—Señora, Dios sea loado… —susurró—. Hamilton trajo el telegrama de Angus justamente esta mañana. Por eso supimos… lo ocurrido al señor en Londres. No sabe cómo sentimos…
—Lo sé, Muriel —gimió entre dientes Yvette. Incluso la miró con gratitud olvidando sus ridículos celos anteriores, e incluso sin dar importancia a las opulencias pectorales de la sirvienta. Más allá, la esposa de Angus, el bueno de Ritcher… Todo el servicio de la casa, esperándola con gesto de circunstancias—. Bajad el féretro —rogó a McLaren—. Que Ritcher te ayude. Creo que para que el funeral sea legal, debe estar presente el agente Hoper…
—Thorley llegará de un momento a otro —hubo un destello procaz en los ojos de la doncella al mencionar al policía de Ramsgate, e incluso arregló coquetonamente sus ropas y cabellos, sin que Yvette se diera cuenta de ello—. Ya está avisado, y traerá el certificado firmado por el juez Bromberg. Está con artritis en casa, y no cree necesario desplazarse para comprobar la legalidad absoluta del funeral. Después de todo, tratándose del señor y la señora Shelley…
—Está bien —musitó la viuda, inclinando la cabeza—. Entonces, vamos hacia el cementerio. Todo debe estar preparado para cuando se lleve a cabo el funeral definitivo del señor…
Alrededor de ellos, la niebla de la tarde formaba una tenue cortina grisácea como si fuese humo brotando del suelo húmedo, reptando entre las piernas de los presentes. Ritcher y McLaren eran fuertes. Cargaron con la caja oblonga color caoba. La luz lívida de aquel atardecer trémulo, tras casi un día de viaje desde la capital, trazó destellos fríos en la plata del crucifijo.
La lenta y espectral comitiva se puso en marcha hacia el pequeño y tradicional cementerio vecino. El recinto funerario de los Hastings, a menos de trescientas yardas de Cliffs Manor…
* * *
Era una hermosa estructura de piedra y mármol.
Los ángeles formaban guardia a ambos lados de la puerta de vidrio y hierro forjado. Arriba, sobre la cúpula, una gran cruz de piedra con el nombre de la familia:
HASTINGS
Más allá de la puerta, abierta ahora, los escalones descendentes hacia la cripta. En ella, algunos nichos con nombres, fechas, cruces, epitafios en latín o en inglés… Incluso dos mausoleos de mármol, con efigies de los Hastigns, fallecidos en 1750. Los fundadores de Cliffs Manor. Los auténticos iniciadores de la estirpe familiar.
Candelabros de seis brazos. Velones. Luz oscilante, amarilla. Luz de velas. Olor a cera. También a incienso. Un hueco sobre un soporte o nicho alargado, con lápida ajustable sobre unos goznes de metal dorado.
El policía Thorley Hoper, grande y obeso, colorado por el whisky de la cantina de Ramsgate, con bigote de morsa, sostenía solemnemente el certificado judicial en la mano. Todo era legal ya. El entierro de Jason Shelley era realidad. Pronto la lápida de piedra cerraría el compartimiento mural reservado a la caja de caoba con cruz de plata.
—Hay que inscribir el nombre y el epitafio —dijo sordamente Yvette, en el silencio con agobiante olor a cera y a incienso. El humo de velones y candelabros, ensuciaba el bajo y agobiante techo de la cripta familiar. En medio de todo ello, un flaco Cristo exhibía su rictus de dolor en una cruz de mármol negro. Debajo, flores. Muchas flores.
Flores nuevas, frescas, silvestres. Flores para Jason Shelley.
—Descuide, señora —habló McLaren roncamente—. Todo se hará en seguida. Mañana mismo, si el escultor Winkle quiere ir de prisa y olvidarse de la ginebra unas pocas horas…
Se musitó silencio por parte de alguien, quizá el policía Hoper, que luego carraspeó.
