—Ya lo veo. —Tsuniro se acuclilló sobre él e hizo girar la pelvis. Antígono lanzó un gemido, ella se inclinó hacia delante y le mordió tiernamente la nariz—. Además de lo que decimos sobre junglas —dijo ella jadeando—, y sobre ríos, y juncos, y otras cosas, que ya sabes, podemos, hablar, de muchas, otras, cosas. De, caballos, por ejemplo.
—Ahhhh. ¿Cabaaallos?
—Deja… que… te… monte… suavemente.., que… RIDO.
Antígono se informó con cautela. Uno de los britanos de la localidad, pequeño y de cabello oscuro, le dijo lo que quería saber. El
Alas del Céfiro
zarpó apenas cesó la tormenta; navegaron hacia el norte, hasta llegar a la amplia Boca de las Mareas. Allí, donde solían atracar menos mercaderes extranjeros que en la isla Vektis, había mejores posibilidades de comerciar.
Tsuniro y Memnón se quedaron a bordo. Antígono los dejó —a ellos y a Hiram— a cargo de todo. Cabalgó algunos días hacia el noroeste, acompañado de un guía britano y llevando tres o cuatro caballos cargados de hierro, bolsas de monedas y provisiones. Cerca del Circulo de las Piedras Danzantes vivía el herrero Ylán. El herrero, hombre de mediana edad y ancho de espaldas, examinó a los extraños, dio su opinión sobre el hierro y finalmente arrugó la frente.
—¿Seis espadas de las buenas, de esas que has oído alabar?
Antígono escuchó las palabras dichas en ese idioma extraño que no se parecía a ninguno de los que había oído antes. Cuando el guía tradujo la pregunta a un pésimo heleno, Antígono extendió el brazo derecho.
—Más o menos de este largo —dijo—. Desde la punta de los dedos hasta un palmo por encima del codo. Y de este ancho. —Abrió la mano separando el pulgar del meñique tanto como pudo.
—Ah —dijo el guía—. ¿Como ibéricas?
Antígono asintió y el guía tradujo. El herrero se rascó la cabeza, se levantó, caminó hacia el otro extremo de la enorme habitación donde trabajaba y comía, apartó un fuelle y cogió una balanza oculta bajo sacos vacíos. Antígono observó las vigas ennegrecidas, el fuego apagado junto al yunque, el pequeño montón de nieve que había caído a través del tiro del fogón. El fuego de la cocina apenas alcanzaba para derretir la nieve de las botas del heleno; sin embargo, el herrero no parecía sentir frío. Vestía un pantalón de cuero y un tabardo de lana de oveja que dejaba desnudos los antebrazos.
—Él quiere saber cómo llamarse gente, qué hacer, cómo relación contigo.
—¿Es necesario? Está bien. Tres son para los hijos de un buen amigo llamado Amílcar; los hijos se llaman Aníbal, Asdrúbal y Magón. Una es para Bomílcar, el hijo de mi amigo Bostar. Otra es para mi hijo, Memnón. Y otra para mí.
El guía tradujo. Ylán soltó algunos gruñidos y dejó la balanza a los pies de Antígono. En uno de los platillos colocó una pesada piedra. Señaló el otro.
—Así de oro —dijo el guía en voz baja.
Antígono salió de la casa del herrero y caminó hacia su caballo pensando si los regalos valían realmente un talento de oro. Ése era el peso que le calculaba a la piedra. Suspiró, sacó la bolsa de la alforja, miró a su alrededor. Detrás de la herrería se levantaba una casita con un huerto y un pequeño corral, probablemente para gansos o algún otro tipo de aves. Una anciana estaba cerrando los postigos de una ventana. El resto del paisaje era desierto, una llanura suavemente ondulada de la que sólo sobresalían las Piedras Danzantes.
Volvió a la herrería maldiciendo en voz baja. Llenó el platillo hasta equilibrar la balanza.
