Cuando terminaron sus representaciones, Isis y sus músicos se quedaron en Kart-Hadtha unos cuantos días más, esperando a que estuviera preparada la caravana con la que querían viajar a Egipto. Una de aquellas últimas y agridulces noches que pasaron juntos en la habitación de la asociación de comerciantes, yacían en un estrecho abrazo en medio de la oscuridad. El éxtasis de deseo, ternura y melancolía se había disuelto para convertirse en un dolor dulce y pulsante. Antígono sentía cómo se humedecía aquella mejilla que yacía apretada contra la suya. Sin moverse, dijo en voz baja, fría:
—Una casa blanca y espaciosa al sur de la bahía de Kart-Hadtha. Puedo comprarla; ha quedado desocupada hace poco. Tiene un gran jardín, con hortalizas, vides silvestres y cipreses. Hay un estanque, y frente a la casa está el mar, con un pequeño embarcadero.
De la boca cálida cercana a su oreja brotó un suspiro, luego la respuesta, como venida de una distancia infinita.
—Una luna espléndida, en la que la flor de la dicha ha llegado más alto que los tronos de los dioses helénicos. Lo que acabas de decir ha convertido el capullo en una flor deslumbrante. ¿Debemos cortar la flor para preservarla? En un florero blanco, espacioso y sin música, se marchitaría. Nunca podré agradecértelo lo suficiente, pero dentro de algunos años, si para entonces, aún nos conocemos, podrás comprenderme.
Sus uñas se hundieron en la espalda de Antígono, y cuando, de repente, ella se trasladó al antiguo Egipto de los ritos e invocaciones, fue como si algo invisible, ni siquiera vislumbrado, llenara el espacio que rodeaba a Antígono con una presencia helada que infundía temor.
—Oh, dioses que cautiváis corazones y arrancáis el corazón, dioses cuyas manos reconstruyen el corazón de un hombre según sus actos, tened piedad y perdonadlo. ¡Salud, señores del tiempo perpetuo y la eternidad! ¡No me arranquéis el corazón con vuestros dedos! Pues mi corazón es el corazón del gran dios, cuyas palabras están en sus miembros y deja el libre transcurrir a su corazón, que está dentro de él. Yo le he ofrecido las llamas del corazón a la hora del dios de amplio rostro, y le he rendido holocaustos en Hemen'aw. Que mi corazón no sea arrancado. Me encomiendo a ti, e imploro fervorosamente a tu corazón… —Empezó a sollozar interrumpiendo su plegaria.
Antígono se apartó de ella, colocó las manos sobre sus pechos y le besó el ombligo.
—¿Por qué invocas a los viejos dioses de la muerte? —susurró. Su voz apenas le obedecía.
Isis yacía rígida debajo de él; su cuerpo era como escoria que se va enfriando.
—¿Acaso la despedida no es como la muerte?
Un atardecer de invierno, mucho tiempo después de la partida de la caravana, Amílcar fue al banco a visitar a Antígono. Había negocios de que hablar, pero el púnico tenía otras cosas en el corazón. Parecía más alegre, más risueño que nunca.
—Una noticia mala y dos buenas, amigo. ¿Cuál quieres oír primero?
—Primero la mala, después la buena y después la mejor.
Antígono sonrió y escanció vino en dos vasos. Amílcar esperó hasta que hubiera bebido el primer trago.
—Como quieras —dijo luego. Su rostro se ensombreció por un instante—. Esta mañana ha llegado por mar un correo de Adérbal, con noticias y una carta de Roma para Marco Atilio Régulo.
—¿Y?
Amílcar hizo una mueca con la boca.
—Esos locos —dijo en voz baja—. Hemos hundido su flota y detenido su ofensiva sobre Sicilia. Tienen hambre, muchos romanos han caído y se han ahogado, y les hemos hecho una gran oferta. Paz; regreso a los límites previos a la guerra; reconocimiento de la soberanía romana sobre la parte oriental de Sicilia; entrega de trigo y otros productos, libres de pago; además, quinientos talentos de plata para la reconstrucción y como generosa indemnización por las pérdidas sufridas en una guerra que ellos empezaron al romper el tratado.
Antígono levantó el vaso.
—Por la victoria —dijo sin levantar la voz—. No han aceptado la oferta, ¿verdad?
—No han aceptado la oferta. Y es cierto que unos parientes de Régulo han torturado y asesinado a tres púnicos distinguidos a quienes tenían como rehenes personales.
—Vaya locura. ¿Por qué? ¿Qué obtienen con ello? ¿Un sacrificio para los dioses romanos de la guerra?
Amílcar se encogió de hombros.
—No lo sé. Tampoco sé qué dirá Marco Atilio al respecto. Es testarudo y necio, pero también es una persona honorable. Y esto…
—¿Lo sabe ya?
—Un emisario del Consejo ha ido a verlo este mediodía.
Antígono suspiró.
—Dado tu buen humor, las dos otras noticias deben ser realmente extraordinarias.
Las facciones de Amílcar se relajaron.
