Soledad ofreció el servicio a sus clientes y fue un éxito: durante un par de meses la quinta rebosó de animales que pagaban caro su hospedaje. Para ella era un placer especial: no había cumplido veinte años y ya podía ayudar a sus padres a salir de un mal momento económico: servía para algo.
"Uno de esos fines de semana, cuando tenía el pensionado, yo la acompañé a Villa Rosa", dirá su amigo Fabián Serruyo. "Soledad ya se había comprado ese jeep vejestorio que tenía y teníamos que llevar un rotweiler, o como se diga, y ella le había dado un sedante para que vaya más tranquilo, porque los perros se ponían locos en el viaje. Y de pronto el perro, que estaba medio groggy, saltó al asiento de adelante y se ahorcó: se estaba muriendo, no reaccionaba más. Era un garrón, un perro de 400, 500 mangos. Entonces Sole lo tiró en el asiento de atrás y no sé qué le hizo pero el perro revivió. Una maestra, Sole".
"Soledad cuando era chiquita era una cheta", dirá Cecilia Pazo, su prima. "Después cambió. No era una negra villera pero... vos la veías yendo a la cancha de Boca y te morías. Me acuerdo un día que fueron mi hermano, bostero de alma, mi papá, todos menos yo. Y ella se puso el sombrero de Piluso, con las lanas, y en realidad no sé si era la esencia, la piba era bardera. Sole más que nada era bardera".
"Soledad era tan desprejuiciada, se cagaba en todo, en las modas...", dirá Marta Rosas, su madre. "Para ella no había marcas, no había colores, nada. Me acuerdo de ir caminando por la avenida Santa Fe y oír música de Musimundo, un rock o una cumbia, agarrarte y ya estábamos bailando. 'Pero dejate de embromar, Sole'. 'Qué carajo te importa. Dale, movete'. O ir caminando por la calle, darse vuelta y decirme 'qué culo que tenés' y me apretaba".
Uno de esos días, madre e hija caminaban por una calle de su barrio:
—Yo tendría que haber nacido varón.
Dijo Soledad.
—¿Por qué?
—Y, porque así podría hacer todo lo que quie... bueno, la verdad, ¿para qué quiero ser varón si igual hago lo que quiero, lo que me gusta?
—Y así además tenés el tremendo beneficio de poder ser madre, de llevar algo adentro tuyo, guardadito.
—Sí, ma, tenés razón. La verdad mejor me quedo así.
Era toda una decisión.
"Yo no entendía", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "Yo le preguntaba '¿De qué podés hablar con un barrabrava de River? Soledad, por Dios, explicame de qué hablan, qué hacen, dónde está el amor ahí'. Y nos peleábamos, ella se enojaba muchísimo y me mandaba a la mierda. Gabriel era un personaje siniestro, yo lo odiaba. Un tipo agresivo, violento, desagradable. Vivía a la vuelta de casa. ¿Viste cuando decís lo peor del barrio?: 'Loca, te venís a enganchar con lo peor del barrio'. Era realmente lo peor: drogón, vago, chorro — porque andaba en el choreo chiquito, como afanarse pasacassettes de los autos. Se creía remalo: era un tarado total. Eran esos personajes que a mi hermana se le daba por proteger. Esa cosa que tenía ella de andar recogiendo perritos de la calle. Gabriel era una cosa así, un personaje que mi hermana se dedicó a tratar de rescatar y de proteger y que al final terminó haciéndola mierda. Terminó depositando un montón de energía en una persona que no le devolvía nada. Pero sí, para bancarse lo que se bancó de alguna manera debe haber estado enamorada de él. O tenía un sentido de la autodestrucción mucho más grande de lo que yo podía ver, porque realmente él era un tipo muy autodestructivo y destruía lo que lo rodeaba, no es que solamente se arruinaba la vida a sí mismo sino que jodía a los demás. La fajaba, la tenía totalmente bajo control".
