Read Andanzas y malandanzas Online
Authors: Alberto Rivas Bonilla
Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana
Ya iba a pensar en otra cosa; pero en su inconsciente se alzó una voz en son de protesta: la voz de su tacañería.
¿Por qué habría dejado él un puro a la mitad?
Se agachó para recogerlo y remediar semejante derroche.
Y entonces se dio cuenta de que no era de los suyos. ¿Qué andaría haciendo en su casa un puro ajeno?
Para un cerrado de mollera como él, sólo había una explicación posible. Algo que le resultaba terriblemente afrentoso.
Echando chispas por los ojos oblicuos, apretados los dientes por la rabia, preguntó ex abrupto a la Remigia con su voz de falsete:
—¿Con quién bis estado vos hoy?
—Con naide. No hei visto a naide —contestó desde adentro la voz indiferente de la mujer.
—Entonces —insistió él con mayor apremio—, ¿este puro de quién es?
Hubo una pausa que le pareció eterna. Ya se disponía a irrumpir en la cocina como un ciclón, cuando vio salir a su consorte, lerda y calmosa, enjugándose las manos en el delantal. Sin apresurarse, tomó a dos manos el cuerpo del delito. Lo examinó con detenimiento dándole vueltas una y otra vez y se lo devolvió, preguntándole con admirable naturalidad:
—¿Nues de los tuyos, pue?
—¡Chis! ¿Cuándo me bis visto fumara puros de los de a tres por medio?
Hizo la pregunta con la misma entonación que hubiera empleado para preguntar si alguna vez lo habían visto jugar baraja con el Sumo Pontífice.
La Remigia, que ya daba el tema por agotado, se había puesto a buscar algo a tientas sobre la viga del alero, y, al no encontrar nada, preguntó:
—¿Bis cogido vos el jabón?
—¿Yo pa qué te vuandar cogiendo tu jabón shuco?
Estaba ella segura de que Nerón no era el responsable, porque precisamente en previsión de sus abusos de confianza había buscado en las vigas un escondrijo para su jabón. Tal vez las ratas o el tacuazín… y preguntándose dónde podría guardar más a salvo el próximo que comprara, intentó volver a la cocina.
El pesado de Toribio la detuvo, insistiendo:
—Estos son de los que hacen onde Galván, en Cojute.
Por asociación de ideas, gracias al jabón, había dado ella con la clave del misterio.
—Esas son cosas del chucho —dijo.
Conocemos bastante a Toribio. Sabemos que en siendo cosa de proferir indecencias y porquería, él era el as. Así, pues, que se me excuse si no transcribo al pie la reyerta de ambos cónyuges. Y confórmese el lector con saber que la Remigia acabó llorando, y que entre hipos, mocos y lágrimas dijo al final, con sutil ironía:
—¡Sí! Como soy tan chula, los hombres mi andan buscando hastentre la casa…
Tan sencillo argumento tuvo la virtud de llamar al indio a la razón. Se quedó mirando curiosamente a su mujer. ¡Palabra que él no se había fijado cómo estaba de fea la Remigia! Se imaginó ser otro hombre cualquiera y se preguntó qué haría si se encontrara a solas con ella en lo más apartado de la montaña.
Y la respuesta que se dio fue absolutamente tranquilizadora.
¡Tenía razón la Remigia! Había sido el chucho.
La cara mongoloide se le iluminó con una amplia sonrisa que no tuvo necesidad de disimular porque en ese momento ella se limpiaba los ojos y narices con el delantal.
Y así salieron del zipizape. El, sin confesar su convencimiento, porque tenía sus puntillos de amor propio, y porque no le venía de sobra un nuevo pretexto para llevar a la Remigia por el ronzal; y ella, jurando que Nerón se las pagaría por haber dado ocasión de que se pusiera en duda su honestidad.
Aquella misma noche se salió con la suya. Traicioneramente cogió al chucho dormido al pie del cerco de piña. Y en lo que él coordinaba ideas y movimientos para escapar, le descargó cuatro leñazos de los de padre y señor mío.
¡Ya la esperaba él! ¿Acaso no dio por descontada la zurra cuando se comió el jabón?
Y, oyéndolo chillar bajo los golpes, Toribio, tendido ya de largo a largo sobre su tapexco, saboreando el puro del lío, se planteaba intrigado por centésima vez un problema que lo traía a mal traer:
—¿Pa qué puchas quedría el cabuepuro estijue cien puercas?
Donde el curioso lector podrá ver a Toribio casi en cueros vivos.
Vagando el héroe sin rumbo fijo ni objeto determinado, orinándose en un tronco por acá, olfateando una mata por allá, llegó cierta vez a dar con su perrunidad en lo más espeso de la montaña, a un buen par de kilómetros de la casa. Y fue allí precisamente, donde ciertas emanaciones que flotaban en la atmósfera, le delataron la proximidad de Toribio.
Agradablemente sorprendido, se puso a rastrearlos sin pérdida de momento. Aquel paseo que había iniciado a solas, lo terminaría en compañía del amo. ¿Qué más quería él?
