Una flota romana había atracado en la costa oriental, cerca de la ciudad de Aspy. Un poderoso ejército, con los dos cónsules. La Gran Guerra se había desencadenado hacia ocho años, a sólo tres días de viaje por mar, pero a un mundo de distancia de nosotros; para nosotros, que habíamos crecido con los envíos de barcos y el reclutamiento y embarque de mercenarios, la guerra era como una catarata a la que uno está tan acostumbrado que ya no escucha su rugido. Ahora las aguas empezaban a salpicarnos; la espuma llegaba hasta nosotros.
En casa de mi padre estaba esperando su amigo Amílcar; me estaba esperando a mí. Mi padre y él habían llegado a un acuerdo del que yo nada sabía. Mi hermano mayor, Atalo, vivía desde hacia ya mucho tiempo en Massalia; algún día yo viajaría a Alejandría, a casa de un amigo de negocios de mi padre, para aprender a ver las cosas y las mercancías desde otros puntos de vista. Algún día… o pronto, sí la guerra se acercaba. Para mi, Amílcar era como un hermano mayor, un amigo digno de respeto; esa noche lo odié, porque acabó con mi vida de entonces. Él estaba al mando de una parte de la caballería, emplazada a los pies de la gran muralla, y quería partir esa noche hacia Tynes y el interior del país para reclutar nuevos hombres. Refunfuñó algo sobre viejos culones que arañaban quejumbrosos los agujeros de sus tinajas y lamentaban no haber proporcionado a tiempo el dinero necesario para la guerra. Todo fue como un sueño confuso: la despedida de papá y mamá y de mis dos hermanas, Arsione y Argíope, el precipitado viaje a caballo a través de la noche, las lágrimas que no quise llorar. Guías númidas contratados por Amílcar en Tynes me llevaron a través de las montañas, hacia el sureste, hacia el Mar de Tritón y las costas cercanas a la isla Meninx. En algún momento, durante esos miserables días de viaje y dolor, desperté de la pesadilla.
No volví a ver Kart-Hadtha hasta pasados cinco años y medio. El tiempo de un anciano, que es lo que soy ahora, es como el vidrio caliente, que fluye lenta pero ininterrumpidamente, y, al enfriarse, deformado mediante extrañas torsiones y soplos, refleja objetos que yacen detrás de uno mismo desde hace mucho. Cuando termine de relatar las cosas importantes que he vivido hasta ahora y sólo he escrito en parte, si mi vida continúa obstinada en seguir fluyendo, intentaré poner por escrito las imágenes seguramente deformadas de esos cinco años y medio; pero dudo que el destino tenga paciencia.
Viajé con una caravana hasta el oasis del dios Amón, y de allí a Alejandría. En aquel entonces amé la ciudad egipcia de Rhakotis, aún no destruida por las innovaciones, y odié a los arrogantes macedonios, sobre todo al amigo de negocios de mi padre (¿amigo?, ya), mi mentor, Amintas. Tuve una gran alegría cuando, al año siguiente, llegaron noticias de Kart-Hadtha: dirigido por el lacedemonio Jantipo y con Amílcar como jefe de la caballería, el ejército púnico había aniquilado a los romanos y había tomado prisionero al cónsul Marco Atilio Régulo. Me pasé lamentándome todo un viaje Nilo arriba para comprar grano. pues fue a más tardar en ese viaje cuando tuve ocasión de conocer el sofocante entumecimiento del país. La barca encalló en un banco de arena y sufrió algunos desperfectos; en el puerto en que debían repararse estos desperfectos también había un depósito de grano, pero la libranza real estaba extendida a la orden de otra alhóndiga ubicada bastante lejos de allí, río arriba; tuvieron que pasar cinco días para que el funcionario pertinente escuchara los ruegos del capitán y pudiéramos evitar más demoras cargando el barco allí mismo.