Las hermanas empezaron a verse mucho menos. Gabriela se había ido a vivir sola y no soportaba a los nuevos amigos de Soledad: tenía la sensación de que la usaban, que se aprovechaban de la generosidad de su hermana —y del dinero que ganaba trabajando muy duro con los perros. Porque Soledad siempre había sido capaz de entregar todo lo que tenía.
"Si hay algo que ella tenía era un corazón enorme", dirá Lorena Dussort, su amiga y ex colega. "Me acuerdo que cuidaba a algunos chicos de la calle. Una vez cayó a la plaza con una bolsa de nike y le digo 'che te compraste zapatillas, ya era hora...'. Y me dice 'no, no son para mí, son para él'. Le había comprado un par de zapatillas al nene que pedía en Salguero y Las Heras. El pibe estaba feliz. Y no sólo eso, también se lo llevaba a comer a la casa. Hacía esas cosas, que no las hace todo el mundo. Y era de ayudarte en todo, plata, otra cosa, lo que fuera. Era una mina buena, todo lo que hacía lo hacía de corazón, nada era falso".
Lo de las zapatillas no era casual: a esa altura, Soledad se había despreocupado completamente de su atuendo. Se había comprado un jeep pero no gastaba nada en ropa: a lo sumo se compraba un pantalón en una feria de ocasión, y era raro verla sin su uniforme de jeans, zapatillas y una remera muy común. No se pintaba y se había cortado el pelo muy cortito. "Estaba muy errática", dirá Gabriela Rosas. "En esa época era una persona que andaba de acá para allá buscando qué hacer con su vida, que no encontraba su camino".
Me pregunto qué podemos llamar "un camino". Y me pregunto, ahora, ante estas líneas, cómo y para qué dibujar ese camino. Si tiene sentido cristalizar una vida si aceptamos —si es que aceptamos— que una vida está hecha de cambios como el tiempo está hecho de futuros. Y me pregunto, sobre todo, a esta altura, qué le preguntaría si pudiera —si la encontrara, si pudiera encontrarla, qué le preguntaría. Si, sentado frente a ella, me atrevería a preguntarle si Gabriel le pegaba, por ejemplo, si es cierto que se peleaba tanto con su padre, si le importaba de verdad, si coger le era un gusto o una forma de pagar el amor, si su madre la cuidaba o asfixiaba, si su hermana era en serio una amiga, si quería tener mucha plata alguna vez, si no le preocupaba pasarse tanto tiempo con sus perros, si pensaba a veces en su muerte, si alguna vez soñó con futuros heroicos: esas cosas que no me atrevo a preguntarle a casi nadie —y que, por momentos, contesto en su lugar.
"Es una edad muy fascinante esa en que a uno le gustaría que lo mataran para enterarse, después de muerto, de lo que dicen de uno", escribió hace casi un siglo Rafael Alberti.
Y después me pregunto si serían importantes sus respuestas. ¿Aceptaría que cada cual tiene sobre sí mismo derecho a la respuesta? ¿Que el relato que vale es el que uno se inventa? Dudo: mi relación con ella es fatalmente unívoca. No habrá preguntas, sólo algunas respuestas lo bastante confusas. Pero hay algo más raro: con todas las dudas, con todos los reparos, terminaré por dibujar una imagen de ella que conocerán muchos más que los que la conocieron de verdad. ¿De verdad? ¿O debería decir en carne y hueso? ¿O debería decir en realidad, en la realidad? ¿O debería callarme?
