Naravas habló con sus generales; no hubo réplicas. Luego cabalgó lentamente hacia delante, seguido por cien jinetes vestidos de blanco. Antígono se sentía raro vestido con aquellas ropas, sabiendo que aquella mañana participaría por primera vez en una verdadera batalla.
Naravas se detuvo a unos doscientos pasos del terraplén reforzado con madera que defendía el campamento púnico. Con una señal, pidió a Antígono y a un masilio barbicano que se acercasen.
—Hermano de mi padre —dijo—, solicita una entrevista.
El barbicano se rozó los labios con la mano y espoleó su caballo. Era una mañana sin viento. A cien pasos del terraplén, el númida se rodeó la boca con las manos.
A Antígono le pareció oír:
—Naravas, joven príncipe de los masilios, solicita entrevistarse con Amílcar el Rayo —pero el hermano del padre de Naravas estaba demasiado lejos, y a Antígono le zumbaban los oídos.
Se abrió una parte de la estacada. Veinte coraceros salieron del campamento y formaron un semicírculo; en el Centro de éste estaba Amílcar Barca. Llevaba un sencillo yelmo redondeado, tan falto de aristas que el sol habría podido reflejarse en él. Una piel de leopardo le cubría los hombros, y sobre el chitón descansaba el peto de cuero con guarniciones de metal. Aquel hombre gigantesco y ancho de hombros avanzó unos pasos, desenvainó la espada y se la entregó a uno de sus soldados.
El viejo númida dominó los corcoveos de su caballo e hizo una señal a Naravas. El joven príncipe hizo un guiño a Antígono y puso en marcha su cabalgadura. Cuando llegaron hasta el lugar donde se encontraba el viejo masilio, Naravas desmontó, arrojó las riendas al hermano de su padre, le entregó la espada y empezó a andar hacia el campamento púnico. Por encima del hombro, dijo:
—Ven conmigo, hermano de sangre, pero esconde la cara y mantente unos pasos atrás.
El príncipe masilio se detuvo a cinco pasos de Amílcar. Antígono, diez pasos detrás de él, se había cubierto la boca y la nariz con un extremo del largo turbante.
Ahora, de cerca, vio que el Rayo llevaba la piel gris del
llama
debajo del peto.
Amílcar examinó al joven masilio.
—Tú debes ser Naravas, hijo de Masyas y hermano de Gya —dijo. Su voz, honda y plena, sonaba tranquila—. Últimamente los emisarios ya no son especialmente sagrados. ¿Por qué quieres hablar conmigo?
Naravas se empinó un tanto.
—Cuando quería ir a Sicilia —dijo en voz alta—, para pelear bajo tu mando, la guerra terminó. En esta nueva guerra no quiero llegar demasiado tarde, pero tampoco demasiado pronto.
—Escucho tus palabras. Si vienes ahora, vienes en el mejor momento. ¿Qué pides a cambio? Y, ¿qué es lo que traes?
Naravas señaló hacia atrás, por encima de sus hombros.
—Dos mil espadas masilias. —Titubeó—. A cambio de tu amistad.
Amílcar sacudió lentamente la cabeza. Una desconfianza infinita resonó en su voz.
—¿Nada más, númida? Spendius te debe haber prometido medio Kart-Hadtha.
—Me ha prometido medio Kart-Hadtha —dijo Naravas con aspereza. Se volvió hacia Antígono y le hizo una seña—. Quizá le creas a éste.
Antígono se echó una mirada a si mismo. Se veía y se sentía llevado por piernas extrañas, sintió cómo una mano extraña retiraba la punta del turbante, y escuchó que una voz extraña decía:
—Siervo de Melkart, Naravas ha bebido mi sangre, y yo la suya.
Los ojos de Amílcar se abrieron bruscamente, y la visión de un Amílcar Barca desconcertado devolvió a Antígono a la realidad.
