Pero Eleusis es una solución de emergencia. Dista treinta pasos de la playa, dos mil del Gran Puerto, cinco mil del puerto oriental o de la biblioteca; ésas son las ventajas. No hay nada más que decir. Durante algunos meses viví en la zona del puerto y los muelles. Era al mismo tiempo grandiosa y amarga; los olores, las conversaciones con marinos y comerciantes, cada día consistía en esperar el atardecer, cada atardecer era vino y charla y embriaguez y recuerdos y nostalgia: adicción al mar. Cada noche consistía en olvidar, y cada mañana el río de Heráclito brotando de la garganta descompuesta de una cabeza dolorida. Kanopos está demasiado lejos de la biblioteca, de las tiendas de interesantes rollos de papiro recién escritos, de las tiendas de rollos aún por escribir. En esta ciudad libre, en esta polis arrogante, nada posee un rostro; apenas hay un edificio de más de cien años; sólo en Rhakotis y al final del canal, en Kanopos, puede encontrarse aquello que da atractivo a rostros y ciudades: tiempo concebible, palpable, coagulado. Pero el ambiente negruzco de los viejos templos egipcios y las arruinadas instalaciones portuarias es bañado por la vocinglera marea de excursionistas que recorren el canal día a día en un sinfín de barcas, para ver o visitar las tabernas y muchachas, las casas de juego y prostíbulos, enanos, bufones, serpientes, adivinos y lanzacuchillos. Alejandría, en su conjunto, es un estado de espera aún soportable, una mole pululante y ruidosa en la cual un viejo puede esperar a Caronte.
Kart-Hadtha, por el contrario, la desgraciada Karjedón… puede ser que la catarata gris esté enturbiando los ojos de este anciano que vuelve la vista hacia el pasado, pero Karjedón era diferente y lo sigue siendo, como aseguran los mercaderes púnicos. Las suaves colinas de Megara, los regados jardines, los blancos y suntuosos palacios resplandeciendo bajo el sol del mediodía, las brillantes casas campestres con sus bosquecillos de cipreses —gracia y rigor, la tranquilidad de seiscientos años—; Karjedón era más serena y profunda, menos petulante que la arrogante Eleusis. Ningún puerto de todos cuantos existen en Britania y la desembocadura del Ganges ha olido jamás como el gran Cothón de Karjedón al terminar un día cálido y ventoso; en ningún lugar el cuchillo de la vida ha sido tan afilado como en las calientes y hediondas callejas entre los bosques de casas (pues la existencia puede hacer cosquillas a quien la vive o puede revolvérsele en los intestinos: la vida siempre es un cuchillo; si Parménides hubiera comprendido esto, tanto él como nosotros nos hubiéramos ahorrado muchas discusiones acaloradas); nunca me he sentido más cerca de los falsos dioses como una cierta fría mañana después de una noche en vela bajo los árboles sagrados del templo de Eschmún, en lo alto de Byrsa. Aquí, en Alejandría, como heleno que soy puedo participar en las asambleas del distrito; en Kart-Hadtha siempre fui, como mi padre y mi abuelo, un huésped tolerado, un meteco; pero cuando sueño lo hago en púnico.
Tantos miles de personas han muerto durante los últimos años luchando por o contra Kart-Hadtha; mi último deseo seria morir en Karjedón. Pero es un deseo irrealizable desde hace más de catorce años, cuando los obesos culos del Consejo instigaron para que Aníbal fuera entregado a los romanos, haciendo que éste tuviera que huir y propiciando que su casa —la casa de Amílcar, el palacio de los bárcidas— fuera demolida hasta los cimientos; expropiaron los bienes de la familia, se repartieron sus propiedades en Byssatis y expulsaron de la ciudad y del país a todos los amigos de Aníbal. Desde entonces ya no puedo vivir en Karjedón (ni aunque me permitieran volver), pero preferiría morir allí antes que en cualquier otro lugar. Me temo que es imposible.
Mi bisabuelo era el hijo menor de un comerciante siciliota. Al tener cuatro hermanos mayores, no tenía muy buenas perspectivas en Leontinos; tras largos viajes y algunos fracasos en diferentes lugares, se estableció en Karjedón, aunque sin perder el contacto con sus hermanos. Gracias a sus buenas relaciones y a los conocimientos adquiridos durante sus viajes, no tardó en disfrutar de un gran bienestar. Naturalmente, el suburbio de Megara también estaba cerrado para un meteco rico, pero pudo adquirir una bonita finca en la costa, aproximadamente a medio camino entre Kart-Hadtha e Ityke. La finca estaba apartada de todas las carreteras; por eso no fue atacada ni por Agatocles ni por los mercenarios que se levantaron después de la Primera Guerra Romana. Escipión la ocupó durante un tiempo, pero sin destruirla; entonces tuve la oportunidad de conocerlo.
Mi bisabuelo tuvo dos hijos. El mayor, mi abuelo, asumió el negocio y estableció los contactos con diversas ciudades helenas: Leontinos, Corinto, Atenas; tenía amigos y socios semiparientes incluso en las costas del Ponto Euxino y en Colquis. El hijo menor viajó a Massalia, donde tomó como esposa a una sobrina del erudito y viajero Piteas, y nos abrió el comercio en las Galias.