En marzo de 1995 Soledad Rosas tomó un par de decisiones importantes. Por un lado, dejó el profesorado de Educación Física y empezó la carrera de Administración Hotelera en la Universidad de Belgrano. El tema no le interesaba especialmente pero tenía ciertas ventajas: era una carrera que no le exigiría mucho, y con ella tranquilizaría a sus padres, cada vez más preocupados porque la nena no parecía completar su educación; la carrera, sobre todo, era corta: en sólo dos años conseguiría un título que le daría la posibilidad de trabajar en distintos lugares, de viajar con un oficio en la mochila. La Universidad de Belgrano era cara pero ella podía pagar los 500 pesos mensuales con el dinero de los perros; estaba llena de nenas y nenes de papá pero ella pensó que no tendría por qué adaptarse a ese ambiente: que aun allí podía seguir siendo sí misma.
"Soledad era muy abierta, muy expuesta, una piba que parecía frágil", dirá Juan Gramático, su vecino de Villa Rosa. "Y Gabriela era más cool, más fría. Sole, en ese sentido, era más piola. Yo siempre la vi como una chica que no terminaba las cosas que empezaba. Ella me comentaba sueños que tenía y después era como que se frustraban. Era bastante soñadora, Solita. Lo que pasa es que los padres son especiales. Son amigos míos, pero él es muy autoritario, la madre es una mina muy absorbente, el viejo también, por ahí no te dejan crecer, son bastante pesados. Y Soledad parecía más una piba que no había podido concretar cosas, sentía una deuda grande con todo. Y mucha carga de culpa con la relación familiar. Si hacía algo, lo hacía sin gusto. De repente hizo una carrera de hotelería que no le importaba ni ahí. No le gustaba, y lo tenía que hacer por las presiones. Ella paseaba perros, y eso lo había creado ella. Y levantaba unos buenos mangos. En un momento, a los viejos se les ocurre que ella podía armar acá en Villa Rosa aquel pensionado canino. Y ella lo hizo, y le fue bien, le tenían confianza. Y fue un éxito, pero como se metieron los viejos, ella le restó importancia".
Soledad decidió que ya era hora de intentar vivir sola. Estaba por cumplir veintiuno y nunca había salido de la casa de papá y mamá. Gabriel se entusiasmó: le parecía que era la mejor manera de asegurar su relación. Primero les pidieron a los padres de él la garantía necesaria para el alquiler:
—Solita, no quiero que te enojes pero estoy dudando de la garantía porque no sé qué va a pasar con ustedes. ¿Y si después no cumplen? Nosotros económicamente no estamos para que nos pase nada, no tenemos resto.
Les dijo Marta Zoppi. Soledad se hizo cargo:
—No te preocupes, en serio, no te preocupes. Yo voy a hablar con mi papá y lo vamos a arreglar.
Un par de días después Soledad les dijo a sus padres que quería alquilar un departamento para irse a vivir sola.
"Soledad nos dijo que quería tener la experiencia de vivir sola, a ver cómo se arreglaba", dirá Marta Rosas, su madre. "Entonces le preguntamos si quería uno de nuestros departamentos: en uno vivía mi madre y el otro estaba alquilado. 'No, prefiero otro, lejos, porque si estoy acá te vas a meter a lavarme la ropa, a limpiar la casa, quiero tener privacidad'. Es cierto: yo soy muy metida. Así que le alquilamos un departamento en Billinghurst y Charcas. De un ambiente, lindo, con una terracita. Con mucha ilusión la ayudamos en todo lo que pudimos".
—Mamá, ¿me vas a hacer la cortina del baño como se la hiciste a Gabriela?
—Sí, te la voy a hacer.
—Mamá, ¿me vas a hacer la cortinita de la cocina?
—Sí, te la voy a hacer.
Recuerda su madre, y que Soledad "se compró la heladera, se llevó el televisor, el equipo de música, un escritorio. Y el día que va Luis, mi marido, a conectarle los artefactos del baño, nos encontramos con que estaba todo invadido por cosas de Gabriel. Lleno de posters, un espanto, toda la ropa de él. Ella dijo que en ningún momento le dijo a Gabriel que fuera, pero que él se instaló ahí y después era un problema sacarlo... Luis se enojó mucho, se dio media vuelta y se fue. Discutieron un montón, él le dijo que lo había engañado, que él le había alquilado ese departamento pensando que era cierto que era para vivir ella porque quería probar cómo era estar lejos de papá y mamá...".
