Anoche salí de la tumba (9 page)

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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Anoche salí de la tumba
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—La verdad… —repitió sordamente el hindú—. ¿Y cuál es la verdad, señor?

—Ya te dije que sólo tengo sospechas, no evidencias. Hay que esperar.

—No me refería a eso, señor —Rahma se volvió bruscamente. Los ojos eran insondables, enigmáticos—. Yo me estaba preguntando ahora… ¿Es todo tan sencillo como parece? ¿Tiene todo una explicación real?

—No te entiendo… —frunció el ceño Hastings—. ¿A qué te refieres ahora, Rahma?

—No sé… Es algo que percibo. Algo que intuyo… Quisiera saber qué puede ser ello, y no logro centrar mis pensamientos.

—Es la primera vez que me hablas así de este asunto —se sorprendió Roger.

—Cierto, señor. Hemos llegado a Londres siguiendo todo lo investigado, y estaba seguro de que su teoría es cierta, y ese hombre está aquí, con otra identidad, preparando una nueva felonía. Desenmascarándolo, todo terminaría. Hasta ahí, las cosas parecían tal y como eran, pero…

—Pero ¿qué, Rahma? Tú siempre has tenido cierta percepción especial, un sexto sentido o cosa parecida, para ciertas cosas. Dime ahora: ¿qué intuyes o sospechas?

—Quisiera…, quisiera saberlo, señor —miró la niebla, y se estremeció. Cerró los ojos con un suspiro—. Es…, es algo. Algo que está ahí afuera, acechando en la niebla… Lo presiento. Lo sé. Casi puedo notar su proximidad, pero… no veo bien lo que ello sea. En cierto modo es…, es intangible. Acaso solamente una sombra…, algo de más allá de la misma vida.

Roger Hastings frunció el ceño, pensativo. Sacudió luego la cabeza.

—No sé, Rahma —suspiró—. Este misterio tiene mucho de macabro, pero todo es porque ese hombre debió fingir su muerte para provocar la de Yvette… No le veo ninguna otra cosa fuera de este mundo.

—Yo sí —se tocó las sienes—. Lo noto cerca. Se aproxima a nosotros, señor. Quisiera decirle algo más…, pero no puedo. No puedo… y lo siento.

Hastings contempló preocupado a su servidor hindú. Estaba habituado a fiar de su sensibilidad extrema, de su intuición para cosas más allá del entendimiento normal. Quizá por ello, se sintió incómodo, alarmado.

Y lo malo es que ni siquiera sabía de qué.

* * *

Skelton Burns sonrió. Su ojo único se movió malignamente en su órbita. Brilló el de vidrio como el de un muñeco. Arrastrando su pierna rígida, llegó a la cómoda, cuyo cajón superior abrió. De entre una serie de pliegues de ropa, extrajo un afilado y largo cuchillo. Su sonrisa se alargó, siniestramente.

—Roger Hastings —dijo—. No ha sido difícil dar con él en ese hotel de la City… Y ahí le sorprenderá la muerte, maldito puerco entrometido. Es la orden del patrón… y Skelton siempre cumple sus órdenes.

Contempló, entre las ropas, el retrato oval que guardaba siempre su amo, como único nexo con su vida anterior. Skelton estaba habituado a ver allí al que entonces era Jason Shelley, junto a su bella esposa, la morena y arrogante Yvette. Sacudió la cabeza, cerrando la gaveta de nuevo.

—No sé por qué guarda esas cosas —refunfuñó—. Si la policía o su primo lo encontrasen, podrían darle un buen disgusto… Aunque por su querido primo de la India, no tendrá que preocuparse ya por mucho tiempo.

Guardó la hoja de acero bajo sus ropas. Tomó un macferlán y un sombrero. Se dispuso a salir. Entonces giró la cabeza, sorprendido.

—Es raro —dijo—. Juraría que oí abrirse la puerta del piso.

Escuchó. No. No se había equivocado. Un rumor de pasos se aproximaba hacia la alcoba donde se encontraba. No había dudas sobre la persona que llegaba. Solamente su patrón tenía llave para entrar sin llamar.

—¿Es usted, señor? —preguntó—. Creí que estaba hoy de compras con la señorita Reed.