Mi abuelo, Cleomenes, no sólo estableció los contactos comerciales dentro y fuera de la parentela; también inició la expansión hacia otros ámbitos de los negocios: participación en un pequeño astillero, copropiedad de una media docena de barcas atuneras, financiación y aseguramiento de navíos mercantes y sus cargamentos. Uno de sus socios era un joven púnico procedente de una de las familias más antiguas de la ciudad, Aníbal. Esta sociedad se convirtió en una buena amistad que pasó a las siguientes generaciones, a pesar de todas las diferencias, incluidas las de la edad. Cuando nació mi padre, Arístides, Aníbal apenas tenía veinte años y la sociedad aún no existía. Aníbal tuvo cinco hijas y un hijo: Amílcar, veinte años más joven que mi padre y trece años mayor que yo.
He tenido este sueño tantas veces que ya no puedo asegurar que las cosas soñadas no hayan ocurrido realmente alguna vez.
—Allí, uno más. Apenas quedan remos. Agujeros en proa. Oh, oh, oh. Atroz. Cada día más. Cada vez peor, ¿eh? —Bostar agitaba los brazos sin soltar la granada, luego le dio un mordisco y empezó a escupir los huesos. El taller de orfebrería de su padre quedaba cerca de la gran muralla que rodeaba el puerto militar. Allí no podía verse ni oírse nada; en todo caso, nada más que en otros barrios, pero la proximidad convertía a Bostar en una especie de experto. El enjuto Itúbal asentía a su lado, más por solidaridad púnica que por convicción. Hizo sombra a sus ojos con la mano derecha y echó un vistazo a los barcos.
Hice una mueca.
—Tonterías. Lo malo seria que hubieran regresado menos barcos. Los trirremes dañados se pueden reparar.
El barco de guerra se deslizaba lentamente hacia el sur, hacia la bahía de Kart-Hadtha. Estaba demasiado lejos, no se podía ver muy bien. Los «agujeros en proa» de que hablaba Bostar eran pura invención; Bostar se comportaba como si tuviera una vista de lince. Lo único que podía verse era que dos hileras de remos no estaban trabajando. Bostar hizo un guiño y me miró.
—Heleno alcornoque.
—Púnico cabeza de chorlito. —Reí divertido, mi espalda rozó el peñasco. Una arista desgarró el tejido de lana de esa túnica que me llegaba hasta las rodillas. Algún insecto me había picado entre los omóplatos, después del baño.
—Los dos son unos follacabras. —Daniel se había enterado de algo nuevo y estaba visiblemente orgulloso. El judío vivía fuera de la muralla del istmo, en un suburbio del suroeste, por la carretera de Tynes. Trabajaba en el huerto de su padre, nos proveía de fruta y siempre traía del mercado las últimas noticias y tacos del interior.
Esa mañana yo había estado trabajando en el almacén de mi padre, pesando grano, empaquetándolo en sacos, apilando los sacos y registrándolos en un rollo. Luego apareció Bostar, y como ya no había nada importante que hacer, pude ir con él. Estuvimos vagando un rato por el puerto mercantil, comimos pan y pescado en un chiringuito, vimos cómo los esclavos y marineros cargaban los barcos. Un hombre de un mercante de Atenas que acababa de atracar quería cambiar sus dracmas por shekels. Lo llevamos a un cambista púnico, pero el heleno desconfiaba de todos los púnicos, incluido Bostar, así que nos dio las gracias y siguió su camino, hasta que encontró a un cambista meteco. Error suyo; los cambistas púnicos eran controlados por el Consejo, sus pesos llevaban en la parte inferior el sello con la palma y el caballo. Los comerciantes «libres», no sujetos a control, podían hablar la coiné y ser especialmente amables con un ateniense, pero sus pesos eran dudosos.
En el barullo de las callejas que pasan entre las altas casas al pie del Byrsa nos encontramos después con Itúbal, quien, como siempre, despedía la misma peste que la tintorería de su familia. Itúbal propuso sacar a Daniel de su casa e ir al Mar de los Piratas. Así era como llamábamos a la bahía poco profunda ubicada al noroeste de Kart-Hadtha.
Pasamos allí casi toda la tarde. El agua era tibia y en la bahía había algunos islotes que apenas distaban dos estadios de la playa, y se podía nadar hacia ellos haciendo alguna apuesta. A veces el mar arrojaba sobre la playa objetos interesantes; dos o tres días antes yo había encontrado una estatuilla de madera, una diosa o diablesa de cinco pechos. Pero lo mejor de todo era que nuestros padres se oponían a esas excursiones acuáticas.
Más tarde trepamos por los peñascos cercanos a Cabo Kamart, y pasamos junto a las miserables chozas de esteras de los pocos pescadores de la bahía, ubicadas justo debajo del muelle. El centinela de piel negra, emplazado a unos cuatro cuerpos humanos de distancia por encima de nosotros, apenas entendía púnico, y respondió a nuestras amistosas bromas con una risa burlona y un intento de escupir sobre nosotros.