—Sí. Hemos envuelto y empaquetado pulcramente a los mentecatos. —Rió burlón—. Hoy era el debate sobre las diferentes nuevas estrategias, sobre los estrategas, sobre la designación de los hombres a los que el consejo propondrá a la asamblea de ciudadanos para que sean elegidos sufetes para este nuevo año. Como Roma no quiere la paz, había que nombrar un nuevo estratega para la Guerra Siciliana. —Enderezó la espalda—. Y en este momento estás hablando con él.
Antígono se levantó de un salto, corrió sorteando la mesa y abrazó a Amílcar.
—¡Por fin! Tantos necios, luego tantos buenos hombres que fueron depuestos, ¡y ahora por fin el mejor! ¡Deberían haberte elegido hace diez años!
Amílcar se defendió.
—Entonces era muy joven; a los veintidós años no se puede ser comandante supremo. ¡Pero los hemos enredado bien!
Antígono volvió a sentarse.
—¿Cómo?
Amílcar resplandecía.
—Primero aprobamos definitivamente las reducciones que sufriría la flota, aunque es una locura. Eso los confundió. Después propusimos a Hannón como estratega para la pacificación del interior. Eso los confundió todavía más. Finalmente, propusimos a dos de sus hombres más destacados, Bitias y Magón, para la elección de los nuevos sufetes. Ése fue el golpe final. Estaban tan confusos y entusiasmados, que nos cedieron la elección del nuevo estratega.
—Me parece que habéis concedido demasiadas cosas. ¿No habéis actuado con un poco de ligereza? Hannón en el interior…
Amílcar levantó las cejas.
—Así estará fuera de Kart-Hadtha un par de meses al año, lo que sin duda ya es una victoria. Los sufetes pueden deformar un poco las leyes, a su arbitrio, pero no pueden causar muchos males. Y en Sicilia yo puedo poner un poco de orden a la confusión reinante y, quién sabe, hacer que el próximo año los romanos prefieran la paz.
Antígono bebió a la salud de Amílcar.
—¿Y cuál es la mejor noticia? Debe ser algo formidable.
Amílcar se inclinó hacia delante. Ahora brillaba no sólo su boca, sino también sus ojos.
—Después de ocho años —dijo en voz baja—, Kshyqti vuelve a estar encinta. ¡Por
llama
! —Levantó su vaso.
A la mañana siguiente, Antígono se enteró, de boca del capitán del puerto, que Marco Atilio Régulo le había arrebatado la espada a uno de los guardas y se había dado muerte.
3FRÍNICOS, OIKONOMOS PARA EL COMERCIO CON OCCIDENTE
DEL BANCO REAL DE ALEJANDRÍA, EGIPTO,
A ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,
KARJEDÓN
Salud, bienestar, paz en el espíritu, fuerza en la carne, y progreso en el comercio, oh, Antígono: Gracias por tu informe, me ha hecho sufrir el gran placer de la risa. El banco de Ptolomeo concede al Banco de Arena un margen de mil talentos de plata para sus negocios en, con o a través de Egipto; haberes y deudas a los intereses habituales. Como pocas cosas te divierten, quiero contarte algo que en realidad debería callar pero me entusiasmaría ver qué cosas puedes conseguir con unos informes subrepticios.
En una tribu de maques vive cautivo un antiguo alejandrino llamado Lisandro. Es un anciano, y últimamente ha sido fuertemente sacudido por las injusticias del destino. En Alejandría lo llamaban La Nariz. Es uno de los mejores mezcladores de aromas, maestro en la cata y combinación de exquisitas esencias; ha desarrollado novedosas prensas y ollas de cocción para pétalos delicados. Abandonó Alejandría porque en Egipto todo es propiedad del rey y para establecer una industria hace falta la autorización real y la participación del rey en la industria.
Cuando sus negocios —y por tanto también la parte de ellos que se apropiaba el rey— adquirieron una dimensión considerable, Lisandro decidió quitarse de encima a aquella sanguijuela. Una noche de otoño abandonó Alejandría, viajó a Rodas y de allí a Creta, Citera y Naxos, hasta que finalmente llegó a Delos, donde encontró unas condiciones favorables para su trabajo. Poco le importaba que de allí no pudiera exportar nada a Egipto, pues en Atenas pagaban media mina de plata, o más, por un frasquito de su agua perfumada, y él sólo tenía que pagar un dos por ciento por derechos de aduana, en lugar de las cuatro décimas con que lo gravaba el impuesto de nuestro rey. Pero después de algunos buenos años, se produjeron dos grandes tempestades y un terremoto. Una tempestad hundió un gran número de barcos no muy lejos de Cabo Sunion; uno de esos barcos llevaba a un gran comprador y comerciante de Atenas los frutos del trabajo realizado por Lisandro durante todo un año, otro llevaba al banco que un amigo suyo poseía en Epidauro casi todo el oro y la plata que Lisandro había reunido. La otra tempestad envió al fondo del mar un barco cargado con costosas y raras flores y hierbas, que se dirigía a Delos. El terremoto, finalmente, no fue muy intenso, pero la casa y los talleres de Lisandro se encontraban en el sector de Delos más afectado por el seísmo.