El guía se puso pálido al ver esa enorme cantidad de monedas. «Probablemente —pensó Antígono— con esto también podría comprar a su rey y la mitad del país.» El herrero no miró más la balanza. Cogió un tabardo, dijo algo y se dirigió hacia la puerta.
—Ahora él preguntar dioses si aceptar dinero y hacer espadas.
Antígono levantó las manos, dejó escapar un gemido y salió tras los britanos. Ylán marchaba a la cabeza, sin cesar nunca de murmurar algo en voz muy baja. Se acercó a las Piedras Danzantes, cubiertas de nieve. Cuando Antígono quiso entrar en el círculo, el guía lo contuvo.
—Sólo poder sacerdotes —susurro.
El herrero, quien por lo visto también era sacerdote, pasó varias veces, lentamente, entre algunas de aquellas piedras gigantescas. De pronto se detuvo, como queriendo escuchar algo. Luego salió del círculo y volvió a la herrería sin pronunciar una sola palabra.
Cuando Antígono, a quien le costaba mucho trabajo andar en la nieve, pues no estaba acostumbrado, llegó al salón, el herrero estaba arrodillado junto a la balanza. Sacó las monedas del platillo, las contó a una velocidad increíble y formó con ellas seis montoncitos del mismo tamaño. Señaló la bolsa de Antígono.
El heleno, completamente desconcertado, alcanzó el saquito de cuero al herrero. El primer montón y la mitad del segundo volvieron a la bolsa. El herrero se levantó y refunfuñó algo.
—Dice tú venir cuando querer, próximo año o después. Espada para hijo mayor del hombre que lleva piel extraña no se paga; hijo demasiado grande para oro. Espada para ti sólo pagar la mitad, porque no para ti, ser para hijo tuyo de piel oscura, que ser rey.
Antígono abrió los ojos estupefacto. Se le cayó la mandíbula y ni siquiera notó cómo le temblaban las piernas. Ylán le arrojó la bolsa.
En el puerto de Vektis, donde el clima había mantenido a la gente en sus casas y, por otra parte, los habitantes ya estaban acostumbrados a los extranjeros, podía soportarse la moderada curiosidad de los nativos. Los comentarios serenos y unívocos de los masaliotas sobre las extrañas formas de los magníficos animales de rapiña de Libia todavía eran recibidos con sonrisas. Pero, por el contrario, la estancia en la pequeña aldea de chozas del extremo superior de la Boca de las Mareas pronto fue muy molesta. Los britanos los miraban fijamente, las britanas refunfuñaban, los niños siempre estaban queriendo tocar la piel de Tsuniro. Por suerte, aquel frío inusual llegó a su fin; la nieve se derritió, y sobre tierra y mar volvió a posarse el invierno húmedo y suave del sur de Britania. Hiram dijo que ya se podía navegar; el barco había sido reparado, hasta donde era necesario, y a finales del invierno sería difícil que empezaran las tormentas.
El barco estaba cargado hasta los topes; mediante trueque habían adquirido, sobre todo, pieles de animales y grandes y toscas estatuillas de madera dueñas de un encanto extraño y exótico. Antígono calculaba que en el sur pagarían por ese cargamento el doble del valor de las cosas que habían dado a cambio, en caso de que todavía hubiera compradores en las ciudades púnicas.
La víspera de su partida, el hombre más anciano de la aldea los invitó a un banquete de despedida. Había pescado, piezas de caza, pan y cerveza. Más tarde, cuando, por orden de Hiram, una parte de la tripulación del
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ya había abandonado la fiesta y Memnón dormía en la habitación separada que le habían preparado en el camarote de popa, el anciano, Tsuniro, Antígono y Mastanábal bebieron la «bebida del adiós y el regreso», como llamaban los britanos a esa infusión de hierbas. La estrecha cabaña apestaba a pescado, restos de carne, cerveza floja, sudor y pieles de animales mal trabajadas. Las toscas mesas y sillas parecían despedir un tufillo penetrante que Tsuniro, a media voz, calificó de «respiración de puta barata». El fuerte viento nocturno devolvía las nubes de humo por la chimenea, oscureciendo la habitación e irritando ojos y gargantas.
