—No, gracias —rechacé vivamente—. Buenos días, señor.
Arranqué apresuradamente, forzando el trote de los dos caballos. A mi espalda, el joven desconocido voceó aún:
—¡Buen viaje, señor! ¡Le aseguro que Roger Hastings nunca invita por simple cumplido!
Dijo algo más, pero se perdió con él, en la distancia. El trote casi se hizo pronto galope, en medio de la niela que invadía el camino.
Estaba deseando alejarme de allí. Y de Ramsgate. Había sido un error venir. Nunca debí hacerlo. Aquel hombre a caballo…
Era él. Roger Hastings, El miembro díscolo de la familia. El primo de Yvette. No había muerto en la India, luchando contra los rebeldes. Estaba allí, en Cliffs Manor. Había vuelto.
No me gustó que me viera. No me conocía, no sabía que era yo. Pero no era una idea cómoda saber que me había visto allí. Por muy cambiado que yo estuviera. No me gustaba Roger Hastings. Su cordialidad me irritaba.
Sólo esperaba que me olvidase. Para siempre. Que no pensara en el hombre del calesín. El hombre que rechazó la invitación para entrar en el cementerio de los Hastings.
Después de todo, para él, para los demás, para cuantos hubieran oído hablar alguna vez de Jason Shelley…, yo estaba muerto.
Muerto y enterrado. Junto a mi amante esposa Yvette.
Eso ni siquiera Roger Hastings, el hombre llegado de la India, podía ponerlo en duda bajo ningún concepto.
Para mí, era suficiente. Todo lo que necesitaba para sentirme impune. Para disfrutar de mis actuales bienes, de mi actual nombre falso, de mi nueva identidad en Londres, lejos de todo lo que recordase al oscuro Jason Shelley, casado con una mujer rica y hermosa.
Yo había salido aquella noche de mi tumba.
Y en mi segunda vida, todo resultaba bien. Maravillosamente bien…
La presencia en Inglaterra de Roger Hastings no podía cambiar eso. Ni ninguna otra cosa….
* * *
—¿Qué te ocurre, Roger, muchacho?
—No sé, señora Sanders… —el alto joven caminó junto a la hombruna y maciza mujer, con expresión pensativa, entre el cementerio y la hacienda—. Hoy vi un hombre en la puerta del cementerio, asistiendo al funeral por las almas de prima Yvette y de Jason. Parecía no querer ser visto. Se escondía de todos, en su carruaje. Y apenas le invité a entrar, puso un pretexto y huyó como alma que lleva el diablo.
—¿Sí? —la espiritista le miró, arrugando su ceño—. ¿Qué explicación le das a eso?
—No lo sé. Tal vez fuera solamente un forastero curioso, pero…
—Pero… ¿qué?
—Es una tontería, señora. Imaginé que…, que le conocía de algo, sin saber exactamente de qué.
—¿Le habías visto antes de ahora?
—Eso es lo raro. Estoy seguro de que nunca vi a ese hombre en persona, pero… —sacudió la cabeza, encogiéndose de hombros—. En fin, dejemos la cuestión. No vale la pena. Uno deja volar demasiado la imaginación, cuando vuelve de los sitios donde yo he estado.
—La India… —suspiró la señora Sanders—. Hermoso e inquietante país, muchacho.
—Sí, lo es. Yvette lo conoció muy bien. A ella le gustaban sus tradiciones y sus ritos. Quizá por ello le encontraba un encanto que yo no acabo de hallarle, aunque mi criado diga que es un mundo distinto, fascinante, lleno de misterio.
—¿Su criado es hindú, Roger? —se interesó Charlotte.
—Sí. Rahma nació en Bombay. Es un joven inteligente, que ha estudiado con nosotros, los británicos, aunque en lo político no esté totalmente de acuerdo con nosotros. Rahma considera que la India es única. Tal vez tenga razón, después de todo.
