Corrían las primeras horas de la tarde cuando Antígono llegó al puerto oriental, el Puerto Real. Poco antes de entrar en el barrio donde se levantaba el palacio real, cambió de dirección, caminó hacia el sur por callejas secundarias y, luego, se dirigió hacia el este por la Calle Magnífica, de setenta pasos de ancho, hasta llegar al colosal edificio de mármol del banco estatal lágida. Preguntó por el oikonomos Frínicos; un centinela de tintineante armadura lo condujo a través de un atrio, una escalera de mármol, un largo pasillo de cuyas paredes colgaban costosas alfombras, otra escalera, otro pasillo y por fin los salones del asesor para el comercio con la Oikumene occidental.
Frínicos, hombre de unos cuarenta años, tenía el cabello rizado y vestía un sencillo chitón y sandalias. Una cosa más lo diferenciaba de los grandes mercaderes y banqueros de Alejandría, a menudo desproporcionadamente adictos a la pulcritud y los adornos: sus padres habían venido de Atenas, y un heleno tenía que ser muy hábil para poder alcanzar un puesto tan importante dentro de la capa social que dirigía el imperio, compuesta casi exclusivamente por macedonios.
Antígono mostró el sello de su anillo y recordó a Frínicos una carta en la que le había anunciado su llegada a finales de otoño y le había planteado ciertas preguntas.
—Ah, Antígono de Karjedón, del Banco de Arena, aquel del símbolo tan simpático. —El heleno señaló una silla de tijera, se dirigió a una pared contigua a la puerta y, sin tener que buscar mucho, sacó un rollo de papiro de un estante y se sentó tras su mesa de trabajo. A ambos lados de ésta habían braseros que calentaban y ahumaban la habitación.
—Listo. Había imaginado que el propietario de un banco de Karjedón seria… eh, algo mayor.
Antígono se reclinó sobre el suave cuero del respaldo.
—A muchos les pasa lo mismo. Incluso en Karjedón, donde se empieza a vivir muy pronto.
El banquero echó una rápida ojeada al contenido del rollo.
—Sí, ya lo había oído decir. A los trece o catorce años, ¿verdad?
—Las familias antiguas y ricas que hacen que sus hijos sean educados por sacerdotes no tienen tanta prisa, pero por lo general la educación púnica se limita a la lectura y escritura, y un poco de aritmética. Y también, por supuesto, buenos consejos.
Frínicos levantó la vista.
—He reunido alguna información, lo cual es comprensible, espero, a la vista de las sumas de que se trata. Ahora me gustaría echar un poco más de luz sobre ti y tus objetivos. Los informes son favorables, pero tu banco existe desde hace tan sólo dos años, no, dos años y medio, y es muy poco tiempo para poder diferenciar entre un jugador afortunado y un comerciante digno de confianza.
—Contaba con ello. ¿Qué deseas saber?
—Nada, es decir, yo no quiero saber nada, pero la administración del imperio y la superintendencia de banca. Ya sabes…
—«Nadie puede hacer lo que quiere, pues todo está regulado para su bien. Cada persona tiene su puesto, que sólo puede abandonar por un mandato extraordinario o consiguiendo una autorización especial.» Conozco las reglas.
—Y tú quieres abandonar un puesto creado por tu padre y ocupar uno nuevo. Por eso las preguntas.
Antígono cruzó los brazos. Sin extenderse demasiado, habló de su educación, su época como ayudante del mercader Amintas, en Alejandría, los viajes a la India, Taprobane, Arabia, la época en Kart-Hadtha, el reparto de la fortuna, los nuevos negocios del banco.
Frinicos apenas si tomó unos cuantos apuntes; escuchó atentamente, planteó dos o tres preguntas inteligentes y por fin dijo:
—Bien, creo que podemos pasar al asunto. Todo tiene justificación, ¿quieres, pues, arruinar a Amintas?
Antígono rió.
—No, no quiero arruinar a Amintas. Cuando lo conocí me di cuenta de que es un macedonio perverso, codicioso y petulante, y no me trató como se debe tratar al hijo del hombre que es dueño de más de la mitad del negocio. Ya en aquel entonces consideré que se trataba de un mal socio, y por eso quisiera liquidar rápida y definitivamente la asociación que existe entre él y el banco, que ha asumido los bienes de mi padre. Que esto arruinará a Amintas, eso ya seria una consecuencia secundaria que no tenía prevista, pero que confieso me proporcionaría una gran alegría.
Frínicos sonrió con ironía, pero no tardó en recobrar la seriedad.
—En Alejandría se considera poco inteligente ir contra uno o más macedonios.
—Tú eres heleno.
—Soy heleno. Sé de lo que estoy hablando.
—¿Puede perjudicarte de algún modo realizar los cambios que deseo?
Frínicos levantó la ceja izquierda.
—¿A mí? En este caso yo soy el banco del rey.
Antígono cerró los ojos un momento.
—Desde aquella vez que estuve en Alejandría tengo el objetivo de llegar a una posición en la que ya no tenga que depender del humor de personas como Amintas. En opinión del banquero Frínicos, ¿puedo ser arrogante en Alejandría?
