Mientras tanto, el abogado Novaro intentaba desentrañar la acusación, enroscada en un idioma delirante: "En los capítulos que prececden han sido referidas en orden las pruebas concretas adquiridas sobre la base de los hallazgos objetivos percibidos en la Casa Okupada", decía, con creciente tacañería de comas el informe policial de la Operación TAV. "Con ellos se encuentran necesaria e imperiosamente relacionadas las ya importantes adquisiciones que han permitido hacer emerger bajo el perfil subjetivo la consabida determinación de los tres acusados de reunirse entre ellos con el fin de cumplir acciones delictivas incluidas en un mismo designio criminoso por realizarse en tiempo indeterminado o sea mientras subsistía entre ellos el común compartir ya sea de la convivencia, ya de la misma mentalidad de protesta contra el orden democrático del Estado por realizarse con los atentados demostrativos que programaban (gran parte no realizados por cuanto corresponde al período de actividad de la investigación técnica) o por aquellos que han sido cometidos en el Valle de Susa cuyas fuertes analogías objetivas se consideran seguramente adjudicables por lo menos al lugar donde los mismos habitaban".
O sea, en criollo: que en todas sus grabaciones no habían conseguido sorprender nada concreto sobre los atentados que estaban investigando —o sobre algún plan concreto para atentados futuros. "Ellos dijeron que nosotros estábamos en toda esta historia del Valle de Susa pero que nunca dijimos nada porque nos cuidamos perfectamente de hablar de eso en todas las grabaciones que tienen", dirá Silvano Pelissero, el único acusado vivo. "Ahí, según ellos, fuimos astutísimos. Pero después nos acusaron de cosas que sólo podría hacer un estúpido, como llevar la impresora supuestamente robada en la Municipalidad de Caprie a la casa de los padres de Edoardo o dejar los números de serie en la soldadora robada allí. Yo creo que tendrían que haberse decidido: o somos astutísimos o somos unos estúpidos".
Soledad no podía creer lo que estaba escuchando en Radio Black Out. En verdad no lo podía creer: primero pensó que estaba volviéndose loca, que oía cosas raras. Pero la canción estaba ahí:
—Me dicen el matador, nací en Barracas;
si hablamos de matar mis palabras matan.
No hace mucho tiempo que cayo el León Santillán
y ahora se que en cualquier momento me la van a dar.
No quería, pero un par de lágrimas le rodaron despacio. Después agarró un papel y empezó otra carta: "¡Carajo! No esperaba esta canción de los Fabulosos Cadillacs,
Matador
. Me la canté del principio al fin. ¿Cómo sabían que me gusta tanto? Sentí como si me faltara el aire". Siempre le había gustado pero ahora, en su celda, la canción le hablaba de ella misma, de su historia, y era como pegarles a todos los guardias y reírse de ellos:
—Viento de libertad, sangre combativa;
en los bolsillos del pueblo la vieja herida.
De pronto el día se me hace de noche,
murmullos, corridas, aquel golpe en la puerta, llegó la fuerza policial.
Mirá hermano en qué terminaste
por pelear por un mundo mejor.
"Esta música se llama murga, es música popular que se hace en la calle", siguió escribiendo. "Cada carnaval, que para nosotros es en verano, un grupo de gente de cada barrio se junta, unos cuarenta o más, y después de trabajar duro escribiendo las canciones y haciendo la música y practicando todo el verano, esta semana de carnaval van por toda la ciudad cantando y bailando. Las canciones hablan de protestas, de problemas sociales, de policía que mata, de gente sin proceso tras diez años de cárcel, de 30.000 desaparecidos por los militares de la dictadura. Ahora dicen que están en democracia pero nosotros ya sabemos que es la misma dictadura".
La Argentina, a la distancia, se le hacía distinta: a veces pasa. Su Argentina, ahora, ya no era ese barrio de perros y esos campitos de caballos sino un país amenazador oscurecido por el hambre y el recuerdo de una dictadura. Su historia en él, su futuro posible habían cambiado:
"Allá la gente tiene miedo de salir a la calle porque tienen miedo de la represión, que es muy fuerte, y prefieren olvidarse de lo que pasa. Pero también hay gente que sale y grita fuerte y hace quilombo y protesta, aunque pienso que por ahora la revolución en la Argentina está muy lejos. Yo tarde o temprano volveré, y seguro que tendré mucho que hacer. Por eso a veces me pregunto qué hago acá en Italia, si sé que allá hay tanto que hacer, pero después me tranquilizo pensando que acá estoy aprendiendo tantas cosas lindas para hacer. Tantas formas distintas de luchar". La radio seguía sonando:
—Me dicen el Matador de los cien barrios porteños.
No tengo por que tener miedo, mis palabras son balas,
balas de paz, balas de justicia.
Soy la voz de los que hicieron callar sin razón,
por el solo hecho de pensar distinto, ay Dios.