—Tal vez sí —aceptó Charlotte Sanders con énfasis. Se detuvo en su paseo y, deteniéndose junto a la verja de Cliffs Manor, contempló al alto joven de tez cobriza, llegado de Asia. Añadió, con voz grave—: Su prima Yvette creía en las ceremonias hindúes sobre la vida y la muerte.
—¿Sí? —Roger se encogió de hombros, arrugando el ceño—. Bueno, ella era mujer, e impresionable. Imagino que todo eso no son sino paparruchas para impresionarnos a los occidentales.
—Ella sabía de rituales que pueden volver la vida a los muertos, Roger.
—Oh, claro. Yo también oí hablar de eso —sonrió Roger Hastings. Meneó la cabeza—. Pero nunca lo he aceptado, señora Sanders. Sería preciso que me probaran semejantes cosas.
—Probar… —suspiró la dama—. Siempre se habla igual de esas cuestiones. Mi querido y joven amigo, yo probé a su prima, en una sesión de contactos espirituales con los difuntos, que su esposo no debía de hallarse entre los espíritus que gozan de la otra vida, porque incluso estuvo a punto de abrir esa tumba, de no haber sufrido el colapso que la mató.
—¿Eso iba a hacer Yvette? —se sorprendió Roger, perplejo.
—Exactamente, muchacho. Es más: yo que ella, lo hubiera hecho, de haber tenido vida para ello. En otras varias sesiones que efectué, siempre sucedió lo mismo: Jason Shelley se resiste a aparecer… Nadie hasta ahora lo hizo.
—Insista —dijo Roger de buen humor—. Terminará lográndolo.
—No estoy tan segura de eso —rechazó sombríamente Charlotte Sanders—. ¿Sabe una cosa, Roger? Ni él ni Yvette han acudido jamás a mi llamada. Como si ninguno hubiera muerto realmente… Sin embargo, la otra noche, me visitó un espíritu inesperado. El de alguien a quien persiguen ahora por robo: Muriel Nash, la doncella de su prima.
—¿De veras? —Roger mostrábase escéptico, irónico ante la vieja excéntrica—. Eso querría decir, sencillamente, que Muriel está muerta.
—Exacto —afirmó la mujer—. Pero ella no sólo admitió eso, sino que afirmó… haber sido asesinada.
—¿Asesinada? —Roger enarcó las cejas, siempre risueño—. Eso suena raro, ¿no? A menos que tuviera un cómplice en su robo… y éste la matara para quedarse con todo.
—No lo sé —dijo muy seria la señora Sanders— Muriel se ausentó al decir eso, y no he logrado atraerla de nuevo. No sé por qué, pero no acude nunca. Y sin embargo la siento muy cerca de nosotros, Roger.
Miró en torno, a la niebla de la mañana, y se persignó, Roger Hastings la vio partir, camino de su vecino alojamiento, a menos de una milla de Cliffs Manor. Esa distancia, con los grandes pies y los pesados zapatones de Charlotte Sanders, no significaba gran cosa.
Roger Hastings se quedó solo ante la puerta de Cliffs Manor. Sonrió, moviendo la cabeza, y echó a andar hacia la casa.
Repentinamente, tuvo la impresión de que unos ojos le miraban fijamente desde la niebla, a espaldas suyas. Se volvió, con vivacidad.
No vio a nadie. Sólo brumas, reptando como humo, enroscándose en árboles y peñascos, en arbustos y verjas. Como algo vivo, frío y sutil, que viniera sin embargo del mundo silencioso de los muertos: el vecino cementerio familiar.
Roger Hastings suspiró hondo. Siguió adelante, por el desolado jardín. La casa, grande y señorial, emergió de la niebla como una forma sólida y dominante. La pizarra gris de sus tejados, las enredaderas haciendo verdear espesamente algunos muros de ladrillo, las vidrieras y galerías asomadas indistintamente al jardín y a las verjas posteriores que delimitaban la propiedad.
