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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (59 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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La victoria definitiva de los llluminati.

Langdon contempló la marca en las pantallas. Si bien ya la había visto antes, ahora el símbolo adquirió sentido para él. Un sentido perfecto. El maligno poder de la marca arrolló a Langdon como un tren.

Orientación. Langdon había olvidado la primera regla de la simbología.
¿Cuándo un cuadrado no es un cuadrado?
También había olvidado que los hierros de marcar, al igual que los sellos de goma, nunca tenían el mismo aspecto que sus improntas. Estaban al revés. ¡Langdon había estado mirando el negativo de la marca!

A medida que aumentaba el caos, una antigua cita de los llluminati resonó en su mente, con un significado nuevo: «Un diamante sin mácula, nacido de los antiguos elementos con tal perfección que todos cuantos lo veían sólo podían mirar embelesados».

Langdon sabía ahora que el mito era cierto.

Tierra, Aire, Fuego, Agua.

El Diamante de los llluminati.

117

Robert Langdon albergaba pocas dudas acerca de que el caos y la histeria que se habían apoderado de la plaza de San Pedro en aquel instante excedían cualquier cosa que la colina del Vaticano hubiera presenciado en toda su historia. Ni batallas, ni crucifixiones, ni peregrinajes, ni visiones místicas... Nada podía compararse con la magnitud y dramatismo de este momento.

Mientras la tragedia se desarrollaba, Langdon se sentía extrañamente distante, como si flotara sobre la escalera al lado de Vittoria. Experimentó la sensación de que la acción se expandía, como en un repliegue temporal, y de que la locura se enlentecía...

El camarlengo marcado, ansioso de que el mundo lo viera...

El Diamante de los llluminati, desvelado en todo su diabólico genio...

ha cuenta atrás que documentaba los últimos veinte minutos de la
historia del Vaticano...

Sin embargo, el drama no había hecho más que empezar.

El camarlengo, como en trance, parecía poseído por demonios. Empezó a balbucear, susurrando a espíritus invisibles, miró al cielo y levantó los brazos hacia Dios.

—¡Habla! —gritó el camarlengo al firmamento. ¡Sí, te escucho!

En aquel momento, Langdon comprendió. Su corazón dio un vuelco.

Al parecer, Vittoria también lo había comprendido.

—Se encuentra en estado de shock —dijo—. Está alucinando. ¡Cree que está hablando con Dios!

Alguien ha de detener esto,
pensó Langdon. Era un final lamentable y vergonzoso.
¡Lleven a este hombre al hospital!

En la escalera, unos peldaños más abajo, Chinita Macri estaba filmando, como si hubiera localizado el lugar ideal para ello. Las imágenes que rodaba aparecían al instante en las pantallas gigantescas de la plaza, como en un cine al aire libre, donde todas las pantallas reprodujeran la misma espantosa tragedia.

La escena poseía un aliento épico. El camarlengo, con la sotana desgarrada, la marca impresa a fuego en su pecho, parecía una especie de campeón apaleado que hubiera dejado atrás los círculos del infierno para acceder a este momento de revelación. Clamó a los cielos.


Ti sento, Dio!

Chartrand retrocedió, estupefacto.

Se hizo un silencio absoluto e instantáneo en la plaza. Por un momento, fue como si todo el planeta hubiera enmudecido... Todos sentados ante los televisores, conteniendo el aliento.

El camarlengo se irguió ante el mundo y extendió los brazos. Casi recordaba a Cristo, desnudo y herido ante la humanidad. Alzó los brazos al cielo y exclamó:


Grazie! Grazie, Dio!

El silencio de la muchedumbre no se interrumpió.


Grazie, Dio!
—volvió a gritar el camarlengo. Al igual que el sol abriéndose paso en un cielo de tormenta, una expresión de gozo apareció en su rostro—.
Grazie, Dio!

¿Gracias, Dios?,
se preguntó Langdon, asombrado.

El camarlengo estaba radiante, una vez finalizada su extraña transformación. Miró al cielo, sin dejar de cabecear furiosamente. Clamó a los cielos.

—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia!

Langdon conocía las palabras, pero no tenía ni idea de por qué el camarlengo las gritaba en este momento.

Ventresca se volvió hacia la muchedumbre en la plaza y vociferó de nuevo.

—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia! —Después elevó las manos al cielo y soltó una carcajada—.
Grazie, Dio! Graxiel

El hombre se había vuelto loco.

El mundo miraba, fascinado.

Pero nadie se esperaba la culminación.

Con un arrebato final de júbilo, el camarlengo dio media vuelta y entró corriendo en la basílica de San Pedro.