—¡Tigo! ¡Pequeño bribón! ¡Amigo! Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien como de verte a ti ahora. Así pues, ¿es cierto? Pero, ¿cómo es que tú…? Bah, eso tiene que esperar. ¿Que has bebido sangre, dices?
Antígono puso la mano sobre la espalda de Naravas, haciendo avanzar unos pasos al príncipe. Amílcar no cesaba de mirar a uno y a otro.
—Amigo y amigo de mi padre —dijo Antígono—. ¿Te he mentido alguna vez?
Amílcar sonrió de repente y extendió la mano derecha.
—A mí no.
Antígono estrechó un momento la muñeca del gran púnico; luego apoyó la mano sobre el brazo de Naravas.
—Este hombre te admira, siervo de Melkart. Y yo no puedo dejarlo marchar solo a la batalla, probablemente Salambua me lo reprocharía.
Amílcar enarcó las cejas.
—Ah, ¿eras tú? Había oído hablar de un noble númida.
Naravas asintió; parecía estar esperando algo.
Amílcar se puso la mano izquierda sobre el chitón, entre los muslos, y señaló el cielo con la derecha.
—Por tus dioses, masilio —dijo—, y por el miembro que engendró a Salambua: tendrás mi amistad y mi hija, si terminamos el día con vida. —Puso las manos sobre los hombros de Naravas.
El joven príncipe devolvió el gesto.
—Es… —empezaba a decir cuando tocaron las trompetas de los heraldos del campamento púnico.
—Luego —murmuró Amílcar—. ¿Mis órdenes, amigo?
—Tus órdenes, estratega.
—Espera hasta que la batalla haya empezado; después ven con tus jinetes cabalgando a lo largo de las faldas de la montaña, y ataca el flanco y la retaguardia de los mercenarios.
Naravas levantó la mano y volvió a su caballo.
—Una cosa más, Tigo —dijo Amílcar en voz baja—. Luego tienes que contarme cómo lo has hecho. Considero a los masilios un regalo tuyo.
Antígono inclinó la cabeza sonriendo.
—Todavía tengo otro regalo para ti.
Amílcar arrugó la frente y miró por encima del hombro. Por lo visto, ya había dado órdenes precisas; el ejército púnico empezaba a salir del campamento.
—El campamento es poco seguro para un heleno —dijo Amílcar.
Antígono se recogió el traje, dejando ver la espada; el Rayo respiró profundamente.
—¿Otro regalo, Tigo? Tú eres más valioso fuera del campo de batalla.
Antígono se llevó el puño al pecho. Sabía que si se quedaba un instante más ya no podría marcharse. Sin decir nada, se dio la vuelta y caminó hacia Naravas y su caballo.
Naravas cabalgaba en la vanguardia, rodeado por hombres de su círculo más estrecho. Cuando se volvió para examinar las relajadas columnas de marcha, vio que Antígono cabalgaba detrás de él.
—Hermano, señor del Banco de Arena, ¡tu lugar no está entre las espadas!
Antígono intentó esbozar una sonrisa.
—Si me lo dicen tan a menudo, acabaré por creérmelo.
Cabalgaban despacio, casi con pereza, bordeando la ladera, un poco por encima de la llanura. Un pequeño grupo de jinetes les salió al encuentro, al galope.
—Spendius transmite sus saludos, príncipe de los masilios —dijo uno de ellos—. Alegría y reconocimiento. Dicen Spendius y Audarido que, en el momento que creas oportuno, ataques el centro de la formación púnica, por la retaguardia. Los dividiremos en dos partes y los aniquilaremos.
—Un plan sencillo y no muy convincente —dijo Naravas fríamente—. Transmite mis saludos a tus señores. Spendius recordará que le dije que estaríamos aquí, pero no dije del lado de quién. —Levantó la espada—. ¡Los estandartes!
Dos hombres de su grupo desenrollaron los paños brillantes que llevaban atados a unas lanzas. Dibujos de palmeras y puntas de lanzas.
