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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

Amor y anarquía (50 page)

BOOK: Amor y anarquía
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En esa lectura el suicidio sería el último refugio de la libertad: la posibilidad de elegir cuando ya no se puede elegir casi nada. Ese suicidio fue el de muchos que lo eligieron como acto político: Jesús necesitó su propia muerte para coronar su prédica, Sócrates y Séneca para no desmentirla. Y tantos otros hicieron de su suicidio un gesto activo contra sus enemigos: aquella tarde yo estaba en Turín, llegando a la oficina del abogado Novaro, cuando me enteré de que unos musulmanes se habían matado derrumbando las torres de Manhattan, por ejemplo. Un suicidio distinto, ofensivo: uno que arrastra muertes de quienes no eligieron. Uno que cierra las puertas que otros, supuestamente, abren.

Pero no sólo en esos casos el suicidio es político: no hay mayor rechazo a este mundo, a una forma de vida, que matarse. Es una negación completa, no una forma de entablar una negociación, de iniciar un diálogo; es, más bien, la forma de cerrar todo diálogo: de negarse a contestar cualquier pregunta. Sobre todo cuando el suicida no deja escritos que lo justifiquen.

Sólo un tercio de los suicidas del mundo deja notas: la conducta más común es no dejarlas. Pero Soledad sabía —era evidente— que su muerte sería un hecho público: si es legítimo interpretar su decisión en un estado extremo, se podría pensar que no escribir aquella nota —o escribir una para que la quemaran— fue cagarse en el mundo de lo público, en las lecturas políticas de su acción.

Al no escribirla, Soledad desactivó su muerte como gesto político: podría haberla convertido en una declaración y no lo hizo. Si así fue, el amor —el dolor del amor ya perdido— se impone como la causa más probable: "Amor se fue. Cuando llegó / de todo hizo placer. / cuando se fue, / nada dejó que no doliera", escribió Macedonio.

El suicidio es esto mismo y lo de más allá, el azul y el marrón, un perro y su contrario. El suicidio crea, sobre todo, un espacio para suposiciones: es la pregunta final, la que va a quedar para siempre sin respuesta, con exceso de respuestas posibles. Esa pregunta nos dejó Soledad. Todo esto, por supuesto, si es cierto que eligió su muerte.

Gabriel se derrumbó cuando se enteró de la noticia:

—Mamá, Soledad se mató. Yo la estaba esperando

Dijo Gabriel Zoppi y empezó a llorar: lloraba sin consuelo. Era el lunes 13 de julio, departamento de sus padres, Barrio Norte.

—Ya lo sé, hijo, ya sabía, pero no me animaba a decírtelo.

Le dijo su madre y él lloraba: veintinueve años, una hija de ocho, una vida confusa. "Yo sé que el desencadenante fue eso: no lo soportó", dirá Marta Zoppi, la madre de Gabriel. "Después hablando con su amigo Martín, que venía a casa a consolarme, me reconoció que antes de que Soledad se fuera a Italia estuvieron un mes juntos. No sé si viviendo juntos en el departamento porque yo no iba y además él no era tan comunicativo para decirme, pero sí que se veían. Se habían prometido que ella iba a volver y que iban a empezar de nuevo y que ella lo iba a ayudar pero que él también tenía que poner su parte".

Gabriel Zoppi se desmoronó. Quizás haya sido el dolor, quizás los celos, seguramente una mezcla de ambos: él la amaba todavía, creía que la amaba, la esperaba, ella le había prometido que volvería y ahora se mataba —decían los diarios— por el amor de otro. Soledad se había matado como su hombre Italiano: por el amor de él, decían los diarios; para darle sentido, no decían. Al matarse como él —si se mató—, justificaba la muerte de su hombre. Al matarse como él, de la misma manera, hacía de es a muerte un camino, la volvía una vía. La sancionaba como un rito repetible, como una iniciación. La transformaba en algo que los unía, algo que él había hecho y que ella hacía a su vez. La calle sin salida se volvía una puerta. Frente al peligro de la fidelidad amenazada, era acabar con toda tentación: el acto de lealtad definitivo. No habría nunca otro igual, no habría ninguno: un amor para siempre —que no es poco.