118

Las once y cuarenta y dos minutos.

Langdon jamás hubiera imaginado formar parte de la frenética comitiva, y mucho menos guiarla, que se precipitó hacia la basílica para detener al camarlengo. Pero era el más cercano a la puerta y había actuado instintivamente.

Morirá aquí,
pensó Langdon, mientras se internaba en la negrura.

—¡Alto, carmarlengo!

La muralla de negrura con que se topó Langdon era total. Tenía las pupilas contraídas por el resplandor del exterior, y ahora apenas veía a unos pocos metros de su cara. Se detuvo. Oyó crujir la sotana del camarlengo.

Vittoria y los guardias llegaron de inmediato. Las luces de las linternas no eran suficientes para penetrar en las profundidades de la basílica. Sólo revelaban columnas y suelos desnudos. El camarlengo había desaparecido.

—¡Camarlengo! —chilló Chartrand con miedo en la voz—. ¡Espere, signore!

Un tumulto en la puerta de entrada provocó que todo el mundo se volviera. El cuerpo robusto de Chinita Macri se recortó en el umbral. Llevaba la cámara al hombro, y la luz roja revelaba que seguía transmitiendo. Glick corría detrás de ella, micrófono en mano, y pedía a gritos que no corriera tanto.

Langdon no dio crédito a sus ojos.
¡Vaya par! ¡Éste no es el momento!

—¡Fuera! —gritó Chartrand—. ¡Aquí no pueden entrar!

Pero Macri y Glick no le hicieron caso.

—¡Chinita! —La voz de Glick traslucía miedo—. ¡Esto es un suicidio! ¡Yo no voy!

Macri, impertérrita, manipuló un mando. El foco de la cámara cobró vida y cegó a todo el mundo.

Langdon se protegió la cara y dio media vuelta.
¡Maldita sea!
Cuando levantó la vista, la iglesia estaba iluminada en treinta metros a la redonda.

En aquel momento, la voz del camarlengo resonó a lo lejos.

—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia!

Macri giró la cámara hacia el lugar de donde procedía la voz. En la distancia, al final del alcance del foco, ondulaba una tela negra, la cual reveló que una forma familiar corría por el pasillo principal de la basílica.

Todo el mundo vaciló un momento al ver la extraña imagen. Después el dique se desbordó. Chartrand corrió en pos del camarlengo. Langdon le siguió. Y tras ellos fueron los guardias y Vittoria.

Macri, desde la retaguardia, iluminaba el camino y transmitía la persecución al mundo entero. Un Glick reticente maldecía en voz alta, mientras tartamudeaba un comentario aterrorizado.

El teniente Chartrand había calculado en una ocasión que el pasillo principal de la basílica de San Pedro era más largo que un campo de fútbol. Esta noche, sin embargo, se le antojó el doble. Mientras corría tras el camarlengo, se preguntó adónde se dirigía el hombre. El camarlengo se hallaba en estado de shock, y deliraba sin duda, debido al trauma físico y a su participación involuntaria en la terrible masacre acontecida en el despacho del Papa.

Más adelante, donde no llegaba la luz del foco de la cámara, el camarlengo gritaba jubiloso.

—¡Sobre esta roca construiré mi Iglesia!

Chartrand sabía que el hombre estaba vociferando un fragmento de las Escrituras. Mateo, 16.18, si no recordaba mal.
Sobre esta roca
construiré mi Iglesia.
Era una frase casi cruelmente inapropiada: la Iglesia estaba a punto de ser destruida. No cabía duda de que el camarlengo había enloquecido.

¿O no?

Por un brevísimo instante, el alma de Chartrand palpitó. Siempre había pensado que las visiones sagradas y los mensajes divinos eran fantasías, el producto de mentes fanáticas que oían lo que querían oír. ¡Dios no actuaba directamente!

Un momento después, no obstante, como si el Espíritu Santo hubiera descendido para convencer a Chartrand de Su poder, tuvo una visión.

A cincuenta metros de donde estaba, en el centro de la iglesia, apareció un fantasma, una silueta diáfana, resplandeciente. La pálida forma era el camarlengo semidesnudo. El espectro parecía transparente, como si irradiara luz. Chartrand se detuvo y notó un nudo en el estómago.
¡El camarlengo está brillando!
Daba la impresión de que su cuerpo refulgía más ahora. Después, empezó a encogerse, cada vez más, hasta que desapareció como por arte de magia en la negrura del suelo.