"Yo, amigos, mientras tanto, tengo que esperar un poco, hasta que uno que piensa que tiene la facultad de juzgar decida cuándo tendrá ganas de dejarme salir. Pero estoy bien, y en estos días empecé a reír. Cuando llegué acá veía a las otras que reían y no podía entenderlo, pero ahora enitendo, así el tiempo pasa más rápido, te desahogás, y además es como reírseles en la cara a estos: ¿quién podrá sepultar una carcajada?".
La preocupación de su familia la preocupaba, por momentos, más que su propia incertidumbre. El miércoles 18 Soledad le escribió una carta a su hermana Gabriela y la mandó al Asilo pidiendo que la despacharan desde un correo cualquiera. En esa carta intentaba, todavía, disimular lo indisimulable:
"Hermanita, sobrinito:
Ayer recibí una carta tuya linda, las dos fueron muy hermosas, y eso sí que me dan ganas de volver a verte.
Te aseguro que tengo bastantes ganas de verte y que viajar a Buenos Aires forma parte de mis proyectos, sobre todo para verte. El otro día le escribí a Fabián y justamente le decía cuántas ganas tenía de caminar perdidos por Buenos Aires los tres, como solíamos hacer. Te aseguro que se repetirá, no hay nada que pueda impedirlo".
No hay nada que pueda impedirlo, decía, y lo que su hermana leería como una alusión al destino era, en realidad, una forma de decirle sin decirlo que no podía ir ni a la esquina: que todo, por el momento, lo impedía.
"Tarde o temprano viviremos cosas mucho más lindas todavía, ahora que seremos uno más. A mí me gusta el nombre Diego, estoy casi segura que será varón. Yo no quiero imponerle mis ideas a nadie, no me creo la dueña de la verdad ni soy una dictadura para pretender que todos piensen de una cierta manera. tampoco quiero meterme dentro de un esquema, eso me limitaría. Antes de ser de cierta tendencia política prefiero ser una persona; por cierto así lo creo, soy Soledad y mi principal idea es aquella de la libertad, la libertad de las personas y todo lo que esto quiere decir. ¿Pero qué sucede cuando te cortan la libertad, cuando te la cortan de una manera u otra, cuando se acaban tus sueños o cuando arrestan a alguien? De adentro sale una fiera que pelea de una forma u otra. Cuando vuelva a casa te contaré bien cómo se debe hacer cuando te imponen cosas, cuando te obligan. Yo quisiera vivir la vida de una manera, sin molestar ni hacerle mal a ninguno. Pero no te dejan, te imponen el poder de algunos pocos".
Otra vez: lo que parece una metáfora de la sociedad autoritaria no es más que la descripción que no describe su vida en esa cárcel. Pero Soledad había decidido mantener la mentira —que tampoco lo era; era, más bien, la narración de unos sueños que solía tener:
"Bueno, perdoname este miserable pedazo de papel, no es fácil conseguirlo porque ahora estoy en la montaña y por eso no puedo llamar tan seguidamente. Estoy a mil metros de altura en una casa de piedra de unos trescientos años. Estamos acá haciendo el proyecto de cultivar la tierra orgánicamente, verduras biológicas, plantas aromáticas y medicinales. Por acá también hay vacas y ovejas pero yo no tomo leche, sólo disfruto de verlas y libremente pastorearlas. Puedo decirte que es hermoso. Quisiera ese libro de Foucault pero no lo conseguí en español. Si tenés ganas podés enviármelo y también una foto tuya. Tengo ganas de verte. Esta noche soñé con vos, estábamos en un campo muy grande y vos tenías al Tero y yo al Dos y medio. ¿Cómo están esas dos bestias? (...) Bueno hermanita se hace de noche y la luz de la vela no es buena para escribir. Podrás imaginarte que acá arriba no llega la luz".
Seguramente no podía imaginárselo, pero era tan cierto: allá arriba —allá abajo — no llegaba la luz. Para eso Soledad tendría que haber podido "bajar a la ciudad".
"Te mando la carta por medio de un amigo que baja mañana a la ciudad. Mandale un gran beso a mamá y papá. ¿Quiénes son esos dos gatos nuevos? Gaby, me olvidaba, perdí la agenda y todas las direcciones. Escribiré todo a Berutti, en vos confío, pero por favor si el sobre dice Fabián es Fabián y así. Mandame la dirección de Claudito, todavía no sé por qué se pelearon tanto.
Te quiero mucho y te extraño, un gran beso".
El truco no funcionó: al día siguiente supo que su familia ya se había enterado de todo, por el llamado desde la pensión de Alpe Devero. Ya había mandado esa carta cuando recibió un telegrama de su padre, y se lo contó a Edoardo: "Me encuentro un poco confusa. Sucede que recibí un telegrama de Papá. Él y mi hermana saben todo, no sé cómo. Tenía un poco de quilombo porque primero les mandé una carta diciéndoles que me había ido a la montaña. No quería que se preocuparan, pero ahora se armó el quilombo porque se enteraron de todo. (...) No he podido hablar con ellos todavía. Ahora por culpa de mi última carta lo sabrá incluso mi mamá. Si ellos no sabían nada yo estaba más tranquila. Esto es mi asunto y me lo banco sola, sin mi familia, pero ahora pienso que ellos están mal por mí y gastarán la plata cuando no tienen mucha, yo no los quería mezclar pero una vez más, paciencia".