Los pasos seguían aproximándose a él. Y Shelley —o Strange— no contestó a su criado y esbirro fiel. Eso no era habitual en él.

—Todo está a punto, señor —dijo en voz alta—. Ya me marchaba. ¿Necesita algo más de mí?

La puerta chirrió levemente. Skelton se volvió para decir algo, sorprendido de su silencio. Emitió un grito ronco, y se le erizaron los cabellos.

Aquella mujer…

Permanecía erguida en la puerta, sus ropas blancas flotaban, entre encajes y lazos. Estaba pálida. Muy pálida. Demasiado pálida. Y aquellas ojeras, aquellas sombras en torno a los ojos negros.

El pelo negro, como ala de cuervo… La belleza pálida.

—Señora… —jadeó, estremecido—. ¿Quién es usted? ¿Qué desea? Se equivocó, sin duda.

Ella no hablaba. Nunca hablaba, al parecer. Se movió. Se movió hacia él. Andaba…, andaba descalza, sobre la alfombra. El roce era pausado, lento.

Las luces de gas temblaron. Skelton tuvo miedo por primera vez, sin saber por qué. Dio un paso atrás. Incluso cometió el error de extraer bruscamente su largo, afilado cuchillo. El que iba destinado a Roger Hastings…

—No…, ¡no se acerque! —jadeó—. ¡No lo haga, señora, o… la mato!

Ella le miró extraña, alucinada. De repente, sus labios exangües se abrieron. Una larga carcajada demencial escapó de aquella boca. Los cabellos de Skelton se erizaron.

Detrás…, detrás de la mujer aquella, morena y fantasmal, venía alguien más… ¡Otra mujer avanzaba hacia él, con paso de espectro!

Skelton Burns entendió de repente. Reconoció a la mujer de ropaje blanco como una mortaja funeraria. Recordó el retrato oval, en el cajón de la cómoda.

—¡Usted! —aulló—. ¡No, no puede ser! ¡Usted…, señora Shelley!

Y despavorido, enloquecido de horror, miró también a aquella otra mujer que iba en pos de Yvette Shelley… Aquella mujer de cabello castaño claro, de formas exuberantes alguna vez.

Tenía la cara arañada, los brazos desgarrados… Una expresión pavorosa, como la tendría una mujer enterrada viva al querer salir de su féretro… Se movía espectral, lenta, solemne, fija su mirada vidriosa, en unas cuencas profundas, en torno a las cuales la carne humana era ya algo putrefacto, goteando pus o materia hedionda. Un fuerte hedor a muerte, a panteón, a carne podrida, hirió el olfato del aterrorizado Burns.

Este, completamente despavorido ya, se arrojó contra la ventana que había tras de sí. Los vidrios se quebraron en mil pedazos, su cuerpo saltó a la calle, sumergiéndose en la niebla, que lo engulló. Abajo, en el empedrado, su cabeza sonó como una calabaza resquebrajada. Y todo terminó para él.

Arriba, la luz de gas osciló de nuevo, se apagó al soplo del frío aire del exterior… o acaso porque las dos mujeres surgidas de la tumba, Yvette Shelley y el espectro purulento de la doncella Muriel Nash, enterrada en vida por Jason, daban media vuelta sobre sí mismas, impávidas y espectrales, para dirigirse de nuevo a la salida.

Del cuerpo de Muriel se desprendía a la alfombra un rastro apestoso a corrupción humana.

En el piso vacío, no quedó ni luz ni existencia humana alguna. Una puerta crujió al cerrarse. Unas figuras rígidas se perdieron en un corredor desolado, apagándose las luces de gas acá y allá.

Una mujer de mediana edad subía las escaleras cuando se cruzó con los espectros. Exhaló un largo alarido de pavor, y escapó escaleras abajo, tirando sus compras y emitiendo gritos de horror.

Las mujeres alucinantes ni siquiera le prestaron atención.

Capítulo IX

—No, eso no es posible… —se enjugó Jason Shelley el frío sudor de su frente, y miró asombrado al Inspector Lockwood, de Scotland Yard.

—Pues la testigo insiste en ello. Sufre una impresión terrible, y tiene que recibir calmantes sin descanso. La pobre mujer está horrorizada. Y dice que las dos mujeres salían de este piso, y bajaban la escalera como en trance.