Gabriel Zoppi quedaba afuera: irreparablemente afuera. Martín, su mejor amigo, se preocupó y le propuso un viaje: para olvidarla, para olvidarse, se fue unos días a Brasil. Pero a su vuelta todo seguía igual.

El 4 de agosto su padre pasó por el departamento de su hijo: un ambiente en Gutiérrez entre Austria y Láprida, detrás del Hospital Rivadavia. Raúl Zoppi se preocupó; Gabriel había tomado mucha cerveza y le mostró el altarcito que adoraba: fotos de soledad, dos o tres velas, un par de objetos que no identificó. Para cambiar el clima intentó chistes:

—Che, Gaby, que no era ninguna santa...

No funcionó. "El día antes vino con su amigo; yo pienso que a veces las madres tenemos como un sexto sentido porque yo lo acompañé hasta abajo, cosa que jamás hacía", dirá Marta Zoppi, su madre. "Abrimos la puerta, caminamos hasta mitad de cuadra y después me los quedé mirando a los dos hasta que cruzaron Bustamante. Me los quedé mirando, no sé. Eso fue el 5 de agosto, ya estaba oscureciendo".

Al día siguiente, poco antes de las cinco de la tarde, Gabriel Zoppi se sentó en su colchón, puso la foto de Soledad del diario
Perfil
sobre sus rodillas, se tomó un trago de cerveza, agarró su pistola 22 y se voló los sesos. No dejó ninguna carta, pero sus padres están seguros de que murió de amor.

"Sí, sabemos que se mató por eso, no tenemos dudas", dirá su padre, Raúl Zoppi. "Los policías de Reconstrucción del Hecho dijeron que tenía diecisiete balas sin gatillar. Algunas estaban picadas. Yo no quise preguntar nada. Él tenía dos colchones y los sacaron ellos. Lo que me llamó la atención es que no había sangre. Después me explicaron que era porque la bala de 22 penetra y enseguida cierra. Tenía solamente una manchita así, chiquita, una mancha chiquita".

La agitación por la muerte de Soledad duró unas semanas más. En Buenos Aires y en Barcelona grupos de anarquistas hicieron manifestaciones y pintadas frente a las representaciones italianas. En Londres piquetearon la Oficina de Turismo; en Atenas quemaron dos coches diplomáticos italianos y otros diez en dos concesionarias Fiat.

En Novara, frente a la cárcel, unos quinientos manifestaron por la libertad de Silvano Pelissero y contra las muertes de Edoardo y Soledad; ese mismo día hubo incidentes en Milán. En Viterbo alguien pintó los pórticos de dos iglesias románicas con consignas anarquistas y comunistas: los squatters negaron cualquier participación. También hubo marchas y pintadas en Bologna, Turín y Bussoleno, en el valle de Susa.

El 3 de agosto el fiscal Maurizio Laudi y el periodista Daniele Genco recibieron por correo dos cartas-bomba que no explotaron. Al día siguiente el consejero verde Pasquale Cavaliere recibió otra; en los días siguientes otros dos políticos de izquierda tuvieron la suya. Las cartas habían sido enviadas desde el aeropuerto de Roma, y la prensa les dedicó páginas y páginas. La elección de los blancos —el hecho de igualar con el mismo ataque a personas tan distintas como el fiscal y el periodista denunciadores, por un lado, y el político amigable, por otro — produjo confusión dentro y fuera del movimiento anarquista.

Las cartas venían firmadas "Lobos Grises"; los medios las atribuyeron a los squatters y los partidos de derecha las usaron para pedir el desalojo de todas las casas ocupadas. Para muchos anarcos eran una provocación y una manera de acreditar las acusaciones de Laudi. Salvo la casa más antigua, El Paso, todas las demás ocupaciones turinesas publicaron un comunicado distanciándose de las bombas: "Ni chiflidos ni aplausos: fuera del espectáculo", decían, y denunciaban el nuevo acto de demonización de los squatters: "Un espectáculo construido a medida de nuestra piel, un espectáculo crudo que requiere sacrificios humanos: desalojos, perquisiciones, arrestos. Dos muertos suicidados en una investigación que hace agua cancelados por el espectáculo de las bombas. Un juez desacreditado que recupera su virginidad en pocas horas. Políticos que gozan de una inesperada publicidad. Carabineros y servicios secretos encantados: por fin se trabaja. Pero sobre todo nosotros que pasamos mediáticamente de vándalos rompevidrieras a terroristas bombarderos... Estamos dispuestos a defender los lugares donde vivimos, a sustraerlos a la degradación de Estado, un Estado que quiere suprimirlos porque practicamos la autogestión, germen de la cancelación de toda forma de autoritarismo y organización jerárquica. A los que nos muestran como terroristas y clandestinos les decimos que responderemos abiertamente a toda forma de violencia con la acción directa, pública y colectiva, como siempre lo hicimos".

