Read Andanzas y malandanzas Online
Authors: Alberto Rivas Bonilla
Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana
De cómo por una fatalidad perdió el héroe una presa, apoco de haberla ganado en buena lid.
Aquella taltuza —una de las pocas que habían escapado a las perpetuas acechanzas de Toribio— constituía para Nerón una obsesión. Incontables eran los días que llevaba perdidos persiguiéndola. Al parecer, el maldito animal tenía pacto con el diablo, tal era la facilidad con que se le escapaba de las propias garras. Ya podría Nerón echar todas las maldiciones que quisiera, que todo eso de nada le servía. La taltuza se le escapaba invariablemente; pero no perdía las esperanzas. Algún día…
Y el día llegó al fin, porque en este mundo no hay plazo que no se venza. Por desgracia, el triunfo no fue de Nerón, ni para Nerón, como va a verse.
La gente del campo construye una trampa rudimentaria para cazar pequeños animales, consistente en lo que sigue: se fija en tierra, en sentido vertical, una pértiga larga y flexible, y se hace curvar hacia abajo el otro extremo, provisto de una cuerda con un nudo corredizo, manteniéndola en esta posición mediante un sencillo mecanismo que se suelta cuando la víctima tira del cebo; pero no se puede llegar al tal cebo, si no es metiendo la cabeza por el nudo corredizo, de donde resulta que, al enderezarse la vara violentamente, el pobre animal se encuentra suspendido por el cuello, y no le queda otro camino que morir ahorcado, a menos que el cielo quiera hacer un milagro en su favor.
Ahorcada estaba nuestra taltuza cuando Nerón la encontró; cuando ni siquiera iba pensando en ella. Estaba suspendida de una cuerda a cierta altura, aunque no tanta que Nerón no la pudiera alcanzar fácilmente con sólo pararse en dos patas.
Si bien el héroe lo comprendió así en seguida —porque es un chucho muy listo— no quiso recurrir a la violencia de primas a primeras. Seguro de su triunfo como estaba, es más de admirar la actitud ecuánime que asumió, al iniciar unas pláticas preliminares en forma de ladridos, que tenían por objeto persuadir al artefacto que le entregara su presa por las buenas.
El interpelado no dio muestras de enterarse de tales pretensiones.
En vista del resultado nulo del trámite, y enemigo de perder el tiempo inútilmente, pasó el chucho inmediatamente a la vía de los hechos, y dando un pequeño salto, cogió con los dientes la taltuza.
La trampa se inclinó sin resistir, pero no soltó prenda. Nerón dio varios tirones sucesivos. La trampa se inclinaba más o menos, amoldándose a la intensidad de la solicitud, pero nada más.
Nerón empezaba a impacientarse. Él no estaba ahí para discutir derechos más o menos dudosos, sino para hacer valer la ley del más fuerte. Y para que de ello no quedara la menor duda, reanudó los ladridos, no ya en los términos amistosos y benévolos de un principio, sino furiosamente, en tono conminatorio. Pues no. La testaruda trampa no se dejó intimidar. Antes bien, aprovechando la circunstancia de que el chucho había soltado la taltuza para poder ladrar, se puso a oscilar con inequívocos propósitos de burla, haciendo danzar a la manzana de la discordia como si fuera un simple fantoche.
Nerón acabó por perder los últimos restos de paciencia. Se lanzó sobre la insolente máquina, volvió a hacer presa en el animalejo y se puso a tirar con más fuerza que nunca. Tanto y tan bien tiró, que consiguió reventar la cuerda y salió disparado hacia atrás, dando vueltas de gato.
Cargado con el botín hizo su entrada triunfal en el patio y se fue a echar de barriga, sujetándolo con las patas delanteras, dispuesto a darse el atracón famoso, sin perdonar una uña.
¡Vana ilusión! Los cipotes, que andaban jugando por allí, lo vieron y dieron la voz de alarma:
—¡Nana! ¡El chucho ha cogido una taltuza!
Salió la Remigia a todo correr:
—¡Quítensela, pue!
No se hicieron ellos repetir la orden, y armándose de palos, corrieron sobre el pobre Nerón. Quiso éste huir, pero no pudo.
Recibió buenos golpes y se vio despojado de un almuerzo que tantos sudores le costara conseguir.
La única utilidad que sacó del negocio fueron los desperdicios.
Y aun estos, reducidos a su ínfima expresión: un fémur más desnudo que si lo acabaran de parir.
En el cual se puntualiza cómo un burro malandrín tuvo que arrostrar la violenta cólera del famoso Nerón.
A la puerta de trancas se llegó un indio que conducía por el ronzal un asno cargado. Dejólo afuera, sin tomarse el trabajo de amarrarlo, y con un rollo de piales colgando de un hombro, se dirigió al rancho para solicitar de la Remigia un poco de agua. Condescendió ella, trayéndole el precioso líquido en un huacal de morro que no se distinguía por su excesiva limpieza. Tomólo el indio, se inclinó a un lado para escupir, y sin respirar una sola vez, trasegó hasta la última gota.