Y ahora el sol se hundía a nuestra izquierda. En la lejana costa oriental de la bahía las montañas se teñían de rojo, el agua relucía como cobre, las barcas de los pescadores ennegrecían, y el navío militar se arrastraba sobre la superficie del agua como un insecto herido. Pronto pasaría el Cabo Kart-Hadtha; luego se perdería de vista tras la parte más alta de la muralla del muelle. Yo no podía quitar la vista del espectáculo; algo se sacudía dentro de mi pecho. Hoy sé que era nostalgia, y era también el mar.
Siempre que despierto de ese sueño siento ese algo que se sacude en mi pecho. Aún hoy; ochenta y siete años no han bastado para saciar esa sed. He viajado a muchos países, he bebido sus vinos, escuchado sus canciones e historias, comerciado con sus productos y dormido con sus mujeres. Ha sido bueno, y suficiente. Pero el mar… viento suave pasando sus caricias sobre la tibieza del agua salada, cargado con el olor de una multitud de decadencias y surgimientos: madera flotante, algas arrojadas sobre la playa, viejas hierbas marinas, pescado podrido, alquitrán, lona de velas. Siempre que he sentido ese olor, ya sea en las costas de la lejana Taprobane o en las playas de aquellos países que se encuentran mucho más allá de las Columnas de Melkart, éste seguía conmigo cuando me dormía, propiciando mi sueño. Es extraño y casi divino el poder que el olfato tiene sobre nuestras almas. Pero no conozco a ningún pueblo que haya venerado a la nariz.
Siempre he tenido demasiadas cosas importantes que hacer, y nunca el tiempo libre o las ganas de entregarme a los enigmas de mi interior, de dilucidar el significado secreto de ese sueño recurrente que me mostraba una tarde en Cabo Kamart. Sueño inextricable como el nudo de Gordio, que sólo se pudo deshacer con un golpe de espada. Sin embargo, creo reconocer una parte esencial del sueño. Hoy, bajo el dominio de las legiones y el Senado, sólo existen dos tipos de seres humanos: amos romanos y esclavos no romanos. En aquel sueño éramos diferentes pero iguales: el centinela negro, el judío, los dos púnicos y yo, hijo de un meteco heleno.
Y era el último día de la vida que conocíamos. De regreso a casa, caminando hacia el sur, bordeando la retorcida muralla del muelle hasta la gran muralla del istmo, advertimos los cambios. Entre las primeras horas de la tarde y la puesta del sol debían haber llegado nuevas noticias de la Gran Guerra Siciliana (más tarde «nosotros», los púnicos, la llamaríamos la Primera Guerra Romana), y el Consejo debía haber promulgado nuevas disposiciones. El imponente foso, cortado en algunas partes y completamente tapado en otras, estaba siendo reparado; esclavos, prisioneros de guerra y algunos soldados revolvían la tierra con sus palas, y, en los lugares más dañados, yuntas de bueyes abrían el suelo del foso. Soldados y obreros hundían estacas en el muro vertical que se levantaba tras el foso, estacas con puntas de bronce. Se daban martillazos y se arañaba la tierra entre gritos; los trabajadores corrían entreverados como hormigas. De algún lugar llegaba un olor a alquitrán caliente. Cerca de nosotros había dos carros asegurados con cuñas, uno vacío y el otro cargado con una montaña de piedras. Los caballos se levantaban sobre sus patas traseras relinchando.
Una tropa de zapadores del ejército —hombres desnudos con un oficial que llevaba yelmo y bastón de mando, además de dos o tres arquitectos— parecían querer echar abajo el gran puente de piedra de la puerta de Tynes. Una tropa de carpinteros trabajaba en un puente de madera en el espacio libre de la plaza del mercado.
—Es como si la ciudad estuviera sitiada… —Bostar señaló a cinco poderosos soldados libios que salían por la puerta cargando un madero enorme.
En el barullo perdimos a Daniel, quien no tenía que regresar a la ciudad. Me subí a una barandilla y eché un vistazo. La gran zona del mercado era un hervidero de gente. En las inmediaciones del puente estaban los soldados, carpinteros y arquitectos, más un sinfín de carros, tirados unos por caballos, otros por bueyes y otros por esclavos; atrás, los comerciantes y campesinos del mercado, que desmontaban sus puestos, dando colorido e incrementando la confusión; los tejados planos de los suburbios, las superficies calientes y vaporosas, y, encima de todo ello, para mí dividida en dos mitades por un lejano ciprés, la oscura bola de fuego de la puesta del sol, como un gran ojo malvado.
El arco de la puerta de la imponente muralla principal se sacudía por todo el barullo de allí fuera, pero la ciudad estaba tranquila: el atardecer. Una unidad de mercenarios ilirios —que a pesar del calor llevaban capas de comadreja— nos salió al encuentro; estaban cubiertos de polvo y argamasa, algunos presentaban pequeñas escoriaciones.
—¿De dónde venís? —Itúbal puso su mejor cara de niño.
—¿Van a reparar la muralla de Byrsa? —dijo Bostar—. Vaya, debe estar ocurriendo algo terrible.