Frínicos parpadeó.
—No ante el soberano, el dioquetes o el Banco Real. Pero ante cada uno de los mercaderes macedonios, si.
—Bien. Entonces, al asunto.
La negociación duró una hora. Antígono calculó en ochocientos talentos de plata el valor de su participación en los diferentes negocios del macedonio Amintas. Frínicos mandó a un sirviente buscar algunos rollos del archivo; en Alejandría, como se decía en el puerto, «se toma nota de cada pedo, de su intensidad, dirección, propagación, las circunstancias de su surgimiento y los trajes que tiene que atravesar para divertir al mundo». Según los documentos, el valor ascendía en ese momento a ochocientos cuarenta y cuatro talentos, veintisiete minas, cuarenta dracmas y tres óbolos; Arístides (o el Banco de Arena; o Antígono) poseía el setenta y cinco por ciento de los negocios, edificios, barcos, cargamentos, esclavos…, de Amintas. El banco se encargaba de hacer todas las reclamaciones a Amintas, de ser necesario mediante medidas coactivas o confiscación de bienes, por lo que exigía más de una décima parte del importe total. Antígono recibió un abono en cuenta de setecientos cincuenta talentos de plata, que podían quedar ingresados a un interés del tres y medio por ciento o podían ser retirados cuando lo deseara el Banco de Arena.
Frínicos llamó a cuatro escribas que redactaron un total de ocho copias. En la última parte de la negociación debía estar presente otro banquero, encargado de los inmuebles que poseía o administraba el Banco Real. Antígono compró un terreno de dos estadios de largo por un estadio de ancho en la playa de Eleusis. El suburbio oriental se estaba convirtiendo en el barrio de los ricos, lleno de parques y palacios; según opinión de los banqueros, el precio del terreno se multiplicaría por diez en un lapso de cinco años.
Tarareando suavemente, Antígono se dirigió al establecimiento de Amintas, situado entre la Calle Magnífica y el Heptastadión, el dique dirigido hacia la isla de Faros, que separaba a los dos puertos. El obeso macedonio estaba bebiendo vino y recibiendo los masajes de una esclava de piel oscura. Una vez lo hubieron hecho pasar, Antígono saludó inclinando la cabeza. Disfrutaba mirando al mercader desde lo alto.
Naturalmente, el macedonio hacía negocios con todo tipo de personas, sin tener para nada en cuenta su origen; sin embargo, fuera del trabajo trataba casi exclusivamente con macedonios, a disgusto con helenos, de mala gana con fenicios o púnicos, de ninguna manera con judíos, tracios, babilonios o semejantes; y cuando veía a un egipcio cerraba los ojos. Siempre cuidaba de llevar consigo un frasquito de perfume lleno con una mezcla de hierbas y especias molidas. Cuando negociaba con un egipcio, olía el frasquito apenas éste se retiraba, y a veces incluso antes. Antígono recordaba nítidamente que muchas veces sólo hablaba con él poniendo el frasquito bajo su nariz…, antiguamente.
Ahora Antígono se sacó del cinturón la copia que correspondía a Amintas del acuerdo tomado en el banco.
—¿Dónde está tu frasquito de perfume, oh gran comerciante?
Amintas, aún acostado sobre su barriga y bajo las manos de la esclava, señaló un pequeño montón de costosas prendas. Antígono palpó los trajes buscando el frasquito, dio con él, vertió el contenido en el suelo y lo dejó caer. Se hizo añicos. Luego puso frente al atónito macedonio el papiro con el sello del banco, inclinó la cabeza sonriendo y salió.
El buen humor se disipó en el ocaso mientras Antígono vagaba por las caóticas callejas de Rhakotis. La vieja aldea de pescadores egipcios, a orillas del canal que unía el lago de Mareotis con el puerto de Eunostos, con las tenduchas de pescado y las sombrías tabernas, las pequeñas casas de los pobres, rebosantes de gente, y los puntos de encuentro más concurridos de todos, los pozos y cisternas; esta Rhakotis ocultaba miles de recuerdos de personas, cosas y vivencias. La primera borrachera con vino, el primer delirio del cuchillo y el primer vértigo de la carne; Antígono pensaba con cariño en la joven viuda del pescador ahogado, mujer que tanto le había enseñado. Casi sin quererlo, caminó hacia su casa.
No la encontró; no podría volver a encontrarla. Los macedonios habían empezado a, según decían, sanear y mejorar el antiguo barrio egipcio; en el sector oriental de Rhakotis habían desaparecido casas y callejas para dar paso a calles amplias y brillantes, empedradas y limpias, que se cortaban unas a otras en ángulos rectos, y a blancas jaulas sin rostro, edificios de alquiler administrados por esclavos de los respectivos propietarios.
Todavía afligido y furioso, a la mañana siguiente hizo que un carretero egipcio lo llevara al Puerto del Canal. Un grupo de árboles y matas formaba una glorieta frente a un despacho de bebidas; Antígono se sentó allí y bebió cerveza egipcia tibia mientras esperaba la barca a Kanopo.
Fue fácil encontrar a Isis; casi todos los numerosos bufones, músicos, bailarines y artistas de todo tipo que vivían en la ciudad del placer conocían a la cantante. Aún más fácil fue dejarse caer en sus brazos sin pronunciar una sola palabra. Ella vivía en una casita de madera ubicada un poco en las afueras, al borde de un pequeño bosque de palmeras, junto a la desembocadura del brazo canópico del Nilo.
La casa tenía una sola habitación. Afuera, un tardío viento invernal sacudía las palmeras y llevaba la espuma de las olas hasta la arena. Adentro estaban el calor del horno de hierro y el ardor del lecho.
Por la noche Antígono acompañó a Isis al lugar donde ésta actuaba. Seguía con los mismos músicos, pero había algunas novedades en el espectáculo. Una canción de un poeta heleno desconocido cautivó particularmente a Antígono, que nunca había pensado mucho en la muerte. El verso final de cada estrofa siempre provocaba algarabía y exclamaciones espontáneas del público, pero la acritud de la voz de Isis impresionaba a Antígono, y los agudos gemidos de la flauta de metal del anciano le llegaban hasta la médula y erizaban los pelillos de su nuca.
Primavera y verano e invierno has visto, siempre es así;
el sol se ha puesto, la noche desaparece las fronteras.
No busques angustiado el origen del sol, la fuente del agua,
esfuérzate por dinero que te dé ungüentos y guirnaldas.
¡Tócame la flauta!
¡Si tuviera tres fuentes espontáneas de miel,
de leche cinco y de vino diez, de ungüento una docena,
dos de agua y de frío helado aún otras tres,
tendría un muchacho en la fuente, y una doncella!
¡Tócame la flauta!
La flauta de Lidia es mía y el lidio tocar la lira
y la caña frigia también; sordo retumba el tambor de piel.
Quiero cantar mientras viva; y cuando me llegue el día
dejadme la flauta en la cabeza, dejadme en los pies la lira.
¡Tócame la flauta!
Jerjes, el rey, compartía con Zeus, según él, todo:
solitario en su barca surcaba mareas de Lemnos.
Riquezas acumuló Midas, y más del triple Kinyras:
pero basta un óbolo para que Caronte te lleve al Hades.
¡Tócame la flauta!
Fue una luna vertiginosa en la que sólo el lecho y las canciones se repitieron. Todo lo demás fue más tarde, en los recuerdos de Antígono, un torbellino de luces, rostros, imágenes e impresiones mutiladas. Pero en medio de esta tempestad se encontraba también la calma del gran templo de Serapis, en el que Isis y Antígono conversaron y discutieron largamente con un sacerdote.
—¿Cómo puedo considerar esto sagrado? —dijo el joven heleno—. Toros consagrados a un dios llamado Apis son sacrificados y, mediante los susurros mágicos de unos sacerdotes se transforman en Osiris reencarnado. Y un movimiento equivocado de la lengua convierte a Osiris—Apis en Serapis; luego viene un macedonio llamado Ptolomeo, que quiere gobernar sobre los egipcios, helenos y macedonios, y da a la imagen del dios la barba de Zeus y de Plutón, y algo de Cervero. ¿Y a esa mezcla de toro, perro y anciano debo rezarle, a pesar de que sé que un rey la ha ideado para unir a sus numerosos pueblos?
—Todo lo divino es sagrado; lo exterior es sólo la forma en la que se manifiesta una persona, sea ésta un sacerdote, un rey o un mercader ateo. Tu dios tiene varias formas: forma de ser humano y forma de moneda. Sólo que aún no sabes cómo está formado el núcleo sagrado; y éste es indivisible. —El viejo sacerdote, un macedonio, sonrió.
Antígono también sonrió; dio un manotazo a la bandeja de mármol, teñida por la sangre vertida sobre ella durante decenios.
—Mi dios es el mundo: mármol, antes de ser transformado en bandeja; seres humanos, antes de ser convertidos en creyentes; el imponente mar, antes de ser degradado a ser una especie de taparrabo de Poseidón.
Isis le mostró la gruta del Gran Dios Verde: restos de las antiguas instalaciones de un templo sumergido bajo el mar, reconstruido y provisto de una bóveda de vidrio verdoso por arquitectos imaginativos. Isis le mostró todo lo que Kanopo y Alejandría podían ofrecer: el domador negro que introducía la cabeza en las fauces del león; el bufón que se ataba zancos a los pies, se subía a una tabla colocada sobre un rodillo de madera y hacía malabarismos con cinco esferas de cristal, o cinco mazas de madera, o cinco monedas; la formidable bañera de mármol, en la cual el aseo era sólo una preparación para aquello que ofrecían muchachos y doncellas; el laberinto con antorchas y combos espejos de metal en las paredes; el hombre que se tragaba una serpiente venenosa viva, hasta que entre sus dientes ya sólo podía verse la cabeza de la víbora, que luego arrancaba de un mordisco; las mil tabernas y posadas y teatros y salas de música. Cuando, de pronto, llegó la primavera, alquilaron una barca y navegaron durante dos largos días en torno a las islas de junco del Nilo, hasta que los rayos del sol despertaron a los mosquitos.