Guiado por el olfato avanzó algunos metros haciendo crujir a su paso las hojas secas; bajó al fondo de una zanja; subió por el lado opuesto; se aventuró por debajo de intrincadas malezas, y desembocó a un claro donde las aguas del río se detenían formando un plácido remanso.
Era una poza bastante amplia, de tan sosegada corriente, que no hacía rizos en la superficie, y rodeada de árboles inmensos. Habríase dicho que los más grandes de la selva se habían dado cita en aquel paraje para contemplarse en el mágico espejo de las aguas. Se oían cantos de chiltotas y allá, a lo lejos, el golpe seco de algún pájaro carpintero que estaría labrando a golpes de pico algún tronco milenario.
Si Nerón hubiera conocido la mitología, a buen seguro que, frente a aquellas aguas dormidas, hubiera evocado a Leda acariciada por el cisne, o Diana rodeada de su cortejo de ninfas. Él mismo, tal vez, se hubiera imaginado ser un miembro de la divina jauría, pronto a hincar los dientes en las trémulas carnes de Acteón.
Pero Nerón, hay que confesarlo, era un chucho ignorante, y su espíritu andaba muy lejos de eruditas divagaciones. Por lo demás, aquel poético remanso se lo sabía de memoria por haber acompañado con frecuencia a los cipotes cuando iban a bañarse. No tenía, pues, motivos para caer en éxtasis. Andaba buscando a Toribio, y nada más.
Y Toribio no aparecía por parte alguna. Había, sí, sobre una piedra plana, a orillas del estanque, un montoncillo de trapos que a la legua trascendían a él. Hurgando con las patas los extendió Nerón y pudo reconocer un pantalón de manta, una camiseta de lo mismo, una correa espuelera ascendida a la categoría de cincho por un capricho de la suerte y un par de caites fraternalmente apareados. No faltaba más que el clásico sombrero de palma, para estar completa la indumentaria de Toribio.
¿Cómo habían ido a parar allí aquellas prendas? Nerón no lo sabía, ni le importaba. Lo esencial, para él, era evitar que se perdieran, y para ello se dispuso a transportarlas al rancho, así tuviera que echar veinte viajes.
No lo pensó mucho. Cogió con los dientes los pantalones y emprendió la marcha llevándolos a rastras. La operación no resultó tan llana como él esperaba. A cada paso se le enganchaban en diversos obstáculos del camino, y no conseguía desprenderlos sino a fuerza de tirones; pero no desmayó un segundo, y a costa de innumerables fatigas y dificultades, llegó por fin al rancho, derrengado y jadeante. No hay para qué decir que los pantalones quedaron bastante resentidos por tan accidentada marcha a través de la selva.
Dejólos en el suelo, al pie del amate, y se puso a desandar lo andado, en busca de la camiseta. Ya cerca del remanso, se encontró de pronto con su amo que venía en la peor guisa que el chucho jamás lo había visto. Estaba desnudo de medio cuerpo arriba y, salvo los caites, de medio muslo abajo. La camiseta, que le iba abrazando la cintura con las mangas vacías, había degenerado en humilde taparrabo. Con el brazo izquierdo replegado, sostenía el sombrero rebosando de jutes y camarones.
A las piruetas y colazos con que el chucho lo saludaba, correspondió con un bufido espantoso y una patada que, por fortuna, no dio en el blanco. ¡Para zalemas estaba él! Se traía un humor de todos los diablos y echaba maldiciones que ponían los pelos de punta, contra el audaz ladrón que lo había dejado medio desnudo, mientras él andaba desnudo del todo río arriba, pescando crustáceos y moluscos. Al mismo tiempo se maravillaba de que no lo hubieran dejado en cueros vivos, con lo cual se habría visto en un conflicto de no muy fácil solución.
Nerón, acostumbrado a las rabietas del indio, no dio a aquélla mayor importancia, y se fue siguiéndolo como si tal cosa.
Viendo la Remigia a su hombre entrar en aquella facha, sin duda creyó que se había vuelto loco, tal fue la cara de asombro que puso.
—¿Por qué venís así? —le preguntó abriendo unos ojos redondos como ovillos de hilo.
—¡Me robaron los calzones en el río! —bramó él, echando chispas.
La Remigia, con todo y ser tan torpe, vislumbró lo que pasaba.
—¡A buen! —exclamó—. ¿No sean los que ha traydo el chucho?
—y le mostraba una piltrafa informe que andaba por el suelo.
Una consideración se hace necesaria en este punto. El perspicaz lector ya estará adivinando el incidente que ocurrió inmediatamente después, como resultas de lo anterior; y se estará diciendo, con sobrada razón, que de cada tres o cuatro capítulos de esta historia, hay uno que tiene como final obligado una azotaina para el chucho.
Yo soy el primero en admitir que semejante repetición da al relato cierta monotonía de mal gusto; y si estos apuntes fueran de mi invención, hace ya mucho tiempo que habría introducido alguna que otra variante.