Pero en Alejandría también lo pasé bien, sobre todo cuando asistí a la grandiosa fiesta de gala organizada por el rey. La tienda en que tendría lugar la fiesta había sido instalada en el interior del palacio. En la tienda podían caber ciento treinta divanes dispuestos en círculo. A cada uno de los lados más largos se levantaban cinco columnas de madera de cincuenta codos de alto, y una menos en los lados más cortos. Esas columnas sostenían una construcción rectangular que daba techo a todo el recinto. En éste había también un baldaquín circular recubierto con tela púrpura de ribetes blancos. A los lados colgaban cortinajes estriados de blanco. Los espacios intermedios estaban revestidos de baldosas pintadas. Fuera de las columnas había, a tres de los lados, recibidores de techos abovedados, adornados por dentro con cortinas fenicias. De los espacios que quedaban entre las columnas colgaban pieles de animales salvajes, grandiosas y multicolores. La parte exterior de las cortinas, vuelta hacia el cielo abierto, estaba cubierta con mirto, laurel y otras plantas. El suelo estaba salpicado de todo tipo de flores.
El banquete tenía lugar en invierno, lo que hacía que la riqueza de flores fuera sorprendente. Pues mientras en otras ciudades apenas hubieran podido encontrarse flores para hacer una corona, aquí se habían prodigado en abundancia en las coronas de los numerosos invitados, y aun se amontonaban en el suelo de la tienda, como un espléndido prado. Junto a las columnas se levantaban cientos de animales de mármol. En los espacios que quedaban entre estas estatuas colgaban cuadros de pintores siquiónicos, alternados con bustos, chitones entretejidos en oro y majestuosos mantos militares con imágenes bordadas de los reyes. Encima de todo esto colgaban escudos de oro y plata. Y en el espacio superior, de unos ocho codos de ancho, se habían añadido hornacinas —seis en cada una de las paredes más largas, cuatro en las más cortas— con representaciones de escenas de borracheras provenientes de tragedias, comedias y sátiras: personajes vestidos con corrección que levantaban ante ellos copas de oro. Entre las hornacinas quedaban pequeños espacios libres en los que se habían colocado algunos apoyos que sostenían trípodes délficos. En el punto más alto de la tienda, águilas doradas de quince codos de largo se observaban unas a otras.
A ambos lados de la tienda yacían centenares de divanes de oro con patas en forma de esfinges; frente al ábside de la entrada se había dejado un espacio libre. Sobre los divanes, mantas púrpuras de la más fina lana, vellosas por ambos lados, y sobre éstas, multicolores sobrecubiertas bordadas con arte. Alfombras persas protegían la parte central del contacto con los pies. Los invitados tendidos sobre los divanes tenían ante si mesitas doradas de tres patas; había doscientas de ellas, dos para cada diván, colocadas sobre pedestales de plata. Tras los divanes había cien lavamanos e igual número de jarras, y frente a ellos, cántaros para mezclar el vino, copas y todo lo necesario para el banquete. Todo de oro y con adornos de marfil.
