Andanzas y malandanzas (3 page)

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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

BOOK: Andanzas y malandanzas
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Oyendo el clamor de sus amos, sintió el chucho que se le hacía un nudo en el estómago, dando por seguro que ya lo harían pagar caro la aventura, aunque sólo fuera por no perder la costumbre…

Por espacio de cuarenta y ocho horas no tuvo ánimos para presentarse en el rancho. Cuando al fin se resolvió a ello, hubiera querido hacerse invisible, si hemos de juzgar por el grado de agazapamiento a que se reducía cada vez que alguien le andaba cerca.

Al fin hubo de convencerse, maravillado, de que nadie estaba pensando en tocarle el pelo de la ropa.

Increíble, sí. No lo vamos a discutir. Pero así fue la verdad de las cosas.

Capítulo VI

En el cual se da cuenta y razón del misterioso desaparecimiento de cierta candela de sebo.

Lo de la candela de sebo pasó como va a leerse:

Un domingo por la mañana, salió para el pueblo Toribio, como tenía por costumbre. Nerón se fue detrás y lo acompañó hasta subir la Cuesta Lisa, desde cuya altura se divisan ya los tejados del pueblo por entre el follaje. Y no quiso pasar de allí. Se quedó sentado moviendo la cola, hasta que vio desaparecer a su amo en el primer recodo. Entonces se puso a desandar lo andado.

Siempre hacía lo mismo. Salía de la casa, ya solo, ya en seguimiento de alguien, con la intención de llegar al pueblo, y en la Cuesta Lisa le flaqueaba el valor y se volvía. ¿Por qué tal repugnancia por el pueblo? En otro capítulo lo explicaré. No ahora, porque el caso no tiene nada que ver con la candela de sebo.

A la hora del almuerzo volvió Toribio. Nerón, que dormía como un santo bajo el amate, junto a la piladera, se despertó por un grato olorcillo de algo que el indio traía dentro de la cebadera. Como movido por un resorte se levantó, y pisándole los talones entró en el rancho.

De la cebadera fueron emergiendo sucesivamente un par de caites de llanta de automóvil, una estampa del Niño de Atocha con marco de hojalata, un escapulario de la Virgen del Carmen, un almanaque de Bristol, un sombrero de palma, cinco puros de los de a centavo y, en fin, una candela de sebo, que era la que había impresionado la pituitaria de Nerón, hasta el grado de sacarlo de su profundo sueño.

El chucho, tan pronto como la vio, la condenó a muerte.

Es increíble la utilidad que se puede sacar de una candela mechona. Lo mismo sirve para un fregado que para un barrido, como quien dice. Lo mismo da flexibilidad a un pial, que cura un lobanillo. Para la tapazón de narices, no hay cosa igual. Y para el dolor de costado, y para el mal de ojos, y para mil otras cosas más.

Pero, sobre todo, para matar el hambre. ¡Oh! Para matar el hambre… ¡hay que preguntar a Nerón! Y Nerón decidió asesinar la suya a la primera oportunidad.

La candela de marras quedó colgada de un clavo a un horcón, al lado del molendero; pero este vecindario no era ningún inconveniente, porque la Remigia a cada momento abandonaba el rancho, obligada por sus ocupaciones.

En efecto, poco tuvo que esperar Nerón. Mientras la mujer andaba por el río trayendo agua para lavar el nixtamal, logró sin tropiezo alguno, parándose en dos patas, llegar hasta la candela; pero no pudo descolgarla, como pensaba, para írsela a comer al patio con toda calma, porque el maldito clavo era oblicuo hacia arriba. Así, pues, lo que hizo fue apretar con los incisivos lo más alto que pudo, y tomando apoyo con las patas en el horcón, tiró hacia abajo con todas sus fuerzas. En un santiamén quedó la mecha desnuda, y el culpable tomó soleta relamiéndose sibaríticamente.

El estropicio no se descubrió sino varios días después, con ocasión de que la Remigia buscó la panacea para curarse una picada de alacrán. Desde luego, no se molestó en tomar ninguna providencia; pero en cuanto volvió del trabajo Toribio, le recibió con el chisme:

—El chucho se comió la candel’e sebo.

Toribio comprobó de visu el atentado y soltó un taco redondo:

—¡Ve quijue sesenta mil…!

Se quitó el cincho y salió al patio. Nerón no lo sintió venir, ocupado como estaba en rascarse la sarna. Al primer correazo quedó patas arriba, chillando como un condenado, y antes de que se pudiera poner en salvo, hubo tiempo de que le cayeran otros cuantos más, tan bien sentados como el primero. Todavía, cuando iba saliendo como un cohete por la puerta de trancas, se le adelantó dando tumbos una piedra enorme.

Y la voz del indio remachaba:

—¡Vení para acá, chucho malvado, yo te voy a enseñar a ladrón!

Nerón pasó varios días sin asomar por el rancho. Y como a veces tiene tan mala memoria, por mucho que se devanó los sesos, no logró acertar en su vida con la razón y causa del vapuleo.

Capítulo VII

Que narra la incalificable agresión que numerosos y violentos enemigos perpetraron en la persona del héroe.