—¿Y el reverendo? —quiso saber Yvette—. Debía de estar aquí ahora, ¿no creen?
—El reverendo Williams se rompió una pierna el pasado sábado, yendo a caballo con los hermanos Lambeth —explicó Ritcher, con una tos—. Pidió que le disculparan, y prometió venir en cuanto pudiera a pronunciar un sermón por el difunto.
—Está bien —suspiró Yvette—. Terminen. Lo antes posible.
Asintió Ritcher. McLaren y él pusieron el ataúd en el hueco destinado al efecto, debajo del mausoleo de los primeros Hastings. Luego, tomaron la lápida para aplicarla. Fue la señora McLaren, con voz quebrada, quien se interesó:
—Un momento, señora… ¿No quiere ver por última vez a su esposo… antes de que el nicho se cierre definitivamente?
Vaciló Yvette. Se estremeció. A su mente acudió un horrendo recuerdo. Su padre, los párpados agrietados, abriéndose, para dejar paso a brillantes, húmedos gusanos…
—Dios mío… —gimió. Cerró los ojos. Luego se irguió, se llenó de valor. Afirmó—: Sí, por favor…
Se tambaleó un poco al andar. Muriel la sujetó con firmeza. Se movió con ella hacia el féretro. McLaren tomó la llave plateada que ella le diera en Londres, tras recibirla del empleado de pompas fúnebres. En el silencio que reinaba en la agobiante cripta de techo bajo, de aire fétido por la cera quemada y por el incienso, acaso también por la muerte y la humedad que reinaban en ella durante años y años, el chirrido de la llave en las cerraduras del lujoso ataúd, fue como un doble estallido de metal agrio.
Finalmente, McLaren se hizo a un lado. Hizo un gesto al agente Hoper y al empleado del cementerio. El policía soltó un inoportuno eructo con hedor a whisky barato, y miró avergonzado a todos. Nadie pareció preocuparse demasiado del incidente. Hoper fue a la caja y la alzó. La madera chirrió. Yvette tembló. McLaren tragó saliva, con desesperado ascenso y descenso de su abultada nuez. Eludió mirar al interior del ataúd.
—Señora… —habló tímidamente el agente Hoper, Yvette avanzó. Muriel no se despegó de ella, sujetando con fuerza su brazo. Ambas mujeres miraron al interior del féretro.
Jason Shelley parecía dormir. Su rostro terso, ceniciento, era una máscara apacible de muerte y de descanso también. El rosario en las manos yertas, la mortaja amoratada, los oscuros cabellos, los mechones de plata, la arrogancia viril del difunto…
La viuda gimió entre dientes. Estiró una mano engarfiada, trémula.
—¡Jason, mi vida! —sollozó—. ¡Jason, vuelve a mí…!
Luego, se desplomó, pese al apoyo de Muriel Nash, su doncella. Había perdido el conocimiento.
Los demás se miraron entre sí. McLaren resopló. Hoper se persignó.
—Es bastante —dijo—. Cierren el féretro y el nicho.
Le obedecieron, mientras conducían a Yvette Shelley desde el panteón de los Hastings hasta la casa.
Jason Shelley yacía ya en su hermético ataúd. Tras un muro de mármol ajustado también de modo perfecto. Luego, al salir los asistentes al funeral, la puerta de hierro y vidrio se cerró con un chasquido sordo. Se cerró el pestillo, se ajustó el candado, se giró la llave en la barra de hierro que aseguraba el acceso al recinto funerario.
Los muertos nunca salían de sus tumbas. Pero los ladrones de tumbas ricas como la de los Hastings…
Ahora, nadie podía entrar en la cripta. Ni salir tampoco.
Y Jason Shelley tenía que salir.
Nadie lo sabía. Nadie podía imaginarlo siquiera, pero aquel cadáver estaba obligado a abandonar su tumba lo antes posible.