A la luz de las antorchas de resma, aquella bebida de hierbas no parecía muy apetitosa. Mastanábal olisqueó su escudilla, hizo un guiño y se levantó.
—No bebáis todavía —dijo—. Voy por algo que endulzará el adiós y estimulará el regreso.
Mastanábal desapareció. El anciano vio cómo se cerraba la puerta y dirigió la mirada a Antígono.
—¿Volveréis?
Antígono asintió.
—He encargado unas espadas a Ylán, y ya las he pagado, con oro. Algún día…quizá dentro de dos años, quizá más, volveré a buscarlas.
El anciano aguzó la vista.
—Yo ya haber oído… de boca de hombre que cabalgado contigo. Tú grande, Ylán no a muchos hacer espadas.
Antígono no había contado ninguno de los extraños detalles de su visita al herrero, ni lo que éste le había dicho. Tsuniro le echó una mirada rápida; notó que había pasado algo de lo que Antígono no quería hablar, al menos de momento.
—Además, esto nos ha agradado —dijo el heleno—. Y quisiera ir mucho más al norte. Hasta allí donde el hielo flota sobre el agua y los rugidos de los osos blancos cortan la blanca noche.
El anciano balanceó la cabeza.
—Es lejos… muy lejos. Terriblemente muy lejos. Venir verano, esa época mejor aquí. Y esa época puedes quizá tú viajar hasta terriblemente lejano Norte.
Mastanábal regresó a la cabaña. Traía un frasquito de especias en la mano.
—Así está mejor. —Echó cinamomo a las escudillas y se sentó.
Antígono cerró los ojos al beber por el adiós y el reencuentro. El cinamomo y algún tipo de hierbas se juntaron en la bebida, arrastrándolo al pasado, a una brillante mañana de hacia dieciséis años. Cuando Régulo desembarcó en Aspy y devastó la costa, y Arístides —con el Consejo y la ayuda de Amílcar— envió a su hijo, acompañado de dos númidas, hacia el sur, por las montañas, lejos de los inseguros caminos costeros. Los númidas debían llevar a Antígono a Takape, en la bahía occidental del Golfo Libio. Desde allí, caravanas lo llevarían consigo hasta Alejandría. Una mañana salieron de las montañas; el gigantesco manto de la estepa se extendía bajo un vapor plateado. Gacelas pacían entre grupos de árboles. Al lado del manantial yacía el cadáver de un carnero, devorado a medias y rodeado por las huellas de un gran gato. A lo lejos, un león rugía al sol. Los númidas encendieron una fogata, hirvieron agua con unas hierbas y le echaron cinamomo. Para ese chico de doce años criado en la gran ciudad de Karjedón, aquélla fue una mañana formidable que perduraría entre los recuerdos de Antígono a pesar de que por la noche, cerca ya de Takape, los númidas desaparecieron llevándose consigo los caballos. Y ahora, al beber esa infusión britana, Antígono sentía que algo le oprimía el corazón: tristeza y nostalgia.
Durante el camino hacia el pequeño muelle hecho de piedras amontonadas, Antígono y Tsuniro se quedaron un tanto rezagados. Mastanábal ya casi había llegado al embarcadero. Tsuniro pasó el brazo alrededor de la cintura de Antígono.
—Has estado pensando en el Sur, ¿verdad? Cinamomo y hierbas.
—¿Hay algo que pueda ocultarte, querida?
Ella suspiró.
—Mucho. Estaba determinado que nuestros cuerpos se hicieran uno. En estos pocos meses también nuestras mentes se han unido más de lo que yo creía posible. Y te amo. Pero…
Callaron, contemplaron el cielo; a través de un agujero entre nubes podían verse las débiles estrellas del norte. El agua de la bahía estaba agitada. Del
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llegaba un crujir de madera que se mezclaba con el ruido de las pequeñas barcas de los pescadores.