El desfile festivo fue abierto por silenos vestidos con mantos de púrpura cuya misión era contener a la masa. Tras ellos venían sátiros provistos de antorchas en forma de hojas de hiedra. Luego seguían las diosas de la victoria, de alas doradas. Estas portaban fumigatorios de seis codos de altura, adornados con doradas hojas de hiedra, y llevaban puestos vestidos multicolores y espléndidas joyas. Tras las diosas venia un altar doble de seis pies de alto, envuelto de hiedra bañada en oro y coronado con pámpanos entrelazados con cintas blancas. Inmediatamente después desfilaron ciento veinte jóvenes vestidas de púrpura que traían bandejas de oro cargadas de incienso, mirra y azafrán, luego cuarenta sátiros con doradas coronas de hiedra y los cuerpos pintados de púrpura, o con cinabrio y otros colores. También sus coronas estaban tejidas con doradas hojas de vid y de hiedra. Luego venían dos silenos con mantos púrpuras y sandalias blancas. Entre ellos, un hombre unos cuatro codos más altos, con el disfraz y la máscara de un actor trágico y un dorado cuerno de la abundancia en el brazo. Este personaje llevaba el nombre de El Año. Le seguía una mujer alta y hermosa adornada con mucho oro y un vestido magnifico. En una mano llevaba una corona de flores, en la otra una hoja de palmera; era llamada Las Fiestas. Tras ella venían Las Cuatro Estaciones, cada una vestida de acuerdo con la estación que representaba y provista de los frutos correspondientes. Finalmente pasaron dos fumigatorios de seis codos de alto, ornados con doradas hojas de hiedra, y entre ellos un altar de oro rectangular. Después, más sátiros con áureas coronas de laurel y mantos de púrpura; algunos de ellos portaban doradas jarras de vino, los otros, copas. Tras ellos pasó toda la comitiva de actores. Después, un carro de cuatro ruedas, de catorce codos de largo y ocho de ancho, tirado por ciento ochenta hombres. Sobre éste se erguía una estatua de Dioniso de diez codos de alto, que representaba al dios haciendo una libación con una copa de oro, vestido con una túnica púrpura larga hasta los pies cubierta por otra amarilla transparente y un manto púrpura bordado en oro sobre los hombros. Ante él tenía un dorado cántaro de mezclar espartano, en el que cabían quince ánforas, y un trípode de oro, sobre el cual descansaban un fumigatorio también de oro y dos platos rebosantes de cinamomo y azafrán. Le daba sombra un baldaquín adornado con hiedra, pámpanos y frutas y guarnecido de coronas, cintas, tirsos, atabales, frontales y máscaras de teatro satírico, cómico y trágico. El carro iba seguido por sacerdotes y sacerdotisas, criados del templo, grupos de individuos de todo tipo, mujeres portadoras de las canastas con las ofrendas. Luego venían mujeres lidias con los cabellos sueltos, coronadas con serpientes, pámpanos y hiedra, y cuchillos en las manos. Seguía otro carro de cuatro ruedas y ocho codos de ancho, tirado por sesenta hombres; sobre este carro se levantaba una estatua que representaba a Nisa sentada, vestida con una túnica amarilla bordada en oro y un manto espartano. Esta estatua podía levantarse, verter leche de una bandeja de oro y volver a sentarse. Llevaba una corona dorada de hiedra, engastada con uvas de piedras preciosas.
Acto seguido pasó un carro de cuatro ruedas de veinte codos de largo y dieciséis de ancho, tirado por trescientos hombres. Sobre este carro venía una prensa de uvas de veinticuatro codos de largo y quince de ancho, repleta de uvas. Sesenta sátiros, vigilados por un sileno, pisaban las uvas al tiempo que cantaban, acompañados de música de flautas, una canción de vendimia. Y el mosto corría a todo lo largo del camino. Siguió un carro de cuatro ruedas de veinticinco codos de largo y catorce de ancho, tirado por seiscientos hombres. Sobre él yacía un gigantesco odre de vino hecho con pieles de leopardo, en el cual cabían tres mil ánforas. El odre dejaba gotear el vino a lo largo de todo el trayecto. Lo seguían ciento veinte sátiros y silenos coronados que portaban jarras de vino, bandejas y platos, todos de oro. Inmediatamente después pasó un plateado cántaro de mezclar en el que cabían seiscientas ánforas, colocado sobre un carro tirado por seiscientos hombres. Alrededor del borde del cántaro, de las asas y de los pies podían verse imágenes repujadas de diversas criaturas vivientes, y por el centro se extendía un listón de oro engastado con piedras preciosas. A continuación pasaron dos portacopas de plata de veintitrés codos de largo y seis de altura. Llevaban muchos adornos en la parte superior, y un gran número de figuras de animales en la parte central y en las patas.