Se limpió la boca con la manga y devolvió su huacal a la Remigia, enfrascándose ambos en una lánguida charla sobre motivos agrícolas, pecuarios y meteorológicos, cuya puntualización no hace al caso. A todas estas, Nerón no permanecía inactivo. Tan pronto como el forastero se detuvo a la puerta del rancho, ya se había acercado él para olfatearle con todo detenimiento las extremidades inferiores, desde los caites hasta las rodillas. No encontrando nada de alarmante por ese lado, se encaminó inmediatamente a la pacífica bestia que se entretenía ramoneando yerbajos polvorientos de los que crecían a la vera de la calle.
A primera vista, no parecía un burro sospechoso. Era un burro como cualquier otro, calmoso, fatigado, cubierto de sudor. Iba ensillado con aparejo, a ambos lados del cual pendían dos enormes zurrones calvos a trechos. Si no hubiera sido más que eso, un momento después el animal habría continuado sin estropicio su camino, guiado por su dueño.
La desgracia consistió en que aquel pollino, tan inofensivo en apariencia, estuviera cometiendo el despropósito de llevar un chucho sujeto por medio de unas cuerdas sobre el aparejo, en el espacio que dejaban libre los zurrones. Era un flaco y miserable chucho, entre gris y amarillo, que no daba muestras de estar muy a sus anchas, y que por añadidura le estaba enseñando los dientes a Nerón, como si éste fuera el culpable de que se estuviera viendo en tal guisa.
Pese a tan poco amistosa demostración del cautivo, no era héroe quien pudiera consentir sin protestas en semejante atropello. Y sin decir agua va, se abalanzó sobre el malvado burro con la sana intención de arrancarle media quijada de un mordisco. Sólo que el directamente interesado no estuvo anuente, y se paró en dos patas para impedirlo.
El chucho del aparejo, creyendo que la cosa iba con él, hizo en su defensa personal lo único que estaba en sus posibilidades: orinarse en su cabalgadura y ladrar como un energúmeno.
Las embestidas del de abajo y los ladridos del de arriba espantaron al burro, que era muy burro, y puso pies en polvorosa.
Entonces los zurrones, que iban vacíos, empezaron a golpearle los flancos, armando un estruendo de todos los diablos. Con la mitad habría tenido el muy zoquete para volverse loco, y como un loco tiraba coces al aire, sin interrumpir por eso la fuga.
Por supuesto que Nerón iba detrás, sintiéndose con ánimos de llegar al fin del mundo, si preciso fuera, en seguimiento del malandrín; pero no hubo necesidad de tanto, porque uno de los zurrones, al pasar cerca de un poste, se trabó en él. Las ligaduras que lo mantenían, lo mismo que la cincha, que no debían estar muy nuevas, se rompieron. Y los zurrones, el chucho y el aparejo, rodaron sucesivamente cada uno por su lado, quedando por consiguiente el asno en pelota, lo cual no fue óbice para que continuara su desenfrenada carrera, perdiéndose, a poco, entre una nube de polvo.
Llegado que hubo Nerón al teatro del desastre, no encontró más que el aparejo y los zurrones. El chucho había desaparecido como por encanto.
El dueño del pollino que venía como un huracán en pos de su bien perdido, encontró al chucho de Toribio ocupado en hacer un reconocimiento olfatorio de los inanimados despojos que yacían por el suelo. Sin detenerse, le propinó con el rollo de piales un golpe tremendo, que yo no sé cómo no le partió en dos la rabadilla, consiguiendo sólo echarlo a rodar entre espantosos chillidos.
Es lo que pensaba el héroe mientras se lamía filosóficamente la parte contundida: «Quien se mete a redentor, acaba crucificado».
Irreverencia que se le puede perdonar en consideración a que no es más que un pobre animal.
Que narra el desaparecimiento de un caite de Toribio y da la debida explicación del suceso.
Aquellos caites de Toribio, olorosos caites de cuero crudo, venerables por su antigüedad, eran el sueño dorado de Nerón.
Convengamos en que los tales adminículos no debían estar muy jugosos, dado el tiempo que tenían de vivir pegados a los pies de su dueño, que no parecía sino que habían nacido y crecido con él; pero todo, en este pícaro mundo, es relativo. Y para Nerón, que vivía de milagro, comerse un caite de aquellos hubiera sido el colmo de la felicidad.
¿Comerse un caite de aquellos? ¡En qué año, si el indio no se los quitaba ni para dormir! Todo lo más que podía hacer el chucho era acercarse a su amo por retaguardia, cuando lo pillaba descuidado, para olerle las rústicas sandalias. Eran unas olidas largas y profundas, a ojos entornados, que le llegaban al alma y mantenían vivas sus esperanzas.
Una vez compró Toribio en el pueblo un par de caites de llanta de automóvil. Serían los caites domingueros, según pensaba; pero el hombre propone y Dios dispone. Tuvieron que ser para todos los días.