¿Nerón, desmemoriado? Sí, en lo general. Porque hay cosas que no se le olvidarán jamás, así viva cien años. Por ejemplo, lo de la lata de sardinas.

Esta es historia antigua. Es de cuando Nerón vivía en el pueblo.

Porque Nerón no siempre ha sido chucho de finca. Hubo un tiempo en que fue chucho pueblerino. Chucho sin dueño y sin abrigo, que vivía a la intemperie y comía huesos perdidos; pero habitante del pueblo, al fin. Mil veces tomó parte en las perrunas y fenomenales contiendas que se suscitaban en la época del celo. Mil otras recibió palos y pedradas de muchachos traviesos, o como castigo en sus incursiones por las ventas de carne del mercado. Y hasta jarras de agua caliente le depilaron el lomo cuando se aventuró mucho por el interior de las viviendas. Aun así, vivía contento con su suerte —única manera de ser feliz— y nunca había considerado la posibilidad de abandonar el pueblo, hasta que le aconteció lo de la lata de sardinas.

Había en el pueblo una casa que Nerón hizo víctima de sus latrocinios en repetidas ocasiones. A decir verdad, sus habitantes sentían hacia él una antipatía invencible, y le demostraban las peores intenciones. ¡Pero el zaguán era tan ancho, y la cocina olía tan bien!

Un día, pues, entró sin solicitar permiso de nadie, según su habitual proceder. Daba por seguro recibir sus buenos trancazos, pero sacar, en cambio, suculento botín. ¡Que si quieres! Esta vez lo estaban esperando, y no bien hubo entrado, el zaguán se cerró de golpe.

Lleno de pavor quiso huir, pero no encontró por dónde. Y empezó una despiadada persecución que le pareció eterna. Corría él adelante, sin saber por dónde iba, y todos los habitantes de la casa, armados de toda clase de objetos vulnerantes, detrás. Hubo gritos, golpes, muebles volcados, vidrios rotos… Muy pronto el intruso fue cercado, capturado, inmovilizado, golpeado. Cuando lo dejaron en libertad y le permitieron salir a la calle, llevaba a rastras, amarrada a la cola, una lata vacía. Y aquí vino lo bueno. El estruendo que armaba aquel aditamento al rodar por los empedrados era algo fenomenal, que produjo en el pobre chucho un verdadero pánico. Y mientras más corría, más el fragor aumentaba. Todas las calles del pueblo desfilaron por sus ojos espantados, en una desbandada fantástica.

Las gentes corrían, gritaban, le lanzaban una lluvia de piedras para acabarlo de enloquecer. Dejó atrás la plaza, dejó atrás la iglesia, dejó atrás las últimas casas del pueblo, acosado a golpes, perseguido por una turba de perros que, con sus embestidas, lo echaron a rodar muchas veces.

Así salió al camino real y siguió corriendo. Corrió todavía no supo cuánto tiempo, hasta caer sin sentido bajo las marañas de un cafetal, cuando ya hacía mucho tiempo que se había desprendido la lata de sardinas.

Al volver de su desmayo no se explicaba —como ahora tampoco se lo explica— lo que le había pasado. De todo aquel acontecimiento apocalíptico y desconcertante, no le quedaba más que un sentimiento invencible de horror. Tenía las patas temblorosas y una gran debilidad general. Y si a esto agregamos la hora, ya cercana de la oración, y la soledad de aquella naturaleza semisalvaje que veía por primera vez, podremos hacernos una idea siquiera aproximada de su estado de ánimo.

Caminando al azar por entre la maleza, salió a la carretera y allí se quedó alelado sin saber qué camino tomar. Al pueblo no volvería, así se lo fueran a suplicar de rodillas. ¿Entonces…?

Lo sacó de su abstracción el indio Toribio que volvía del pueblo.

En realidad de verdad, Toribio no tenía una figura muy atractiva que digamos; pero Nerón se habría agarrado a un clavo caliente, y se fue tras él.

De esta manera llegó Nerón a formar parte de la familia de Toribio, según queda relatado en el primer capítulo de esta fiel y peregrina historia.

Capítulo VIII

De cómo un peligroso enemigo se vio ante el dilema de una sigilosa retirada o una muerte cierta, y de cómo hubo de conducirse.

Ladrar en no importa qué tono era el socorrido sistema de Nerón para cuando no sabía qué hacer o cuando, aun sabiéndolo, no podía hacer otra cosa.

No es maravilla, pues, que recibiera a ladridos al nuevo habitante del patio que en cierta ocasión hizo su ingreso en brazos de Toribio.

Nerón hubiera jurado que era una gallina más, si no hubiera sido que abultaba mucho más que cualquiera de éstas.

Entonces, si no era gallina, ¿qué podía ser? El chucho no tenía La menor idea y, en consecuencia, se dio a ladrar.

Toribio, sin ponerle atención, se llegó a la sombra del amate, donde puso a su prisionero en tierra, echado sobre un flanco, para desligarle las patas, que las traía atadas una con otra. Y con la misma pita que sacó de la operación, lo amarró a una estaca, dejándolo en libertad de moverse dentro de un círculo bastante estrecho.