Sin saber por qué, recordó de nuevo al hombre barbudo del calesín, siempre eludiendo su mirada. Trató de identificar aquella leve sensación de familiaridad en su recuerdo, pero no lo logró. Sacudió la cabeza, adelantándose, con paso firme, hacia la entrada a la vivienda.
Entró en la casa utilizando la llave que McLaren le había proporcionado, apenas llegó a Inglaterra, tras ser localizado por el representante diplomático inglés en Saharanpur. Cruzó varias estancias, hasta detenerse en seco en una de ellas.
Se quedó contemplando un gran cuadro mural, representando a su prima Yvette, con los acantilados detrás, en pie junto a un hermoso caballo castaño. Apoyando un pie en una roca, un hombre acompañaba a Yvette.
Roger lo estudió atentamente, en silencio. La señora McLaren pasó calladamente, con una bandeja y unos servicios, hacia la cocina. Él la detuvo.
—Señora McLaren, ¿quién acompaña ahí a mi prima? —interrogó, señalando el cuadro.
—¿Ahí? —la esposa de Angus pareció sorprendida de la pregunta—. Cielos, señor. Es el difunto señor Shelley, ¿es que no lo sabía acaso?
—Lo imaginaba, simplemente —sonrió Roger, pensativo—. Había visto ya antes este cuadro, pero no pregunté quién era él, porque imaginé que era, justamente, quien usted acaba de decirme.
—¿Quién había de ser, si no? Ese cuadro lo pintó el señor Sommers, de Southampton, durante el pasado verano… El señor Sommers es un conocido pintor, y estuvo descansando cerca de aquí. Por eso rogó hacer ese cuadro a la señora.
—Sí, sí, entiendo. Prima Yvette está sorprendentemente parecida en ese óleo. ¿Cree que también el señor Shelley está… bueno, está fielmente captado por el pincel del señor Sommers?
—Cielos, a la perfección. Nunca le vi más parecido que ahí a como él era en vida, pobre señor Shelley —musitó la esposa de Angus McLaren, contemplando el lienzo—. A veces… parece incluso como si estuviera vivo.
—¿Vivo? —Roger Hastings la miró, con expresión sombría, como si algo le preocupase interiormente. Luego, desvió sus ojos penetrantes, reflexivos, hacia las figuras pintadas en el óleo. Especialmente, estudió el afilado perfil del hombre alto, pálido y arrogante, retratado junto a su prima.
Tras un largo silencio, musitó para sí:
—Vivo… Es un comentario interesante, señora McLaren. Sobre todo, después de haber oído decir a la señora Sanders que el espíritu de Jason Shelley se niega a acudir a sus invocaciones.
—¿La señora Sanders? —la mujer hizo un gesto expresivo—. ¡Bah, paparruchas de esa vieja chiflada! No creo ya en sus patrañas espiritistas, señor Hastings.
Roger no contestó a eso. Estaba meditando, la cabeza inclinada, como si en la punta de sus zapatos de charol puntiagudos, o en la alfombra espesa y de color grana, hubiera algo realmente importante que ver.
Luego, entre dientes, se le escapó un comentario que la señora McLaren fue incapaz de entender:
—Ahora recuerdo… Ahora recuerdo dónde había creído ver antes a aquel hombre del cementerio…
Y sus ojos volvieron a clavarse, expectantes, en la figura de Jason Shelley, reproducida por los notables pinceles del pintor Sommers.
Horror en la niebla
El hacha descargó su golpe contundente. El filo hendió con un chirrido la nuca, alcanzó el cuello, quebró la garganta, y tras un chasquido brutal, entre un torrente de roja sangre, la cabeza saltó del cuello, se desplomó, rebotando, hasta el cesto que aguardaba al pie.
Una mujer gritó. Un jovenzuelo imberbe se echó a temblar apartando los ojos del verdugo de cabeza encapuchada y musculoso cuerpo, así como del hacha repentinamente enrojecida, goteante, y de la infortunada Ana Bolena, cuya hermosa cabeza reposaba inmóvil en el cesto, al lado de las cabezas de otras personas ajusticiadas por orden de Enrique VIII.