Aquella misma noche…
—Usted, señora Sanders…
—Sí, hija, yo —afirmó Charlotte Sanders, sacudiendo de barro sus grandes zapatones. Miró con disgusto al exterior, y se quitó el pañuelo de la cabeza—. Condenada lluvia… Parece que no caiga una gota. Y ese agua pulverizada, acaba empapándola a una… ¡Uf, los caminos están intransitables, mi querida Yvette!
—No debió salir de su casa en una noche así —meneó la cabeza Yvette Shelley, con reproche—. Podría sufrir un accidente…
—No creo que eso ocurra, hija —rió la mujerona, sacudiendo su canosa cabeza de cabello abundante y descuidado—. La vieja Charlotte es dura de pelar. No me he caído ni siquiera después de las nevadas invernales, cuando el frío aumenta y se convierte todo en hielo resbaladizo…
—Por favor, siéntese —rogó Yvette—. Ya iba a retirarme cuando usted llamó. Pero en realidad es porque me sentía muy sola. Únicamente por eso…
—Mi querida Yvette, entiendo muy bien lo que debe sentir —puso una de sus recias manazas en el hombro de la joven viuda—. Jason era un gran marido. Y un gran tipo, sí señor. Siento de veras lo ocurrido. Pero hay que hacerse a la idea. Y pensar que ellos nunca nos abandonan del todo. Ahí tiene a mi marido. Murió hace quince años… y cada semana viene a verme y hablar conmigo.
—¿Que él viene y…? —recordó de repente, saliendo de su abstracción, y afirmó—: Oh, sí, entiendo, señora Sanders…
—No, no entiende, hija. No puede entender. La gente cree que eso son paparruchas y tonterías de vieja chiflada. Pero nadie conoce ese otro mundo maravilloso, donde los seres humanos podemos comunicarnos, más allá de la vida y de la muerte…
—Yo lo entiendo. Yo sé que usted puede hacerlo…
—Sí —suspiró la vieja y excéntrica señora Sanders—. Veo que usted es la única que me comprende, aunque no esté de acuerdo conmigo en eso de…, del espiritismo.
—Espiritismo… —sacudió Yvette Shelley su cabeza de negro cabello largo, sedoso—. No, señora Sanders. No tengo fe en las cosas del espíritu, sino solamente en aquello que es tangible: el cuerpo humano. Creo en que un ser difunto pueda volver… tal y como era en vida. Pero no su espíritu, a través de una invocación… Y perdone que me exprese así, señora…
—Está disculpada, hija —los ojos bonachones, vivaces y enigmáticos, de la dama de pelo grisáceo y descuidado, revelaron cierta picardía. Se acomodó en el amplio salón de los Hastings, estirando sus piernas, enfundadas en medias de recio algodón, y descalzando sus zapatones fangosos—. Estoy tan habituada a los insultos y a la estupidez de la gente que un comentario así me halaga. Está razonado, cuando menos. Tenemos ideas diferentes. Yo creo en una forma de vida, más allá de la que todos conocemos. Usted, también. Sí, no me mire así. No diga nada. Sé que me entiende en el fondo, aunque pensemos de diferente manera. Es cuestión de matices, señora Shelley. Pero hay otra vida, no lo dude. Es posible que usted, o alguien como usted, logre un día dar vida a un hombre muerto. De momento, no he visto nada así, aunque sé que ocurren cosas raras en nuestras Colonias. Pero esto es Inglaterra. Al puro y simple espíritu, amiga mía, que nunca muere.
—Puede ser… —los ojos negros de Yvette recorrieron las paredes amplias, las luces de los candelabros, del petróleo… En Cliffs Manor no había gas. Sólo en las ciudades. En Londres. También en Ramsgate. Pero no allí, en la campiña, frente a los acantilados, el oleaje gris y violento, las nieblas marinas y las gaviotas estridentes.