Pero mi conciencia de historiador honrado no me permite tergiversar los hechos para dar gusto a mis lectores.
¿Qué culpa tengo yo de que las cosas hayan ocurrido así?
Donde se verá cómo pierde la cabeza un nuevo personaje después de sufrir repetidos desdoblamientos de la personalidad.
Se dejó oír, ya bastante cerca, un ruido de tropel sobre los guijos de la carretera, acompañado por intermitente murmullo de voces.
Nerón dormía como un bienaventurado.
Dormía con un ojo, según costumbre, y no vaya a creerse que aludo a la más negra de sus venturas, aquella de cuyas resultas quedó tuerto.
No. Hablo en sentido figurado, queriendo significar que, si descontamos las raras ocasiones en que lo despertaron a palos, nadie podía gloriarse de haberlo sorprendido durante el sueño.
Entiéndase, pues, que acudió a la puerta de trancas incitado por la bulla.
Y vio un grupo de gente que acababa de salvar el recodo inmediato. Eran cuatro hombres y varias mujeres que avanzaban rápidamente. Los hombres llevaban a cuestas, por medio de dos palancas, un artefacto en forma de caja bastante grande, forrado de tela blanca y adornado con flecos de papel dorado. Una de las mujeres iba encaramada sobre el armatoste descrito, de pie, inmóvil y rígida como si estuviera hecha de una sola pieza; y con toda seguridad iría pensando en el almuerzo, pues llevaba un plato en la siniestra mano. Las restantes marchaban a la zaga, enredándose en las faldas y haciendo visibles esfuerzos por no perder terreno.
El chucho miró y remiró y se quedó in albis.
Y para que al lector no le pase lo mismo, le daré las necesarias referencias.
Existen por aquella región, distantes entre sí nueve leguas flojas, dos poblados de tan baja categoría que, además de no aparecer en el mapa, ni siquiera merecen que se les cite aquí por sus nombres.
Lo que no se puede omitir —porque en ello está el quid de lo que viene después— es que en uno de los tales caseríos se venera a Santa Lucía y en el otro a Santa Agueda.
Y como ambos lugares son demasiado pobres, al grado de no poder costear cada uno por separado la imagen de la respectiva Patrona, vinieron en el feliz acuerdo de encargar una sola para los dos, con el único aditamento de un plato de hojalata para los dos.
Así las cosas, todo marcha a pedir de boca. Seis meses del año, alternativamente, habita la Santa en cada parroquia y todos tan contentos. Cuando le toca al pueblo de… Allá, digamos, se colocan sobre el plato un par de ojos de vidrio, con lo cual la imagen queda hecha una Santa Lucía que no hay más que pedir. Y cuando le llega su turno al de Acá, una comisión de notables va a traer la bendita escultura. En el sitio donde estuvieron antes los ojos de vidrio, se ponen dos medias naranjas de papel mascado, y cátate a Santa Agueda que sólo hablar le falta.
Uno, pues, de aquellos viajes, de Acá para Allá o de Allá para Acá (no lo sé a punto fijo) es lo que Nerón estaba presenciando.
Puesto así en antecedentes, el lector ya no se asusta por nada. No así el diligente Nerón, que se perdió en conjeturas sin dar con la clave de toda aquella máquina.
Y, de no encontrar una explicación plausible, dedujo en buena lógica que aquello andaba mal.
Y se aprestó para ponerlo en orden inmediatamente. Saltó a media calle, se enfrentó con los sospechosos y les ladró la orden de parar la marcha.
Como no fuera obedecido tuvo que andar a reculones, cosa que le desagradó bastante y dio ocasión para que se le empezara a subir la mostaza a las narices.
Los cargadores, en la imposibilidad de hacer cosa de mayor provecho, lo bañaron de insultos y de epítetos denigrantes. Las mujeres de a pie, incluso, tuvieron la osadía de tirarle piedras, bien es verdad que sin acertarle una; pues es bien sabido que las hembras, así como no hacen jamás un nudo a derechas, tampoco saben cómo es que se tira una piedra.
La ira del héroe crecía por momentos, sobre todo por la marcha en retroceso, proceder poco digno con el cual no apechugaba de buen grado. Y los ladridos a dientes pelados recrudecían en proporción.
Uno de los cargadores delanteros, el que cogía a Nerón más de cerca, se moría por despanzurrarlo de un puntapié. La única dificultad era que no se le ponía a distancia conveniente; pero no lo perdía de vista, aun cuando aparentaba observar las ramas de los árboles.
Hubo por fin un momento en que creyó llegada su oportunidad. Y le disparó una patada tal, que si le da, tengo para mí que aquella hubiera sido la última aventura del chucho.
Lo salvo de la muerte una piedra que estaba ahí, casi del todo enterrada, que fue la que recibió el tremendo impacto sin moverse.
El malintencionado sujeto vio las estrellas y se fue de bruces. Y en vez de soltar su palanca, que era lo procedente, se aferró a ella con mayor fuerza, sin duda esperando que la Santa le hiciera el milagro de tenerse firme.