—A mí el cielo de Kart-Hadtha ya me parece pobre. Y también a mi me han hecho soñar las hierbas y especias. Los bosques, el gran río y la estepa. El caldero hirviendo al anochecer, y los bailes y olores de mi pueblo. Lodo caliente secándose sobre el lomo del hipopótamo. El crujir de la hierba… el intenso olor del leopardo en el aire tenue de la noche… todo eso.
Estaban de pie sobre el muelle. Antígono rodeó a Tsuniro con el brazo. Algo le presionaba la garganta. Enronquecido, dijo:
—Me arrancas el corazón del cuerpo.
Ella le rozó la mejilla con los labios.
—Querido. Tengamos un hijo. También mi corazón está fuera de si. Contigo y un hijo tuyo seria más fácil conservarlo en su lugar.
El clima volvió a cambiar, y con la nieve sopló también el viento helado del nordeste, que obligó al Alas a navegar velozmente hacia el Poniente. El cuarto día después de la partida, el viento se convirtió en una pequeña tormenta. El barco bailaba y rodaba sobre las olas. Tsuniro y Antígono, arrojados de un lado a otro y casi asfixiados bajo las gruesas pieles de la litera, disfrutaban de la sorprendente abundancia de nuevas emociones. Más tarde, agotados y desvelados, conversaron en voz baja envueltos por la oscuridad poblada de crujidos y bamboleos de aquella estrecha habitación. Desde la mitad derecha del camarote, separada del resto por una delgada plancha de madera, les llegaba la respiración tranquila de Memnón, acallada a intervalos irregulares por los ronquidos guturales de Mastanábal. Hiram velaba; zapateaba para calentarse, o daba algunos pasos sobre cubierta, encima de Antígono y Tsuniro.
De repente, Tsuniro se dio la vuelta, deslizó los labios por el cuello de Antígono, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y dijo susurrando:
—No quería decirte nada… hasta que estuviera segura.
—¿Segura de qué?
—Anteayer he debido empezar a sangrar. La noche en la taberna de Vektis.
Antígono se arrimó aún más a ella y le dio un beso.
—Sería maravilloso —dijo a media voz—. Espero que no sea sólo un retraso. Cuando Tsuniro se quedó dormida, Antígono volvió a luchar con sus pensamientos. Las palabras del herrero se convirtieron en una oscura amenaza. ¿Dónde podía ser rey un hijo suyo de piel oscura, si no era en el sur de Libia? Algún extraño poder que escapaba a su razón parecía haber predeterminado todo aquello. Dudaba que lo inevitable pudiera evitarse con el silencio, pero decidió no estimularlo con palabras. Aquella noche soñó con piedras danzantes y espadas sangrientas.
Por la mañana el viento cambió de dirección; empezó a soplar un viento tibio del oeste. El Alas pasó dos días luchando contra el viento y las olas; luego Hiram ordenó virar.
—No tiene sentido continuar —dijo el viejo capitán. El cansancio había abierto surcos en su rostro—. No tiene sentido, señor Tigo.
Antígono observó los cansados hombres; también él y Tsuniro estaban agotados, pues nadie había podido dormir durante las últimas noches. Viento y oleaje eran demasiado intensos, los movimientos del barco, demasiado bruscos.
—Sí, amigo. Lo sé. Pasaremos el invierto en Vektis.
Llegaron a Gadir a mediados de primavera. Tras reabastecerse de víveres y agua fresca, se unieron a una gran flota: cien barcos que llevaban a Kart-Hadtha casi ocho mil mercenarios. La estrechez y la pestilencia que se vivían a bordo de los barcos eran terribles. Las velas eran apenas un poco más grandes que las del
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, que con el capitán, el piloto y quince marineros ya estaba lleno, y ahora, con Tsuniro y Memnón, iba repleto. La flota avanzaba con la lentitud determinada por la sobrecarga; a más tardar cada tres días, tenían que atracar en algún puerto para recoger agua y víveres y dar algunas horas a los hombres para que pudieran moverse a gusto.