... hubiera dado una fortuna por la compañía, aun de un insecto, en este calabozo volador. El sonido de una voz humana hubiera sido un cielo. Estaba tan «solo».

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