Langdon también había visto el fantasma. Por un momento, creyó que había sido testigo de una visión mágica, pero cuando pasó ante el estupefacto Chartrand y corrió hacia el punto donde había desaparecido el camarlengo, comprendió lo que acababa de ocurrir. Ventresca había llegado al Nicho de los Palios, la cámara subterránea iluminada por noventa y nueve lámparas de aceite. Las lámparas del nicho alumbraban desde abajo, y le iluminaban como un fantasma. Después, cuando el camarlengo bajó por la escalera, dio la impresión de que desaparecía bajo el suelo.

Langdon llegó sin aliento al borde de la cámara subterránea. Al final de la escalera, iluminado por el resplandor dorado de las lámparas de aceite, el camarlengo corría hacia las puertas de cristal que daban acceso a la cripta que contenía el famoso cofre dorado.

¿Qué está haciendo?,
se preguntó Langdon.
No pensará que el cofre dorado...

El camarlengo abrió las puertas y entró. Hizo caso omiso del cofre dorado, y unos dos metros más allá cayó de rodillas y pugnó por levantar una rejilla de hierro empotrada en el suelo.

Langdon miraba horrorizado, y comprendió ahora adónde se dirigía el camarlengo.
¡Santo Dios, no!
Bajó corriendo por las escaleras.

—¡No, padre!

Cuando Langdon abrió las puertas de cristal y corrió hacia el camarlengo, vio que el hombre tiraba de la rejilla, la cual se desprendió con un ruido ensordecedor, revelando un pozo estrecho y una escalera empinada que desaparecía en la nada. Cuando el camarlengo avanzó hacia el hueco, Langdon aferró sus hombros desnudos y tiró de él. La piel del hombre estaba resbaladiza de sudor, pero Langdon no lo soltó.

El camarlengo giró en redondo, sobresaltado.

—¿Qué está haciendo?

Langdon se sorprendió cuando sus ojos se encontraron. La mirada del camarlengo ya no era la de un hombre en trance. Sus ojos eran penetrantes, y brillaban con una lúcida determinación. La marca de su pecho tenía un aspecto atroz.

—Padre —dijo Langdon con la mayor calma posible—, no puede bajar ahí. Hemos de evacuar el Vaticano.

—Hijo mío —contestó el camarlengo con voz siniestramente cuerda—, acabo de recibir un mensaje. Sé...

—¡Camarlengo!

Eran Chartrand y los demás. Bajaron corriendo por la escalera, iluminados por el foco de Macri.

Cuando Chartrand vio el boquete bostezante del suelo, sus ojos se llenaron de temor. Se persignó y dirigió una mirada de agradecimiento a Langdon por haber detenido al camarlengo. Langdon comprendió. Había leído lo suficiente sobre arquitectura del Vaticano para saber lo que había debajo de aquella rejilla. Era el lugar más sagrado de toda la cristiandad.
Terra Santa.
Algunos lo llamaban la Necrópolis. Otros las Catacumbas. Según los relatos de los pocos sacerdotes que habían bajado, la Necrópolis era un oscuro laberinto de criptas subterráneas, capaces de tragarse a un visitante si se extraviaba. No era el lugar más adecuado para perseguir al camarlengo.

—Signore —suplicó Chartrand—, se encuentra en estado de shock. Hemos de abandonar este lugar. No puede bajar ahí. Sería un suicidio.

De pronto, el camarlengo adoptó una expresión estoica. Apoyó una mano serena sobre el hombro de Chartrand.

—Gracias por su preocupación y lealtad. No sabe cuánto se lo agradezco. Pero he tenido una revelación. Sé dónde está la antimateria.

Todo el mundo le miró.

El camarlengo se volvió hacia el grupo.

—Sobre esta roca construiré mi Iglesia. Ése era el mensaje. El significado es claro.

Langdon aún no conseguía comprender por qué el camarlengo estaba tan convencido de que Dios le había hablado, y mucho menos de que había descifrado el mensaje.
¿Sobre esta roca construiré mi Iglesia?
Eran las palabras pronunciadas por Jesús cuando eligió a Pedro como primer apóstol. ¿Qué relación tenían con la situación?

Macri se acercó para tomar un primer plano. Glick estaba mudo, como paralizado.

El camarlengo habló más deprisa.

—Los Illuminati han colocado su arma de destrucción en la mismísima piedra angular de esta Iglesia. En sus cimientos. —Señaló la escalera—. En la mismísima roca sobre la que fue construida esta Iglesia. Y yo sé dónde está esa roca.

Langdon estaba seguro de que había llegado el momento de reducir al camarlengo y llevárselo a rastras. Por más lucidez que aparentara, el sacerdote estaba profiriendo necedades.
¿Una roca? ¿ha piedra angular en los cimientos?
La escalera que tenían ante ellos no conducía a los cimientos, sino a la necrópolis.

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