Ángeles y Demonios (61 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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—Yo salvaré tu Iglesia, Padre. Te lo juro.

Pese al foco de la cámara, por el cual se sentía agradecido, el camarlengo sostenía en alto la lámpara de aceite.
Soy un faro en la oscuridad. Yo soy la luz.
El líquido inflamable de la lámpara se agitaba mientras corría, y temió que se derramara y le quemara. Ya había sufrido bastantes quemaduras por una noche.

Cuando se acercó a la cumbre de la colina, estaba bañado en sudor y apenas podía respirar, pero al coronar la cima se sintió renacer. Se tambaleó sobre la extensión lisa de tierra que tantas veces había pisado. El sendero terminaba aquí. La necrópolis moría con brusquedad en un muro de tierra. Un diminuto letrero rezaba
Mausoleum S.

La tomba di San Pietro.

Ante él, a la altura de la cintura, había una abertura en la pared. No la anunciaban ni fanfarrias ni placas doradas. Era un simple agujero en el muro, tras el cual había una pequeña gruta y un humilde sarcófago en estado deplorable. El camarlengo escudriñó el hueco y sonrió, agotado. Oyó que los demás se acercaban. Dejó en el suelo la lámpara de aceite y se arrodilló para rezar.

Gracias, Dios mío. Casi hemos terminado.

En la plaza, rodeado de príncipes de la Iglesia pasmados, el cardenal Mortati contemplaba las pantallas de las televisiones y seguía el drama que tenía lugar en el subsuelo. Ya no sabía qué creer. ¿Todo el mundo había presenciado lo que él había visto? ¿Era cierto que Dios había hablado al camarlengo? ¿Iba la antimateria a aparecer en la tumba de San Pedro?

—¡Mirad!

Una exclamación ahogada se elevó de la multitud.

—¡Allí! —Todo el mundo señaló la cripta—. ¡Es un milagro!

Mortati levantó la vista. La cámara se hallaba en un ángulo inestable, pero la imagen era clara. E inolvidable.

Filmado desde atrás, el camarlengo se había arrodillado para rezar sobre el suelo de tierra. Delante de él había un agujero en la pared. Dentro del hueco, entre los cascotes de piedras antiguas, había un ataúd de terracota. Aunque Mortati sólo había visto una vez en su vida el ataúd, sabía sin la menor duda lo que contenía.

San Pietro.

Mortati no era tan ingenuo como para suponer que los gritos de alegría y asombro que surgían de las masas expresaban su júbilo por haber podido ver la reliquia más sagrada de la cristiandad. La tumba de San Pedro no era lo que había impulsado a la gente a postrarse de hinojos y rezar. Era el objeto que descansaba sobre la tumba.

El contenedor de antimateria. Estaba allí, donde había estado todo el día, oculto en la oscuridad de la Necrópolis. Bruñido. Inexorable. Mortífero. La revelación del camarlengo era correcta.

Mortati contempló maravillado el cilindro transparente. La gota de líquido todavía flotaba en su centro. La gruta se teñía de rojo mientras la pantalla del contenedor desgranaba sus últimos cinco minutos de vida.

En la tumba, a pocos centímetros del contenedor, también se hallaba la cámara de seguridad inalámbrica de la Guardia Suiza, que apuntaba al contenedor y no dejaba de transmitir.

Mortati se persignó, convencido de que era la imagen más aterradora que había visto en su vida. Un momento después, no obstante, comprendió que la situación iba a empeorar.

El camarlengo se irguió de repente. Agarró la antimateria y se volvió hacia los demás. Su expresión mostraba una concentración absoluta. Pasó entre sus acompañantes y empezó a bajar la colina.

La cámara captó a Vittoria Vetra, paralizada de horror.

—¿Adónde va? ¡Camarlengo! ¿No había dicho que...?

—¡Tengan fe! —exclamó el sacerdote mientras se alejaba corriendo.

Vittoria se volvió hacia Langdon.

—¿Qué hacemos?

Langdon intentó detener al camarlengo, pero Chartrand se lo impidió una vez más, como si confiara en la convicción del sacerdote.

La imagen que transmitía la BBC era como un paseo en una montaña rusa. Tomas fugaces que revelaban terror y confusión, mientras el caótico cortejo corría entre las sombras hacia la entrada de la Necrópolis.

En la plaza, Mortati lanzó una exclamación ahogada; estaba aterrorizado.

—¿Va a subirla aquí?

Las televisiones de todo el mundo mostraron cómo el sacerdote salió corriendo de la Necrópolis con la antimateria en las manos.

—¡Esta noche no habrá más muertes!

Pero el camarlengo se equivocaba.

121

El camarlengo salió como una exhalación por las puertas de la basílica de San Pedro a las once y cincuenta y seis minutos. Se tambaleó a la luz de los focos, con la antimateria extendida ante él como una especie de ofrenda numinosa. Con sus ojos ardientes vio su propia figura, semidesnuda y herida, alta como un gigante, en las pantallas que rodeaban la plaza. Jamás había oído nada comparable al rugido que se elevó de la muchedumbre, una mezcla de llanto, chillido, cántico, oración, veneración y terror.