—¡Por Kart-Hadtha! ¡Por Amílcar Barca! —gritó Naravas. Los dos mil masilios devolvieron el grito levantando las lanzas.
Por un momento, los mensajeros de los mercenarios se quedaron como de piedra. Luego hicieron dar media vuelta a sus caballos y escaparon al galope.
—¡Adelante! —Naravas puso su cabalgadura al trote.
La batalla había comenzado. Ya podía verse que una parte del ala derecha libia tenía dificultades para intervenir en el choque: Amílcar los había bloqueado con una maniobra muy sencilla. La columna púnica retrocedió paulatinamente, hasta encontrarse con el ala izquierda libia detrás de la propia fortaleza púnica, quedando ésta entre los combatientes y el río. Tras los muros y estacadas habían honderos, lanceros y arqueros. Los libios que avanzaban bordeando el río podían intentar tomar por asalto el campamento —pero era demasiado difícil, sangriento y, además, intrascendente para el desarrollo de la batalla. O podían presenciar cómo luchaban los demás, sin intervenir. O, en caso de extrema urgencia, podían trasladarse hacia el centro, o hacia el otro flanco, lo que costaría tiempo y energías, quitaría espacio y entorpecería las maniobras de las otras tropas, y daría a los soldados ligeros de Amílcar la oportunidad de salir del campamento y atacar el flanco desprotegido del contrario.
Los elefantes abrían brechas y creaban confusión en el centro de la línea de batalla libia. Iban seguidos por una cuña de coraceros, y la caballería púnica intentaba abrirse paso junto a los elefantes. Las filas libias todavía se mantenían firmes.
Pero el combate se decidiría en el centro y en el ala derecha de los púnicos. Allí se enfrentaban parte de los libios y de los experimentados mercenarios de la Guerra Romana contra los coraceros de Amílcar; los púnicos tenían menos de la mitad de hombres que sus rivales, y, seguramente, eran menos duchos en la batalla que aquellos insurrectos formados durante años por el propio Amílcar. Poco a poco, el ala púnica empezó a retroceder bajo el empuje de los celtas, semihelenos, íberos, itálicos y siciliotas.
Un ataque de los dos mil masilios apoyando a los mercenarios hubiera dado la estocada final al ejército de Amílcar, y Antígono dudaba si los hombres de Naravas podrían realmente hacer girar el curso de la batalla en favor de los púnicos. Pero éstos fueron sus últimos pensamientos claros.
Los númidas se encontraban justo encima del escenario de batalla. Naravas, levantó la espada, profirió un grito largo y estridente, y echó a galopar.
Los númidas, provistos de armas y corazas ligeras, no eran una caballería de choque que, como los catafractas macedonios, pudieran dispersar las filas enemigas. Podían cargar, sembrar confusión, galopar en torno a las tropas enemigas como un remolino, golpear con la espada, retirarse, volver a atacar. Parecían formar parte de sus caballos. En el choque, Antígono cayó de su caballo; de algún modo pronto se vio con los pies en tierra y la espada corta en la mano.
Todo lo demás era un torbellino de imágenes que se desvanecían, volvían a surgir, cambiaban. Tenía la espada en la mano, pero no era él sino algo lo que luchaba, golpeaba y clavaba el hierro, atajaba golpes, retrocedía, tropezaba, esquivaba el ataque, se agachaba y volvía a arremeter, caía y se levantaba. Una boca desgarrada; sangre brotando de un brazo cercenado; manos intentando contener los intestinos dentro del vientre abierto; palpitar de espaldas; polvo. Ningún ruido, sólo el pulso y los latidos del oleaje en el oído. Y, como único sentimiento semiconsciente, una inmensa e insaciable sed de matar.
—Parece un golpe con el lado plano de la espada. Si eso es todo… Permanece acostado un rato. El siguiente. —El médico púnico, bañado en sangre de pies a cabeza, se apartó. Un asistente negro vendó la cabeza de Antígono con una cinta de lino.