—Dos mujeres… ¡Pero mi criado Skelton no hubiera recibido nunca a ninguna mujer en mi ausencia! —rechazó el supuesto Bruce Strange—. Y menos… a dos mujeres de esas señas. Debían ser terriblemente desagradables para que esa mujer esté así… ¿Cómo las describe ella, inspector?

—Bueno, la suya es una descripción algo extraña y poco de fiar —sonrió Lockwood, escéptico—. Asegura que una vestía un
deshabillé
blanco, con encajes y lazos. Era alta, pálida, de pelo y ojos negros.

—Cielos… —las manos de Shelley temblaron. Aquella descripción… Nervioso, saltó con apremio—; ¿qué más? ¿Y la otra, cómo era?

Lockwood le miró curioso, enarcando las cejas. Pero no hizo comentario alguno. En vez de ello, expuso lentamente los detalles:

—Eso es peor. La otra dice que parecía un cadáver descompuesto, arañado, espantoso. Una mujer ligeramente rubia, de ojos grises, de figura vulgar y opulenta…, pero con el aspecto de un cuerpo que empieza a pudrirse, Strange. Como verá, nada sensato.

La mente de Shelley trabajaba activamente. El horror lo rechazaba su razón, pero estaba allí una extraña evidencia, en labios de una mujer desconocida: las descripciones de Yvette y de Muriel. Las dos mujeres enterradas en el mausoleo de Ramsgate.

—No, no tiene sentido —jadeó al fin, sacudiendo la cabeza—. Mi…, mi criado debió enloquecer de repente, para arrojarse por la ventana… O acaso sufrió un accidente, no sé.

—Es posible, señor Strange —convino el inspector—. Pero ¿y las dos mujeres? A menos que la testigo viera visiones…, eso no tiene explicación aún.

—Ni la tendrá. Esa mujer debía de estar borracha —dijo abruptamente Shelley.

—¿Borracha? No, el médico dice que no había probado ni una gota. Lo comprobó inmediatamente apenas la atendió.

—Pues no lo entiendo, inspector.

—Yo tampoco, amigo mío. Me preocupa el asunto porque usted es el futuro esposo de Hazel y, por tanto, es deber mío ayudarle en todo. Nuestro común amigo Bernard Reed es la otra razón para que trate de cooperar con usted y evitarle problemas. Mis hombres están inspeccionando ahora el piso y…

Lockwood se detuvo. Ya dos agentes de uniforme salían de la vivienda de Strange, con algo en sus manos. Shelley, inquieto, les miró. Un sudor helado invadió su cuerpo cuando vio en las manos de uno de los policías… el retrato oval. Con él y con Yvette.

—Encontramos esto en un cajón —dijo el policía—. ¿Es suyo, señor Strange, verdad?

—Sí, sí… —tembloroso, él tomó el retrato vivamente—. Es un viejo retrato familiar. Una prima mía… y yo.

—No, por favor —el policía recuperó con cierta brusquedad el retrato. Se lo dio a Lockwood, que escuchaba todo atentamente—. Perdone, señor Strange, pero el inspector debe ver ese retrato. La dama de ahí coincide exactamente con la descrita por la testigo.

—Es cierto —Lockwood miró a Yvette. Luego, alzó sus fríos ojos hacia Shelley—. ¿Cómo se lo explica usted?

—Oh, no tiene sentido —rechazó Jason, forzando una mueca—. Es…, es una prima ya fallecida. No puede tener relación con todo esto.

—Hay algo más, inspector —habló un
policeman
.

—¿Qué?

—Huellas de…, de descomposición en la alfombra. Como si un cuerpo humano, en estado de putrefacción, hubiera sido movido sobre esa alfombra.

Los cabellos de Jason se erizaron. Y el inspector Lockwood puso un gesto de profunda sorpresa.

* * *

Roger Hastings estaba asombrado.

Tanto, que no atinaba a despegar los labios. Y ella, Hazel Reed, había terminado ya su increíble relato.

La contempló, asombrado. Caminó hasta la puerta del camerino. Descorrió el pestillo. Regresó junto a Hazel, y la despertó con suaves pases hipnóticos. Luego, fingió estar inclinado todavía sobre el hermoso ramo de rosas que había llevado al teatro esa noche.