Zoltan Czek sonrió para sí. Era la reacción de siempre. A la gente le causaba horror todo aquello. Pero, invariablemente, era la zona más visitada de todo su pequeño museo. Estaba seguro de la naturaleza de las personas: les atraía todo aquello que más les aterrorizaba. Era una mezcla de insano terror y de complacencia en su propio miedo. Gracias a eso ganaba más dinero del previsible.
Consultó el reloj de pared. Ya era hora de cerrar. Los domingos siempre se concedía más tolerancia a los visitantes en cuanto al horario, pero aun así era demasiado tarde. No podía mantener abierto por más tiempo.
—Por favor, señores —avisó a los visitantes—. Vamos a cerrar. Si hacen el favor… Si son ustedes tan amables…
Algunos protestaban, pareciéndoles poco la larga visita, el recorrido de sala en sala, por la módica suma de un chelín, pero finalmente todos acababan por marcharse dócilmente, a la invitación del propietario.
Cuando hubo salido el último visitante del museo de figuras mecánicas, Zoltan Czek cerró la puerta presurosamente. Apagó las luces de gas de la entrada y de los dos salones más amplios de su museo de inmóviles figuras articuladas, hechas de madera, cartón, escayola y cera, movibles desde la cabina, a medida que los visitantes accionaban sus engranajes depositando una moneda en la ranura correspondiente. Eso hacía funcionar los mecanismos rudimentarios pero eficaces. Y las figuras sonrosadas, de mejillas color carmín, de ojos de vidrio y pelo estropajoso, de ropas baratas, desvaídas, fingiendo el oropel histórico muy pálidamente, se ponían a funcionar, en macabra ficción de hechos pasados, desde las ejecuciones en la torre de Londres, hasta la quema de brujas en la Edad Media o las matanzas vandálicas de tiempos de barbarie.
Zoltan Czek estaba muy orgulloso de su museo. Pero el orgullo sólo no permitía eludir los problemas. Y el más grave de todos esos problemas se llamaba Bruce Strange.
El muy poderoso, rico e inexorable Bruce Strange.
—Hoy es día final del mes… —susurró entre dientes el húngaro creador de las marionetas animadas de su museo. Dirigió en torno una mirada a los rostros inanimados, de maniquíes en forzadas posturas, entre sangre, violencia y terror bien medidos. Todo pintura, ficción y trucaje. Pero todo eficiente para amedrentar a un público sencillo e ingenuo, como el que visitaba su barracón sombrío, allá en Billingsgate Market, ciertamente no lejos de la torre de Londres, en una de las zonas menos pobladas y edificadas de la orilla del río Támesis.
El recordar que era final de mes, amargó su estado de ánimo. Ya ni siquiera tenía objeto contar las monedas recaudadas entre el precio de la entrada y el funcionamiento de las diversas atracciones mecánicas. Sencillamente, todo eso no serviría de nada cuando el muy honorable Bruce Strange llegara allí con la orden judicial de desahucio y los
policemen
requeridos para que tal orden se cumpliese.
—Si, al menos, pudiera convencerle de que espere todavía un mes más… —gimió el húngaro, angustiado—. Mi pequeño negocio, mis muñecos… Miró todo con pesar, con amargura. Acarició a un terrible inquisidor de ojos llameantes, y casi había pasión en su modo de contemplar las formas de Lucrecia Borgia, hermosa y a la vez deshumanizada por sus exageradas exuberancias en cartón y cera, con mejillas coloradas y aire de muñeca vieja y deslucida. Como todo lo de aquel museo que, en realidad, sólo podía fascinar ya a Zoltan y a su inocente público dominguero, nada exigente por cierto.
—Si pudiera salvaros a todos, amigos míos… —jadeó—. Y salvar éste, que es vuestro hogar y el mío a la vez.