Libre de sus trabas, el pájaro misterioso se enderezó sobre sus patas rugosas, se sacudió las plumas enérgicamente, se rascó bajo un ala con el pico y acabó por que darse inmóvil recogiendo el cuello y desentendiéndose de cuanto pasaba a su alrededor. No dio señales de vida ni siquiera cuando llegó la Remigia con unos desperdicios de cocina y un tiesto con agua que le puso al pie de la estaca.

Algunas gallinas, que se habían aproximado atraídas por la novedad, reanudaron sus quehaceres habituales con olímpica indiferencia.

Y la vida volvió a fluir por sus cauces de siempre en el tranquilo patio de Toribio. Nerón mismo, cansado de ladrar sin que nadie se diera por aludido, había acabado por echarse de barriga, con la quijada sobre las patas delanteras, mirando de hito en hito al recién llegado.

Se perdía en conjeturas sobre quién podría ser, sobre qué intenciones traería y sobre la actitud que él tendría que asumir; problemas todos ellos de primera importancia; pero no por mucho barajarlos le encontraba la punta al ovillo.

Por fin, a fuerza de cavilar, le fue entrando sueño. Y ya casi cerraba los ojos cuando observó con renovado interés que el pajarraco había salido de su ensimismamiento, y que a la sazón efectuaba una minuciosa inspección visual en todas direcciones. Vio cómo, acto seguido, se ponía a escarbar los desperdicios con el pico y las patas sin dignarse dar un bocado. Y vio, en fin, cómo se paseaba de acá para allá, con un andar pausado y solemne, a todo lo largo que la cuerda se lo permitía.

¡Qué más quería Nerón! Fue como si le hubieran clavado unas banderillas. Se alzó del polvo de un solo salto y la emprendió de nuevo a desgañitarse.

Pero no fue por mucho tiempo, debido a que el plumífero reaccionó por modo extraordinario. Erizó todas sus plumas adquiriendo contornos casi esféricos, desplegó la cola en forma de abanico y ensayó unos pasos, de danza en compás de dos por cuatro, acompañándose de una imitación —bastante mala, por cierto— del ruido de una pandereta.

—¡Chum!…

—¡Chum!…

Nerón no quiso ver en qué paraba todo aquello. Ya, con el erizado de plumas, había salido andando para atrás, como hacía cuando tocaban a retirarse sin perder de vista al enemigo; y al primer panderetazo ya no fue dueño de sí: dio media vuelta y puso pies en polvorosa.

Y no fue por miedo, no. Fue por el dolor que en el ánimo le produjera el espectáculo de un personaje tan circunspecto como respetable, rebajándose hasta caer en las vulgaridades de la coreografía.

Y la pena lo atormentó por un largo rato, si hemos de juzgar por el hecho de que no regresó sino hasta que brillaron las estrellas, es decir, al estar bien seguro de que el bailarín se había ido a la cama.

Por sabido se calla que al día siguiente no esperó a que saliera el sol para ausentarse, y no volvió sino cuando fue noche cerrada. Y así por muchos días sucesivos. Se escabullía entre oscuro y claro; pero no faltaba por la noche de su dormitorio acostumbrado, sobre el umbral de la puerta de la cocina.

Porque él, a menos de mediar obstáculos insalvables, no sentía inclinación alguna a dormir fuera de casa, y esto por varias razones.

La primera y principal, que los coyotes tienen la mala costumbre de los merodeos nocturnos, y no le habría caído en gracia un encuentro con gentuza de tal ralea.

Decía, pues, que así pasó mucho tiempo, sin poder precisar cuanto. Una vez se atrevió a asomar durante el día a caza de novedades; pero ni siquiera llegó a penetrar en el patio, porque desde afuera alcanzó a ver a su enemigo, ya en completa libertad, picoteando acá y allá, en llana camaradería con las gallinas de verdad.

Según las informaciones más fidedignas que poseo, es muy posible que una vez más, por lo menos, haya repetido el tanteo con idéntico resultado.

Entonces, acomodaticio como era él, se conformó con aquel modo de vivir para el resto de sus días.

Mas la Providencia había dispuesto las cosas de otra manera.

Una noche hubo llovizna persistente. Si bien las tejas impedían que el agua calara al héroe hasta los huesos, no podían cortar el paso al vientecillo glacial que le hacía castañetear los dientes. A tanto llegó la incomodidad, que lo indujo a jugar el todo por el todo yéndose a dormir al interior de la choza.

Sin hacer más ruido que una sombra, se metió en un descuido de la gente y fue a buscar sabroso acomodo bajo el tapexco de la Remigia Ahí se estuvo quedo, sin osar siquiera rascarse la sarna, pues bien sabía que silo llegaban a sentir, lo iban a sacar a patadas.

Y ahí se quedó dormido. Durmió toda la noche, y toda la madrugada y buena parte del día, gracias a la tibieza y sabrosura del lugar que le hicieron el efecto de un narcótico.

A la hora de su despertar, el sol corría bastante alto y en el dormitorio no había otra persona que él.

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