Era cierto que quería probarlo; también lo era que quería vivir con su novio —y no había sabido cómo decírselo a papá y mamá. Sus relaciones con su padre no eran fáciles: "Ella y él siempre se llevaron mal", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "Se peleaban por cualquier cosa. Mi papá es un tipo muy agresivo y Soledad era muy sensible. Papá decía dos cosas y Soledad enseguida se ponía a llorar y terminaba dando un portazo y yéndose. Se peleaban por cualquier cosa: porque le había encontrado un porro en el cajón o por el baño o los horarios. No se llevaban bien, nunca tuvieron una buena relación. Se querían mucho pero nunca pudieron entenderse. Era mutuo. Ella no era la hija que él había querido tener, ni él el padre que ella habría querido. Se amaban, mi papá la adoraba y ella lo quería. Pero ninguno de los dos respondía a lo que el otro hubiera querido que fueran. Sole en un momento empezó a ser distinta de lo que fue educada, de lo que se esperaba de ella, una hija de papá de clase media, de colegio privado. Empezó a diferenciarse de todo eso cuando terminó el colegio y ahí vinieron los problemas. Cuando se sacó el uniforme y empezó a vestirse como ella quería. Cuando empezó a elegir, cuando empezó a pasear perros, cuando empezó a hacer algo distinto a lo que supuestamente debía hacer empezaron los quilombos con mis viejos, sobre todo con mi viejo. Mi papá la insultaba mucho, Soledad lloraba. Las discusiones eran verbalmente muy agresivas, muy subidas de tono. Y Soledad se terminó convenciendo de que no servía para nada, de tanto que lo escuchó. Mi hermana tenía muy baja su autoestima. No se valoraba, no se quería, no se cuidaba".
La situación era insostenible. Algunas noches Soledad dormía con un cuchillo debajo de la almohada por miedo a los ataques de Gabriel. Estaba desorientada: ¿cómo podía ser que un amor tan fuerte incluyera semejantes horrores?
"Yo creo que ella, en el fondo, sabía que el tipo era un tarado, y además era un peligro", dirá su amiga Soledad Echagüe, Sole Vieja. "Una noche ella me llamó mal, él estaba muy sacado, le había pegado mucho, y me la llevé a casa. Pero él la corría con aquello de 'te necesito, necesito que me ayudes'. Y así la historia duró mucho tiempo, era una relación muy enferma. Gabriel moría de envidia y de celos. Para él Sole era una concheta insoportable y él podía sacarle provecho. Gabriel era loco, no boludo. Te puedo asegurar que tenía toda la viveza del que sabe utilizar, eso lo tenía bien claro".
Gabriel le hacía promesas: que iba a terminar el secundario, que iba a dejar las pastillas, que nunca más le levantaría la mano. Pero nada le duraba nada. Uno de esos días Soledad apareció con cicatrices en una muñeca. Cuando su madre le preguntó qué le había pasado dijo que se había lastimado con un vaso, pero sus padres no terminaron de saber si era verdad.
La convivencia era imposible —y Soledad tampoco tenía una gran paciencia: al cabo de dos meses estaba de vuelta en casa de sus padres. Pero la separación tampoco duró mucho; días más tarde había vuelto con él: lo amaba demasiado —o eso creía, que no es lo mismo pero es igual.
Su habitación en la casa familiar se había vuelto un lugar impersonal, casi un cuarto de huéspedes con las paredes vacías, sus objetos guardados, su música exiliada en casas de amigas. Su verdadero lugar, en esos días, era una mochilita donde llevaba lo poco indispensable: ya había salido de su casa familiar, todavía no había llegado a otra. Muchas veces dormía en lo de su hermana —en Caballito— o en lo de Sole Vieja —en Martínez.