Hazel despertó apaciblemente. Sonrió, mirándole. Movió la cabeza, risueña.

—Son preciosas las flores, señor Hastings… Se lo agradezco de veras. Me quedé tan absorta contemplándolas que…, que ni siquiera advertí otra cosa.

—Sí, comprendo —Roger procuró dominar sus emociones, mostrándose trivial—. Señorita Reed, me complace que acoja usted mi visita de hoy con simpatía.

—Es usted un caballero amable y cortés. ¿Por qué no habría de recibirle? —Hazel puso un gesto delicioso—. Además, ya le dije que simpatizo con usted. Espero que perdone mi posible frialdad inicial, pero recibe una visitas de tantos inoportunos a veces.

Roger se disculpó un momento después, ausentándose. Rápidamente, se reunió en la calle con Rahma, su servidor hindú, que esperaba en el carruaje detenido ante el teatro. Partieron hacia el hotel.

—Ocurre algo grave, Rahma —dijo Hastings.

—¿Grave, señor?

—E increíble, además. Hazel Reed me ha referido lo que su padre sabe a través del inspector Lockwood, de Scotland Yard. Es la historia más fantástica que jamás escuché.

—Cuéntemela, por favor —pidió el hindú seriamente, mirándole.

Roger lo hizo. El relato de la muerte del criado de Bruce Strange, y de lo que viera una testigo casual, pareció hacer profunda mella en el hindú. Quizá demasiado profunda, a juicio de Roger.

—Ya lo tengo… Era eso… —musitó el oriental, gravemente.

—¿Qué es lo que tienes, Rahma? —se intrigó Roger.

—Algo fuera de lo normal. Algo inexplicable. Algo siniestro que anda cerca de nosotros, en la niebla que nos rodea… —señaló hacia las brumas callejeras, más allá del carruaje—. Señor, creo que algo espantoso se ha desencadenado de repente.

—Pero… ¿el qué?

—No lo sé aún. Recuerde los ritos religiosos del Tibet, señor. Los secretos de algunas sectas de mi país… Cadáveres que andan… Muertos vivos…

—¡Zombies! —se estremeció Roger, palideciendo.

—Llámelos como quiera. Alguien que tiene poder sobre los muertos, hace de ellos deambulantes horribles.

—Sí, pero ¿quién? —jadeó Roger. De repente, sus ojos brillaron—. A menos que…

—Sé lo que está pensando, señor —Rahma entornó los ojos negros, centelleantes—. A menos que… la señora Shelley, su prima Yvette…, hubiese recordado los ritos en los que se inició, allá en la India, siendo rechazada por mis compatriotas.

—Yvette… —la voz de Roger se quebró—. Pero prima Yvette murió.

—Tal vez salió también de la tumba. Su descripción coincide con ella… Una de esas dos mujeres de otro mundo puede ser Yvette Shelley, que ha vuelto para vengarse del esposo desleal.

—Dios mío, es alucinante —gimió Roger—. No puedo creerlo.

—¿No puede creer en muertos que caminan? —se extrañó Rahma.

—Lo creería allí, en tu país… ¡Pero aquí, en Londres…!

—Algo ha movido en sus tumbas a esas dos mujeres… Acaso el común deseo de la venganza más allá de la muerte. Han vuelto, no le quepa duda.

—Espera… Espera, Rahma —musitó Hastings, sudoroso. Empezó a enumerar—: Imaginemos que Jason provocó la muerte de Yvette…, de acuerdo con Muriel, que sería la encargada de sacarle a él de su féretro… Luego, pagó esa complicidad asesinando a Muriel. La introduciría en el ataúd. Ella despertó sepultada allí… Se arañó, se destrozó, hasta llegarle la horrible muerte, enterrada en vida. A su lado, se puso el féretro de prima Yvette. Y luego, con el tiempo, ambas vuelven de la tumba, vienen a Londres, en busca del hombre que las traicionó… Cielos, no. Aun así, suena demasiado inverosímil todo. ¿Quién pudo mover las fuerzas sobrenaturales, los poderes de ultratumba para…, para hacer que anden los muertos, Rahma?

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