Tenía razón, quizás, Gabriela cuando decía que su hermana no sabía mentir. Soledad decidió escribir enseguida otra carta pidiéndoles disculpas y contándoles todo.
Al día siguiente recibió un nuevo telegrama: su padre y su hermana le contaban que le mandaban un abogado, Gian Paolo Zancan, recomendado por Ugo Pruzzo.
En esos días el abogado Ugo Pruzzo había viajado a Buenos Aires para atender otros asuntos y se reunió con la familia Rosas: allí terminó de convencerlos de que aceptaran la defensa de Gian Paolo Zancan. Pruzzo era un argentino que llevaba muchos años en Milán, especialista en derecho comercial y se necesitaba, les dijo, un penalista turinés: Zancan era el más apropiado, el presidente de la Orden de Abogados de Turín.
"Pruzzo nos había conseguido a Zancan", dirá Gabriela Rosas. "Este Zancan es como un Cúneo Libarona de allá, está en todas. Si había alguien que la podía sacar, era él. Cuando lo mandamos, todos pusieron el grito en el cielo: Soledad, todos los chicos. Nadie lo quería".
Aun así, la familia insistió. "Lo que pasa es que Zancan tiene muy mala fama en el ambiente carcelario, se dice que es un tipo que hace todo tipo de arreglos con las autoridades, y eso Soledad lo sabía", dirá Luca, su marido.
La reunión con Pruzzo fue terrible para la familia Rosas: recién entonces terminaron de entender que la situación de Soledad era muy grave. "Él nos hablaba de estrategias, de deportación, de cuáles eran las posibilidades, cuáles los cargos. Intentaba explicarle a mi mamá el tema del ecoterrorismo, que era como una asociación ilícita con fines terroristas. Acá el ecoterrorismo no existe. Ni yo podía entender eso. Él nos decía que eran tres, los habían metido juntos y los acusaban en grupo de terrorismo, de organización terrorista con fines ecológicos: ecoterroristas. Nos contó que había grabaciones, escuchas telefónicas, habían puesto aparentemente micrófonos adentro de la casa. Había un montón de puntos en contra. Parecía una película de terror que cada vez te asustaba más, como Jurasic Park, que cada vez aparecía un monstruo más feo. A medida que pasaba el tiempo el asunto era cada vez más feo. Y Pruzzo nos decía que Zancan y él estaban de acuerdo en que a Soledad lo que le convenía era desconocer todo, abrirse del grupo y ser juzgada como independiente, porque ella no tenía antecedentes y los otros sí. Si el juicio era a los tres juntos, ella iba a ser juzgada con el mismo peso que los otros dos. Nosotros no nos podíamos comunicar con Soledad en esa época, estaba incomunicada. Él empezó a tratar de que la dejaran llamar por teléfono desde la cárcel. Había que organizarlo porque había que pedirle una autorización al juez, tenía que atender el teléfono una persona determinada, era todo un quilombo".
Su familia confiaba en Zancan e, incluso, le pagaron un primer honorario: mucha plata. Pero Soledad no terminaba de aceptarlo: "Primero fue un quilombo que aceptara a los abogados que pusimos nosotros, porque es el preso el que tiene que aceptar al abogado", dirá Gabriela Rosas. "Ella tenía al abogado del grupo, que era este Novaro, y no quería saber nada con el abogado que le queríamos poner nosotros porque ella quería que fueran los tres juntos. Decía 'yo lo voy a aceptar si él también defiende a Eduardo y a Silvano'. Obviamente, nosotros no podíamos pagar también por la defensa de Eduardo y de Silvano. Se lo dijimos. Pero la convencimos de que lo que la beneficiara en su defensa iba a beneficiar también a los otros dos. Que no iba a ser una defensa para ella sola basada en el perjuicio de los otros dos. Había dos estrategias: la limpiamos a ella ensuciando a los demás o la limpiamos a ella y tratamos de limpiar a los demás también. La más sencilla era la primera, porque ella no tenía antecedentes. Jamás ni siquiera se la pudimos mencionar por segunda vez. En cuanto percibió que la defensa de ella podía perjudicar a los otros nos mandó al carajo".
Soledad terminó por aceptar, con muchos reparos, a Gian Paolo Zancan. No le duraría mucho tiempo. El asunto puede parecer menor pero era básico. En esa disputa por la elección de un abogado, en ese tironeo entre fidelidades contradictorias se jugaría, ahora sabemos, la suerte de su vida.
Cuando lo vio se le tiró encima: literalmente se le tiró encima. Los guardias que la llevaban trataron de detenerla pero no pudieron o no quisieron hacer todo lo necesario para poder. Él también se sacó de encima a sus propios guardias y, por un minuto o un año o diez segundos, Edoardo y Soledad se abrazaron con más que todo el cuerpo: se abrazaron. En silencio, sin querer decirse nada, sin mirarse, con los ojos cerrados, con un temblor y esas ganas de llegarse hasta los huesos se abrazaron. Hasta que los guardias recuperaron el control de la situación: