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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (63 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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Mientras se precipitaba hacia tierra, se produjo una fuerte explosión en lo alto. Se le antojó más lejana de lo que sospechaba. Casi al instante, la onda de choque le alcanzó. Sintió que se quedaba sin aire. La temperatura del aire que le rodeaba aumentó de repente. Luchó por no soltar la tela. Una muralla de calor se desplomó desde el cielo. La superficie de la cubierta empezó a chamuscarse, pero aguantó.

Langdon siguió cayendo, en el borde de una mortaja de luz, como un surfista que intentara escapar de un maremoto. De repente el calor aminoró.

Se precipitó de nuevo en la fría oscuridad.

Por un instante, un rayo de esperanza alumbró en su interior. Sin embargo, un momento después, sus esperanzas se desvanecieron. Si bien la tirantez de sus brazos estirados le aseguraba que la cubierta estaba disminuyendo la velocidad de su caída, el viento azotaba su cuerpo con velocidad ensordecedora. No le cabía duda de que tal velocidad era excesiva para sobrevivir a la caída. Moriría aplastado contra el suelo.

Cálculos matemáticos desfilaron por su cerebro, pero estaba demasiado aturdido para extraer un sentido preciso de ellos...
un metro
cuadrado de resistencia aerodinámica... reducción de la velocidad en un
veinte por ciento...
Sólo podía calcular que la cubierta era lo bastante grande para que ese tanto por ciento fuera superior al veinte. Por desgracia, a juzgar por la fuerza del viento, el efecto de la cubierta no sería suficiente. Aún estaba descendiendo con demasiada rapidez... No sobreviviría al impacto contra el mar de cemento.

Las luces de Roma se extendían en todas direcciones. La ciudad semejaba un enorme cielo estrellado, hacia el que Langdon se precipitaba. Sólo alteraba el perfecto océano de estrellas una franja oscura que dividía la ciudad en dos, una cinta ancha sin iluminar que serpenteaba entre los puntos de luz. Langdon contempló la mancha sinuosa negra.

De pronto, como la cresta de una ola inesperada, la esperanza le embargó de nuevo.

Con una energía casi maníaca, Langdon tiró con la mano derecha de la cubierta. La tela batió con más fragor, y escoró para encontrar el sendero que ofreciera menos resistencia. Langdon notó que derivaba lateralmente. Tiró de nuevo con más fuerza, sin hacer caso del dolor de la palma de la mano. La cubierta se ensanchó. Al menos, se estaba desplazando un poco. Miró de nuevo la sinuosa serpiente negra. Estaba a la derecha, pero Langdon aún se encontraba a considerable altura. ¿Habría esperado demasiado? Tiró con todas sus fuerzas y aceptó que estaba a merced de Dios. Se concentró en la parte más amplia de la serpiente y, por primera vez en su vida, rezó para que ocurriera un milagro.

El resto fue rapidísimo.

La oscuridad que le envolvía... Sus instintos de buceador recuperados... El acto reflejo de inmovilizar la columna y apuntar los pies... Llenarse los pulmones de aire para proteger los órganos vitales... Flexionar las piernas hasta convertirlas en un ariete... Y por fin, la suerte de que el río Tíber bajara embravecido, de manera que el agua estuviera llena de una proporción mayor de aire y espuma, tres veces más blanda que el agua calma.

Después se produjo el impacto... y llegó la negrura.

Fue el sonido atronador del paracaídas improvisado lo que apartó los ojos del grupo de personas de la bola de fuego que llenaba el cielo. Muchas cosas se habían visto en el cielo de Roma esta noche: un helicóptero, una explosión enorme, y ahora, un objeto extraño que se había hundido en las aguas rabiosas del Tíber, junto a la orilla de la diminuta isla del río, Isola Tiberina.

Desde que la isla había sido utilizada para poner en cuarentena a los afectados por la peste de 1656, se pensaba que poseía propiedades curativas. Por este motivo, había albergado más tarde el hospital Tiberina de Roma.

El cuerpo estaba maltrecho cuando lo sacaron a la orilla. El hombre aún tenía pulso, aunque débil, lo cual era asombroso, en opinión de todo el mundo. Se preguntaron si se debía a la
mítica
reputación curativa de la Isola Tiberina que el corazón del hombre aún bombeara. Minutos después, cuando el desconocido empezó a toser y recuperó poco a poco la conciencia, el grupo decidió que la isla era mágica, sin la menor duda.

126

El cardenal Mortati sabía que ningún idioma tenía palabras para explicar el misterio de este momento. El silencio de la visión aparecida sobre la plaza de San Pedro cantaba con más potencia que cualquier coro de ángeles.

Mientras miraba al camarlengo Ventresca, Mortati se sentía paralizado de mente y corazón. La visión parecía real, tangible. Y no obstante... ¿Cómo era posible? Todo el mundo había visto al camarlengo subir al helicóptero. Todo el mundo había visto la bola de fuego en el cielo. Y ahora, sin embargo, el sacerdote se erguía en la terraza del tejado. ¿Transportado por ángeles? ¿Reencarnado por la mano de Dios?

Esto es imposible...

El corazón de Mortati no deseaba nada más que creer, pero su mente apelaba a la razón. Sin embargo, a su alrededor, los cardenales miraban hacia lo alto, viendo aquella aparición, paralizados de asombro.

Era el camarlengo. No cabía duda. Pero parecía diferente. Divino. Como si estuviera purificado. ¿Un espíritu? ¿Un hombre? Su piel blanca brillaba a la luz de los focos con una ingravidez incorpórea.

En la plaza se oían gritos, vítores, aplausos espontáneos. Un grupo de monjas se postró de rodillas y entonó cánticos. De pronto, toda la plaza se puso a corear el nombre del camarlengo. Los cardenales, algunos con lágrimas en las mejillas, se sumaron. Mortati miró a su alrededor y trató de comprender.
¿Es esto cierto?

···

El camarlengo Ventresca, de pie en la terraza del techo de la basílica, contemplaba a la multitud congregada en la plaza. ¿Estaba despierto o soñando? Se sentía transformado, desapegado del mundo. Se preguntó si era su cuerpo o sólo su espíritu lo que había descendido flotando del cielo a los jardines del Vaticano, posándose como un ángel silente en el césped desierto, su paracaídas negro protegido de la locura por la alta sombra de la basílica de San Pedro. Se preguntó si era su cuerpo o su espíritu lo que había poseído la energía de subir por la antigua Escalera de los Medallones hasta el tejado donde se encontraba ahora.

Se sentía ligero como un fantasma.

Aunque la gente de la plaza coreaba su nombre, sabía que no era a él a quien vitoreaban. Estaban gritando de pura alegría, la misma alegría que sentía cada día cuando pensaba en el Todopoderoso. Estaban experimentando lo que cada uno de ellos había anhelado siempre, tener la seguridad de que el más allá existía, una justificación del poder del Creador.

El camarlengo Ventresca había rezado toda su vida para que llegara este momento, y aun así, era incapaz de imaginar que Dios había encontrado una forma de hacerlo realidad. Quería llorar por ellos.
¡Tu Dios es un Dios vivo! ¡Contempla los milagros que te rodean!

Siguió inmóvil un rato, aturdido, pero sintiéndose mejor que nunca. Cuando su espíritu le animó a moverse por fin, agachó la cabeza y se alejó del borde.

Solo, se arrodilló en el tejado y rezó.

127

Las imágenes eran borrosas. Los ojos de Langdon empezaron a enfocarse poco a poco. Le dolían las piernas, y tenía la impresión de que le había atropellado un camión. Estaba tendido de costado en el suelo. Percibió un olor hediondo, como a bilis. Aún oía el sonido incesante del agua que chapaleaba. Ya no le parecía plácido. También distinguió otros sonidos, gente que hablaba cerca. Vio formas blancas borrosas. ¿Iban todas vestidas de blanco? Langdon decidió que debía de estar en un manicomio, o bien en el cielo. A juzgar por el dolor de garganta, llegó a la conclusión de que no podía ser el cielo.

—Ya ha terminado de vomitar —dijo un hombre en italiano—. Déle la vuelta.

La voz era firme y profesional.

Langdon sintió que unas manos le daban la vuelta con delicadeza. Intentó sentarse, pero las manos le obligaron a seguir tumbado. Su cuerpo se sometió. Entonces sintió que alguien registraba sus bolsillos y los vaciaba.

Después perdió el conocimiento.

El doctor Jacobus no era un hombre religioso. Hacía mucho tiempo que la ciencia de la medicina le había disuadido de eso. No obstante, los acontecimientos de esta noche habían puesto a prueba su sentido de la lógica.
¿Cuerpos cayendo del cielo?

Tomó el pulso del hombre al que acababan de sacar del Tíber. El doctor decidió que Dios había salvado en persona a este individuo. El impacto contra el agua lo había dejado inconsciente. De no ser porque Jacobus y su equipo estaban en la orilla contemplando el espectáculo celestial, esta alma habría pasado desapercibida y perecido.


È americano
—dijo una enfermera, que estaba registrando el billetero del hombre.

¿Norteamericano? Los romanos solían decir en broma que los norteamericanos abundaban tanto en Roma que las hamburguesas iban a convertirse en el plato oficial de Italia.
¿Norteamericanos cayendo del cielo?
Jacobus apuntó una linterna a los ojos de su paciente para comprobar la dilatación de las pupilas.

—¿Puede oírme, señor? ¿Sabe dónde estamos?

El hombre había perdido otra vez el conocimiento. A Jacobus no le sorprendió. El desconocido había vomitado cantidad de agua, después de que él le hubiera aplicado el boca a boca.


Si chiama Robert Langdon
—dijo la enfermera, que estaba inspeccionando el permiso de conducir de la víctima.

El grupo congregado en el muelle se quedó de una pieza.


Impossibile!
—exclamó Jacobus.

Robert Langdon era el hombre de la televisión, el profesor norteamericano que había estado colaborando con el Vaticano. Jacobus había visto al señor Langdon minutos antes, cuando subió al helicóptero en la plaza de San Pedro y se elevó en el aire. Él y los demás habían corrido al muelle para presenciar la explosión de antimateria, una tremenda esfera de luz como ninguno de ellos había visto jamás.
¿Cómo puede ser el mismo hombre?

—¡Es él! —exclamó la enfermera, al tiempo que apartaba de su frente el pelo empapado—. ¡Reconozco su chaqueta de
tweed!

De repente, alguien gritó desde la entrada del hospital. Era una paciente. Chillaba como una loca, con el transistor pegado al oído y dando gracias a Dios. Por lo visto, el camarlengo Ventresca había aparecido milagrosamente en el tejado del Vaticano.

El doctor Jacobus decidió que, cuando terminara su turno a las ocho de la mañana, iría directo a la iglesia.

···

Las luces que brillaban ahora sobre la cabeza de Robert Langdon eran más brillantes, estériles. Estaba tendido sobre una especie de mesa de examen. Olía a astringentes y productos químicos raros. Alguien acababa de ponerle una inyección, y le habían quitado la ropa.

No son gitanos,
decidió en su delirio, semiinconsciente.
¿Alienígenas tal vez?
Sí, había oído cosas semejantes. Por suerte, estos seres no le harían daño. Sólo querían su...

—¡Ni hablar!

Langdon se sentó muy tieso, con los ojos abiertos como platos.


Attento!
—gritó uno de los seres, al tiempo que le sujetaba. Su placa rezaba: «Dr. Jacobus». Parecía muy humano.

—Pensaba... —tartamudeó Langdon.

—Tranquilo, señor Langdon. Está en un hospital.

La niebla empezó a despejarse. Langdon experimentó una oleada de alivio. Odiaba los hospitales, pero no albergaban alienígenas que examinaran sus testículos.

—Soy el doctor Jacobus —dijo el hombre. Explicó lo que acababa de pasar—. Tiene mucha suerte de estar vivo.

Langdon no se sentía tan afortunado. Apenas podía recordar lo sucedido... El helicóptero... El camarlengo. Le dolía hasta el último rincón del cuerpo. Le dieron un poco de agua y se enjuagó la boca. Le aplicaron una nueva gasa en la palma de la mano.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó. Llevaba una bata de papel.

Una enfermera señaló un amasijo empapado sobre la mesa.

—Estaba muy mojada. Tuvimos que cortarla para sacársela.

Langdon miró su querida chaqueta de
tweed
y frunció el ceño.

—Tenía unos pañuelos de papel en el bolsillo —informó la enfermera.

Fue entonces cuando Langdon vio los restos del pergamino pegados al forro de la chaqueta. El folio del
Diagramma
de Galileo. La última copia existente se había destruido. Estaba demasiado atontado para reaccionar. Se limitó a contemplarla.

—Hemos rescatado sus objetos personales. —La mujer le tendió una caja de plástico—. Billetero, videocámara y pluma. Sequé la videocámara lo mejor que pude.

—Yo no tengo videocámara.

La enfermera frunció el ceño y extendió la caja. Langdon examinó el contenido. Junto con el billetero y la pluma había una minicámara Sony RUVI. Ahora la recordó. Kohler se la había dado con la petición de que la entregara a las televisiones.

—La encontramos en su bolsillo. Creo que va a necesitar una nueva. —La enfermera abrió la pantalla de cinco centímetros por la parte de atrás—. El visor está roto. —Sonrió—. Pero el sonido todavía funciona. Un poco. —Se llevó el aparato al oído—. No para de reproducir lo mismo. —Escuchó un momento, frunció el ceño y luego se la entregó a Robert Langdon—. Creo que son dos hombres discutiendo.

El, perplejo, sujetó la cámara y la acercó al oído. Las voces eran agudas y metálicas, pero se oían. Una cerca. La otra lejana. Langdon reconoció las dos.

Sentado con su bata de papel, el historiador escuchó asombrado la conversación. Aunque no podía presenciar lo que estaba pasando, cuando oyó el sobrecogedor final, se alegró de no haber visto las imágenes.

¡Dios mío!

Cuando reprodujo la conversación de nuevo desde el principio, Langdon alejó la videocámara de su oído y se quedó estupefacto. La antimateria... El helicóptero... La mente de Langdon se puso en funcionamiento.

Pero eso significa...

Tuvo ganas de volver a vomitar. Langdon saltó de la mesa y se irguió sobre sus piernas temblorosas, furioso y desorientado.

—¡Señor Langdon! —exclamó el médico al tiempo que intentaba detenerle.

—Necesito algo de ropa —pidió Langdon, que sentía frío en la espalda desnuda.

—Ha de descansar.

—He de comprobar unas cosas. Necesito algo de ropa.

—Pero, señor, usted...

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