Gritos y ayes de heridos se abrían paso a través del supurante casquete de dolor que había ocupado el lugar de la cabeza del heleno. El sol, en algún lugar a su izquierda y ya muy cerca del horizonte, impregnaba el aire de un resplandor insoportable. Oro calentado al rojo rezumaba hacia sus ojos.
Cuando volvió a despertar, hogueras ardían en la llanura. Le costó mucho esfuerzo incorporarse. Su cabeza era otra vez una cabeza, aunque desbordante de plomo y ruedas calcinantes. Cerró los ojos, respiró profundamente, varias veces, el mundo dejó de girar.
No muy lejos de allí, e iluminados a medias por las hogueras, los grandes elefantes se bamboleaban atados a sus estacas. Hacia delante, hacia atrás; hacia delante, hacia atrás. Tenían las patas delanteras encadenadas la una a la otra. Eran grandes animales de las llanuras del sur de Libia, probablemente traídos a Kart-Hadtha en barco desde un puerto del este, y entrenados en la capital púnica. Los pequeños elefantes de los númidas y gatúlicos no podían llevar torrecillas, pero, con los colmillos alargados y montados por lanceros, eran preferidos por los púnicos. Pero los caminos a Numidia estaban cerrados. Hombres vestidos de blanco se deslizaban entre las filas de elefantes, echaban pienso, arrastraban grandes cubas de agua, limpiaban los hierros de los colmillos y les colocaban las fundas. Eran púnicos, pero se les llamaba hindúes, pues hindúes habían sido los primeros cuidadores y domadores que, hacía ya algunos decenios, dirigieran elefantes de guerra en Siria y Egipto.
«Qué absurdo. La batalla ha terminado, estoy aquí sentado sin saber qué ha pasado y mi cabeza piensa en los elefantes.» Antígono se volvió hacia el hombre que yacía a su derecha. Había estado lanzando quejidos durante mucho rato, y ahora estaba en silencio. Quizá supiera algo. Pero el cuerpo que tocó el heleno estaba frío y rígido.
En el cuarto intento consiguió levantarse y mantenerse de pie. Uno de los «hindúes» le dejó beber agua fresca de un odre. Medio tambaleándose, medio andando, Antígono intentó encontrar el camino por la llanura.
Él y otros heridos habían sido llevados al muro del campamento púnico. Allí donde la batalla había rozado la fortificación, ahora se amontonaban espadas, corazas, lanzas, yelmos, cinturones, vainas, cuchillos, arcos. En aquella oscuridad que las hogueras dispersas ahondaban más que aplacaban, aparecían a cada momento soldados que echaban aún más pertrechos de guerra a los montones, pirámides y pilas. Una larga colina de poca altura que esa misma mañana aún no existía, se levantaba borrosa en el centro de la explanada. Antígono se acercó, arrastrando los pies, pero poco antes de llegar a la colina un hombre lo detuvo. A sus pies se abría una profunda fosa.
Antígono se alejó de allí, primero arrastrándose sin rumbo, luego en dirección a donde debía estar el río. El crepitar de las hogueras, el penetrante rugido de mil voces quedas sofocando cualquier otro ruido; el olor a vino y carne chamuscada, el olor, metálico y sin embargo repulsivamente dulce, a sangre coagulada y cuerpos descuartizados que habían yacido medio día bajo un sol abrasador. Gritos, los lamentos de los heridos, quejidos, clamores. Antígono había cabalgado a la batalla en ayunas, como los númidas, y desde entonces sólo había bebido unos tragos de agua, pero en cierto momento vomitó, jadeando, jadeando, botó más de lo que podía tener dentro. Otro médico, ¿o era el mismo? El médico estaba inclinado sobre un cuerpo que se retorcía de dolor emitiendo gemidos sordos.