Líbranos del mal,
susurró.

Se sentía agotado después de su carrera. Casi había culminado en un desastre. Robert Langdon y Vittoria Vetra habían querido interceptarle, devolver el contenedor a su escondite subterráneo, huir en busca de protección.
¡Ciegos idiotas!

El camarlengo comprendió con aterradora claridad que, en cualquier otra ocasión, no habría ganado la carrera. Esta noche, sin embargo, Dios había estado de su parte una vez más. Chartrand había sujetado a Robert Langdon cuando estaba a punto de alcanzar al camarlengo. Los reporteros estaban fascinados e iban demasiado cargados con su equipo para intervenir.

Los caminos del Señor son inescrutables.

El camarlengo oía a los demás que se acercaban por detrás, los veía en la pantalla. Con un postrer esfuerzo, alzó la antimateria sobre su cabeza. Después, echó hacia atrás los hombros desnudos, en un acto de desafío a la marca de los Illuminati grabada en su pecho, y bajó a toda prisa la escalera.

Aún quedaba un último acto.

Buena suerte,
pensó.
Buena suerte.

Cuatro minutos...

Langdon se quedó casi ciego cuando salió de la basílica. Una vez más, los focos de las televisiones quemaron sus retinas. Sólo pudo distinguir el contorno borroso del camarlengo, que bajaba a toda prisa por la escalera. Por un instante, rodeado por el halo de los focos, adquirió un aspecto celestial, como una especie de deidad moderna. Su sotana le colgaba de la cintura como una mortaja. Su cuerpo, marcado a fuego y herido por sus enemigos, aún aguantaba. El camarlengo corría, erguido en toda su estatura, gritando al mundo que tuviera fe, en dirección a la muchedumbre, cargado con un arma de destrucción masiva.

Langdon salió en su persecución.
¿Qué está haciendo? ¡Los matará a todos!

—¡La obra de Satanás no tiene cabida en la Casa de Dios! —gritó el camarlengo. Se precipitó hacia la multitud aterrorizada.

—¡Padre! —gritó Langdon—. ¡No hay escapatoria!

—¡Miren al cielo! ¡Nos hemos olvidado de mirar al cielo!

En aquel momento, Robert Langdon vio adónde se dirigía el camarlengo, y comprendió la verdad en toda su gloria. Aunque no podía verlo por culpa de los focos, sabía que la salvación aguardaba más adelante.

Un cielo italiano tachonado de estrellas.
La ruta de escape.

El helicóptero que el camarlengo había pedido para conducirle al hospital esperaba, con el piloto sentado en la cabina, los rotores zumbando. Cuando el camarlengo corrió hacia él, Langdon experimentó una oleada de júbilo.

Sus pensamientos se desbocaron...

Lo que primero le vino a la mente fue el Mediterráneo en toda su extensión. ¿A qué distancia se hallaba? ¿Diez kilómetros? ¿Quince? Sabía que la playa de Fiumicino estaba a sólo siete minutos en tren.

Pero en helicóptero, a trescientos kilómetros por hora, sin paradas... Si podían llegar hasta el mar y arrojar el contenedor... Cayó en la cuenta de que había otras opciones, y se sintió casi ingrávido mientras corría.
¡La Cava Romana!
Las canteras de mármol situadas al norte de la ciudad se hallaban a menos de cinco kilómetros de distancia. ¿Cuánto terreno abarcaban? ¿Tres kilómetros cuadrados? ¡Tenían que estar desiertas a estas horas! Arrojar el contenedor allí...

—¡Todo el mundo atrás! —gritó el camarlengo mientras corría—. ¡Aléjense inmediatamente!

Los Guardias Suizos que rodeaban el helicóptero miraron boquiabiertos al sacerdote cuando le vieron llegar.

—¡Atrás! —chilló.

Los guardias retrocedieron.

Mientras el mundo entero miraba asombrado, el camarlengo corrió hacia la puerta del piloto y la abrió de un tirón.

—¡Fuera, hijo! ¡Ya!

El guardia saltó.

El camarlengo miró el asiento elevado de la cabina y comprendió que, en su estado de agotamiento actual, necesitaría ambas manos para izarse. Se volvió hacia el piloto, que temblaba a su lado, y le confió el contenedor.

—Sujeta esto. Devuélvemelo cuando esté sentado.

Cuando el camarlengo subió, oyó los gritos de Robert Langdon, que corría hacia el aparato.
Ahora comprendes,
pensó el sacerdote.
¡Ahora tienes fe!

Ventresca se acomodó en la cabina, movió unos cuantos mandos y se volvió hacia la ventanilla para recuperar el contenedor.

Pero el guardia al que había entregado el contenedor tenía las manos vacías.

—¡Él lo ha cogido! —gritó el guardia.

El corazón del camarlengo dio un vuelco.

—¿Quién?

El guardia señaló.

—¡Él!

···


Robert Langdon se quedó sorprendido por el peso del contenedor. Corrió hacia el otro lado del helicóptero y saltó al compartimiento trasero, donde Vittoria y él habían ido sentados tan sólo unas horas antes. Dejó la puerta abierta y se ciñó el cinturón de seguridad. Después, gritó al sacerdote:

—¡Despegue, padre!

El camarlengo torció el cuello en dirección a Langdon, muerto de miedo.

—¿Qué está haciendo?

—¡Usted pilote! ¡Yo la tiraré! —gritó Langdon—. ¡No queda tiempo! ¡Eleve este maldito aparato!

Por un momento, el camarlengo pareció paralizado, mientras los focos de las televisiones se reflejaban contra el parabrisas de la cabina y oscurecían las arrugas de su rostro.

—Puedo hacerlo solo —susurró—. Tengo que hacerlo solo.

Langdon no estaba escuchando.
¡Arriba!,
se oyó gritar.
¡Ya! ¡He venido a ayudarle!
Langdon miró el contenedor y se quedó sin respiración cuando vio las cifras que parpadeaban en la pantalla del contenedor.


¡Tres
minutos, padre!
¡Tres!

La cifra devolvió la cordura al camarlengo. Sin vacilar, se volvió hacia los controles. El helicóptero se elevó con un rugido.

Langdon, a través de una nube de polvo, vio que Vittoria corría hacia el helicóptero. Sus ojos se encontraron, y después ella se derrumbó como un saco.

122

En el interior del helicóptero, el gemido de los rotores y el estruendo del viento que se colaba por la puerta abierta asaltaron los sentidos de Langdon como un caos ensordecedor. Resistió el tirón de la gravedad cuando el aparato ascendió aceleradamente. El resplandor de la plaza de San Pedro disminuyó bajo ellos, hasta convertirse en una elipse luminosa amorfa que brillaba en un mar de luces.

El contenedor de antimateria pesaba como un muerto en las manos de Langdon. Lo sujetaba con firmeza, con las palmas resbaladizas a causa del sudor y la sangre. La gota de antimateria flotaba con calma dentro del contenedor, mientras el contador lanzaba destellos rojos.

—¡Dos minutos! —gritó Langdon, y se preguntó dónde pensaba tirar el camarlengo la antimateria.

Las luces de la ciudad se extendían en todas direcciones. Hacia el oeste, a lo lejos, Langdon distinguió el contorno parpadeante de la costa mediterránea, una frontera mellada de luminiscencia que lindaba con una nada infinita. El mar parecía estar más lejano de lo que Langdon había imaginado. Además, la concentración de luces en la costa era un crudo recordatorio de que, incluso mar adentro, una explosión tendría efectos devastadores. Langdon ni siquiera se había parado a pensar en las consecuencias de una marejada de diez kilotones que alcanzara la costa.

Cuando se volvió y clavó la vista en el frente, sus esperanzas aumentaron. Frente a ellos, las sombras onduladas de las colinas de Roma se cernían en la noche. Las colinas estaban sembradas de luces (las villas de los muy ricos), pero a un kilómetro al norte, la oscuridad reinaba en ellas. No había luces, sino una inmensa bolsa de negrura. Nada.

¡Las canteras!,
pensó Langdon.
¡La Cava Romana!

Examinó con sumo detenimiento la extensión de tierra desnuda y calculó que era lo bastante grande. Parecía cercana, además. Mucho más cercana que el mar. Una oleada de júbilo le invadió. ¡Aquí era donde el camarlengo pensaba arrojar la antimateria! ¡El helicóptero seguía esa dirección! ¡Las canteras! No obstante, pese a que el ruido de los motores había aumentado y el helicóptero volaba a gran velocidad, no parecía que estuvieran más cerca de las canteras. Perplejo, miró por la puerta lateral para orientarse. Lo que vio transformó su alegría en una oleada de pánico. Bajo ellos, a cientos de metros, brillaban los focos de las televisiones apostadas en la plaza de San Pedro.

¡Aún estamos sobre el Vaticano!

—¡Camarlengo! —exclamó Langdon—. ¡Siga adelante! ¡Hemos alcanzado la altitud
suficiente,
pero ha de avanzar! ¡No podemos arrojar el contenedor sobre el Vaticano!

El sacerdote no contestó. Al parecer, estaba concentrado en pilotar el aparato.

—¡Nos quedan menos de dos minutos! —gritó Langdon, con el contenedor en alto—.
¡La Cava Romana
ya se ve! ¡Está a unos dos kilómetros al norte! No hemos de...

—No —contestó el camarlengo—. Es demasiado peligroso. Lo siento. —Mientras el helicóptero seguía elevándose, el camarlengo se volvió hacia Langdon y le dedicó una sonrisa contrita—. Ojalá no hubiera venido, amigo mío. No hay otro sacrificio mayor.

Langdon miró a los ojos agotados del camarlengo y comprendió. Se le heló la sangre en las venas.

—Pero... ¡tiene que haber algún sitio al que podamos ir!


Arriba
—replicó el camarlengo con voz resignada—. Es la única garantía.

Langdon apenas pudo pensar. Había malinterpretado el plan del camarlengo.
¡Miren al cielo!

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