Se incorporó. El vestido negro, de terciopelo pesado, de sedoso brillo, de encajes suaves, color marfil, daba a su figura alta y esbelta una arrogancia increíble, una presencia dominadora y llena de autoridad y elegancia. El cabello negro se peinaba ahora en sobrio moño alto, sobre su óvalo pálido, triste, igual al de un medallón o un camafeo. Expresóse lentamente, con frialdad:
—Señora Sanders, me gustaría tanto…
—¿El qué, hija? —la mirada de la anciana fornida se clavó en ella, expectante.
—Ver…, ver o…, o hablar, o sólo sentir cerca a mi Jason…
—Señora Shelley… —se sorprendió la vieja dama—. Señora…, ¿de verdad… dijo eso?
—Sí —afirmó Yvette—. De verdad. Lo dije. Pero sé que eso… no puede ser…
—¿Cómo dijo eso? Claro que puede ser, hija… —afirmó enfática la señora Sanders.
—Solamente… saber si…, si está bien ahora…, esté donde esté su alma… —musitó con voz tensa Yvette—. No tengo demasiada fe en el espiritismo, en las invocaciones, pero…
—No siga. La entiendo. No diga nada, hija. Solamente deje que yo, esta misma noche, invoque a Jason Shelley…
—Dios mío… —Yvette bajó los ojos al suelo—. Es una locura. Nunca debí decir eso…
—¿Por qué no? Así es posible que su espíritu se sienta también mejor, hija mía.
—No, no puede ser ese el camino. Mi mente desvariaba. Jason no puede…, no puede… acudir ahora… Ni siquiera siendo cierto todo lo que usted dice… me sentiría mejor al saber que algo de Jason… está entre nosotros.
—No juzgue, querida. Deje que esta misma noche, antes de ir a descansar… pueda usted establecer contacto con Jason… y saber cuán tranquilo y descansado está allí donde él se encuentra ahora…
Había apretado sus fuertes dedos nudosos en torno a la muñeca de Yvette. Ella trató de resistirse, pero no supo hacerlo. Le temblaban las rodillas. Las manos se estremecían, y el llanto se cuajaba en sus ojos.
Pero su deseo de sentir de nuevo, cerca de ella, en alguna forma, al desaparecido Jason, prestó fuerzas a su voluntad. No quiso volverse atrás en la intención inicial. Deseó, realmente, que Charlotte Sanders invocase el alma del difunto en una de sus sesiones espiritistas…
Y no replicó a la mujer. Afuera, la lluvia se hacía más densa. La niebla rodeaba la finca en los acantilados. Dentro de la casa, amplia, suntuosa, extrañamente vacía y silenciosa ahora, las dos mujeres se dirigieron a un gabinete más recogido, donde iniciar su fantasmal experiencia…
Una experiencia más allá del mundo de los vivos. En sombras, con un velador, y unas manos unidas.
Esperando al espíritu del difunto Jason Shelley…
* * *
No.
No resultaba. Todo era inútil.
La señora Sanders resopló. Sus manos se crisparon en la mesa bruñida. El sudor las hizo resbalar. Respiraba agitadamente. Sacudió la canosa cabeza con energía, realmente disgustada consigo misma. Y con todo lo que estaba sucediendo.
—No es posible —masculló—. Siempre dio resultado. Esto no puede ocurrirme a mí…
Yvette la contemplaba fijamente desde la sombra. Parecía flotar muy lejos. Buscaba algo en la oscuridad, sólo rota por el resplandor de un farol exterior, en la galería porcheada, enfrentada al jardín. Un farol que se agitaba, movido por la fuerte brisa marina, y también por ráfagas de agua en la noche. La luz, así, entraba por la rendija de los cortinajes, bailoteando grotescamente, dibujando y borrando sombras que parecían seres vivientes, llegados de ultratumba.
El ambiente era perfecto. Pero la invocación repetida de la señora Sanders no surtía efecto alguno. Alrededor, continuaba el silencio. La calma más absoluta acogía las palabras susurradas por la médium en la extraña sesión espiritista de Cliffs Manor. Jason no acudía. No respondía. No daba señales de…, de vida, o lo que pudiera ser aquello, más allá de la propia existencia humana natural.