Porque el domingo siguiente, cuando se calzó de estreno para ir al pueblo, no sé quién avisó a Nerón de aquel cambio de tan felices auspicios para él. Acaso algún maravilloso instinto, tal vez alguna venturosa casualidad. Lo cierto es que no habría llegado el hombre a la Cuesta Lisa, cuando ya el animal salía del rancho llevando entre los dientes uno de los famosos caites. Los había encontrado colgados de una punta del «tapexco».
Y se lo fue a comer al potrero, para evitar que se repitiera la historia de la taltuza, que se la quitaron a palos antes de poderle dar un bocado.
El lunes muy de madrugada, cuando Toribio se quiso ir al trabajo, buscó a tientas sus caites viejos y no encontró más que uno.
Pensando que el otro andaría descarriado por allí cerca, encendió una raja de ocote. Buscó como quien busca una aguja. Se metió a gatas debajo del tapexco. Hurgó por todos los rincones. Hizo que se levantaran la Remigia y los chicos. Se hicieron pedazos los cuatro buscando por todo el rancho y sus alrededores. Y convencido al fin el indio de la inutilidad de sus afanes, se tuvo que ir al trabajo con calzado de lujo, no sin echar ternos, los más redondos que pudo:
—¡Chingadas!… ¡Hijas de noventa p…!
Se refería a las ratas.
Nerón estuvo ausente del rancho por espacio de cuatro días. Claro que nadie se afectó por ello. Toribio se limitó a decir el martes por la tarde:
—¡A buen!, al chucho ya se lo robaron…
—De veras, pue —le contestó la Remigia.
Y nada más.
No. No se lo habían robado. No estaba Nerón para despertar la codicia de nadie. Si no volvía era porque se estaba comiendo su caite. Cuatro días de trabajo incesante le costó despacharlo. Cuatro días de ruegos, dentelladas y tirones para ablandarlo pedazo a pedazo, milímetro a milímetro. Cuando hubo dado cima a su ímproba tarea, emprendió el regreso. Entró en el rancho el miércoles, ya anochecido, en momentos en que toda la familia estaba reunida alrededor de una cazuela de frijoles parados, cada comensal con sus dos, tres o cuatro tortillas, grandes como discos de fonógrafo. A todos, uno por uno, los fue a saludar moviendo furiosamente la cola y agachando las orejas para atrás. Y no se vaya a creer que esta afectuosidad era interesada, pues muy bien sabía que nadie lo iba a premiar con una viruta de tortilla. Era que en realidad tenía mucho gusto de volver a ver a su gente.
Después de cumplir con este sencillo precepto de urbanidad, se fue a echar a la puerta, no tardando en quedarse dormido con el hocico apoyado sobre las manos.
A Toribio, que era bastante bruto, no se le ocurrió relacionar la desaparición de su caite con la escapatoria de Nerón, cosa inaudita en un chucho de tan buenas costumbres. Para él, continuaban siendo las ratas las únicas culpables.
Y es probable que nunca hubiera sabido la verdad; pero Nerón, que tan sin malicia obraba, se delató varios días después al salir del rancho, sin percatarse de su amo, con el otro caite, condenado a la misma pena que su compañero.
Aquello fue un rayo de luz para el indio. Por poco no despanzurra al chucho de una patada; y ya en el suelo, lo majó a palos sin compasión.
Semanas y meses rodó por el patio el caite viudo, arrastrado de un lado para otro por el azar, hasta que un día desapareció. ¿Qué fin tuvo? No me ha sido posible averiguarlo. Puedo, eso sí, afirmar bajo juramento que Nerón no se lo comió. Después de la tunda que le dieron por el otro, no se lo hubiera comido ni que se lo guisaran con trufas.
En el cual se verá cómo anduvo Nerón metido metafóricamente en un lío de faldas.
Adivino que a estas alturas el lector se habrá preguntado muchas veces si no existiría el amor para el chucho.
¡Pues no había de existir! Nerón era un chucho completo. Lo que ocurre es que sus aventuras galantes —con todo y que las corrió famosas— eran opacadas por sus hazañas heroicas y caballerescas.
Y como son éstas precisamente las que con mayor acierto dibujan los rasgos de su personalidad, a ellas me he dedicado hasta ahora por modo exclusivo, en la creencia de que referirme a futilezas sería perder el tiempo.
Pero ahora, habiéndolo meditado mucho, he cambiado de parecer.
Estoy convencido de que, para pintar un carácter, son tan esenciales los rasgos débiles como los vigorosos, y que si omitiera ciertos visos psicológicos del chucho, dejaría inconcluso su retrato.
Voy, pues, a consignar uno de tantos, escogido al azar.
Un día como otro cualquiera, impulsado por su eterna monomanía, había salido en busca de algo con qué matar el hambre.
Y quiso el azar que viera venir en contrario rumbo un minúsculo perrillo que daba compasión de puro miserable y enclenque. Andaba cruzando las patas y con la cabeza gacha. Había perdido el pelo en las regiones protuberantes, y a través de la piel exangüe se perfilaba íntegra la osamenta. Los omóplatos, con su juego alternado, parecían pedales de órgano. Un alfiler, cogiéndolo por los flancos, lo habría perforado de parte a parte.