Luego vino otro carro de cuatro ruedas, éste de veintidós codos de largo y catorce de ancho, tirado por quinientos hombres; sobre este carro podía verse una gran gruta sombreada por hiedra. De la gruta salían palomas que hacían todo el recorrido volando sobre el carro, con un cordel atado a las patas, para que los espectadores pudieran capturarías. También manaban dos fuentes, una de leche y otra de vino. En otro carro, que representaba el regreso de Dioniso de la India, el dios, envuelto en un traje de púrpura, con una corona dorada de hiedra y pámpanos, aparecía sentado sobre un elefante de doce codos de altura. En la mano sostenía un largo tirso de oro, y también eran de oro las hebillas de su calzado. Ante él, sobre la nuca del elefante, iba sentado un sátiro de cinco codos de alto que iba ceñido con una dorada corona de piñas y llevaba un cuerno de cabra en la mano derecha. El elefante tenía un arnés de oro y, alrededor de su cuello, una dorada corona de hojas de hiedra.
Este carro iba seguido por quinientas jóvenes vestidas con túnicas púrpuras y cinturones dorados. Las primeras ciento veinte llevaban áureas coronas de piñas. Luego venían ciento veinte sátiros con armas de oro, plata o bronce. Seguían cinco rebaños de asnos, montados por silenos y sátiros coronados. Los arreos y guarniciones de los asnos eran en parte de oro y en parte de plata. Después pasaron veinticuatro carros tirados por elefantes, sesenta yuntas de machos cabríos, doce de renos, siete de gacelas, quince de búfalos, ocho de avestruces, cuatro de onagros, y cuatro tiros de cuatro caballos. Siguieron seis yuntas de camellos, tres a cada lado, y luego carros tirados por mulas, provistos de extrañas tiendas bajo las cuales iban sentadas algunas hindúes y otras mujeres, vestidas como prisioneras de guerra; y camellos con cargamentos de trescientas minas de incienso, trescientas de mirra y doscientas de azafrán, frutos de sen, cinamomo, íride y otras plantas. Después venían negros con tributos: seiscientos colmillos de elefante, dos mil maderos de ébano, sesenta cántaros llenos de monedas de oro y plata y polvo de oro. Además, los negros llevaban consigo a dos mil cuatrocientos perros hindúes, hircanos, molosos y otros.
Ciento cincuenta hombres provistos de lanzas de las que colgaban como botín de la cacería los más diversos animales y pájaros. Y en jaulas llevaban papagayos, pavos reales, pintadas, faisanes y aves africanas, todas en gran número. Además, había numerosos animales, entre ellos veinticuatro leones, ciento treinta carneros de Etiopía, trescientos de Arabia, veinte de Eubea, ocho toros de Etiopía y veintiséis, completamente blancos, de la India, una gran osa blanca, catorce leopardos, dieciséis panteras, cuatro linces, tres cachorros de pantera, un avestruz, un rinoceronte etíope. A continuación pasó un carro de cuatro ruedas que llevaba encima una estatua de Dioniso en la que el dios estaba representado ante el altar de Rea, buscando refugio de la persecución de Hera; llevaba una corona de oro, y a su lado estaba Príapo, con una corona de hiedra también dorada. La estatua de Hera estaba ceñida con una diadema de oro. Luego venían las estatuas de Alejandro y Ptolomeo, con áureas coronas de hiedra; junto a Ptolomeo aparecía la personificación de la virtud, ceñida con una dorada corona de hojas de olivo. Príapo volvía a estar representado entre ellos, siempre con la dorada corona de hiedra. Al lado de Ptolomeo estaba también la personificación de la ciudad de Corinto, con una diadema de oro. Junto a todos ellos había también un portacopas lleno, de cántaros de oro, y una jarra para mezclar vino en la que cabían cinco ánforas. Este carro era seguido por mujeres ricamente vestidas y enjoyadas que representaban a las ciudades jónicas sometidas a los persas, y a las últimas ciudades helenas de Asia y las islas. Todas llevaban coronas de oro. En otros carros pasaron un tirso de oro de noventa codos de largo y una lanza plateada de sesenta codos, un falo de oro de ciento veinte codos de largo, ricamente coloreado y adornado con cintas doradas, y en la punta, una estrella de oro de seis codos de diámetro.