Tras algunos ataques de desesperación, Lisandro intentó volver a poner las cosas en marcha. Hace alrededor de un año, el viejo perfumista viajó a Cirene y de allí, por tierra, hasta la región de los maques, a quienes compraba el silfión a precio de oro. Pero la última entrega, hundida con la tempestad, no había sido pagada por completo, de modo que ahora Lisandro está allí, a tres días de viaje al sur de Filenón, encerrado en una tienda bien vigilada, mientras el rey de los maques espera que algún socio del perfumista pague cinco talentos de oro por éste, a modo de rescate y liquidación de su deuda.
Quizás esta información te sea de utilidad, oh Antígono. Progreso y bienestar para el Banco de Arena. Y prosperidad para todos tus negocios.
D
espués de veinte días de lo que el piloto, Mastanábal, llamaba bordear la costa, llegaron al vértice de la gran bahía oriental, a la frontera entre Cirene, Egipto y la zona de dominio púnico: Filenón Bomoi. Más de dos siglos y medio atrás, tropas púnicas habían aniquilado allí a los guerreros dorios, cuando los espartanos dejaron de sentirse satisfechos con la región de Cirene y quisieron conquistar partes de la Libia púnica.
El lugar era menos una ciudad que un puesto de observación avanzado, una fortificación fronteriza contra Cirene y Egipto y un lugar de paso para las caravanas. Las ciudades ubicadas al este de Sabrata, las antiguas colonias libiofenicias de Huejat —Heoa para los helenos—, Leptis, Aspy, Maqom Hadtha, disfrutaban, a cambio de un tributo, de protección púnica e independencia interna; tenían la libertad de establecer aduanas portuarias, pero no podían molestar a las caravanas. Para Kart-Hadtha, la región fronteriza y las relaciones con las tribus nómadas del interior —maques, augileros, garamantas y nasamones— eran demasiado importantes para dejarlas desprotegidas, y demasiado difíciles como para gobernarlas directamente. Esta zona fronteriza libre terminaba en Sabrata; a partir de allí, la recaudación aduanera producía a Kart-Hadtha el equivalente a dos talentos de plata diarios.
Antígono, respaldado por una carta del nuevo estratega, Amílcar, quería ir a las estepas con una parte de la guarnición de Filenón para, sea como fuere, rescatar de los maques al viejo perfumista Lisandro. El Banco de Arena había adquirido una zona industrial ubicada al oeste de Kart-Hadtha, a orillas del lago de Tynes. El heleno no creía que el viejo perfumista —que podía convertirse en una gran inversión— prefiriera permanecer prisionero de los maques que aceptar las buenas condiciones que podía ofrecerle Antígono.
El comandante púnico de la pequeña fortaleza de Filenón proporcionó a Antígono cincuenta jinetes númidas, cincuenta arqueros gatúlicos y cincuenta soldados de a pie ibéricos, casi la mitad de la guarnición de Filenón. Una carta de Amílcar abría todas las puertas.
La estepa estaba verde por las lluvias del otoño. Al amanecer caballos y soldados de a pie se abrían paso a través de un mar de ovejas y vacas. El campamento, en una hondonada entre las colinas que rodeaban un pozo, estaba formado por unas doscientas tiendas. Algunos somnolientos maques se levantaron; figuras de barbas hirsutas, con amplias capas del color del desierto, armadas con lanzas y mazas rectangulares. Las tropas llegaron del norte, desplegándose para formar un semicírculo ante el campamento. Antígono se dirigió a las tiendas solo y desarmado, con un comandante y un caballo de carga que llevaba encima dos talentos en monedas de oro y las piezas de una balanza.
La entrevista realizada en la tienda del caudillo, con el púnico como intérprete, fue extremadamente alegre y cortés. Bebieron una infusión caliente, comieron tibio pan ácimo y se ofrecieron mutuamente la sal que Antígono había traído consigo.
—Kart-Hadtha es afortunada por contar con la amistad de vuestro pueblo —dijo Antígono—. Son estos tiempos indignos, dado los caprichos y veleidades del soberano de Egipto; pero los padres de la ciudad pueden dormir más tranquilos sabiendo que un hombre valiente y honorable como tú guarda las fronteras y cuida del comercio y a la gente.
El maque se rascó la desgreñada barba y refunfuñó dos o tres frases.
—Dice —tradujo el púnico— que Kart-Hadtha también hubiera podido transmitir ese mensaje sin necesidad de enviar a ciento cincuenta emisarios armados.
Antígono sonrió.
—Como señal de la amistad entre tu admirable pueblo, oh rey, y la ciudad de Kart-Hadtha, te hemos traído unas monedas de oro, dos talentos. Son monedas púnicas, helénicas y egipcias, poseen valor en cualquier lugar.
El rostro del rey se iluminó.
—El rey —dijo el púnico— no encuentra ninguna falta en tus palabras y condesciende a aceptar las monedas.
Antígono levantó la mano.
—A cambio de las monedas sólo pedimos un pequeño favor que a la grandeza del espíritu real parecerá insignificante.