Pero el episodio de las cartas-bomba dejó, en el movimiento squatter, diferencias y cicatrices que no han cerrado todavía.

"Cuando viniste a casa, Luis te dijo que a nuestra hija la habían matado", dirá Marta Rosas. "Gabriela te dijo que se había suicidado. Yo todavía estoy pensando".

Marta Rosas es católica practicante; el punto débil de toda religión es la explicación del mal, del sufrimiento. Yo le pregunté, una de esas tardes, si no se preguntaba cómo podía ser que Dios hiciera cosas como ésas.

—Dios no tiene nada que ver la muerte de Sole. Esas cosas las hacen los hombres.

Me dijo Marta, casi ofendida.

"Yo no creo que Dios tenga la culpa. Si Dios fue quien lo dispuso, estoy convencida de que fue porque iba a poder protegerla allá arriba mejor que donde estaba", seguirá. "Lo que yo le cuestiono a Dios fue por qué pasó por tanto dolor antes de morir. Eso sí se lo pregunto. Hay muchas preguntas que no tengo respuesta. Para ésta tampoco. No tengo respuesta para, qué se yo, para... Una mamá no necesita verle la cara a su hijo para saber si está bien o mal, con escucharle la voz por teléfono le alcanza. Cuando yo hablé con ella la última vez estaba bien, nada me hizo sospechar que iba a haber un desenlace de este tipo. Por eso yo no creo que se haya suicidado. Ahora que estoy haciendo terapia, yo estuve muy mal el año pasado, pero realmente... pensando en matarme, estaba muy mal, muy muy mal. Y bueno, ahora con la terapia es como que no tengo que preguntarme tanto cosas que sé que nadie me las va a poder responder".

Me dijo Marta. Gabriela Rosas, otro día, me dijo que su madre nunca aceptó que Soledad hubiera muerto: "Mi mamá no lo aceptó nunca, ni lo va a aceptar", dijo Gabriela. "Mi mamá tiene la fantasía de que Soledad está viva, que está escondida, que se escapó. La fantasía de que un día va a aparecer. Yo hoy me arrepiento tanto, tanto de haberla cremado. Sé que si hubiera viajado y hubiera traído el cadáver y lo hubiéramos visto, si hubiéramos hecho el luto que se supone que teníamos que hacer, todo habría sido mucho más sencillo. Pero todo estaba tan lleno de dudas, de incertidumbres".

—Quizás ustedes eligieron la incertidumbre frente a lo horrible de la certeza.

—Depende, mi madre no sé. Pero yo necesitaba la certeza, necesitaba verla muerta.

Argentino es el hurto de los cuerpos.

Gabriela Rosas está convencida de que su hermana se mató. Siempre pensó, además, que Soledad esperó que naciera Valentina y que, una vez que estuvo segura de que hermana y sobrina estaban bien, actuó. "Creo que cuando nos escuchó a todos bien y felices y supo que Valentina era un sol, que estaba sana y que estaba todo bien y que yo estaba bien, creo que ahí decidió morirse en paz", dijo Gabriela. "Siempre tuve esa fantasía, que ella venía pensándolo desde hacía rato y que esperó que todo estuviera bien de este lado para hacer lo que tuviera que hacer".

Cuando su hermana murió Gabriela estaba sumergida en la maternidad. Durante varios meses no quiso volver a pensar en esa muerte: "La cremé, la llevé a Mar del Plata, desparramé las cenizas y no quise saber más nada. Tenía mucha bronca. Ahora entiendo la sensación de Sole por la muerte de Edo, porque fue lo primero que yo sentí cuando Soledad murió. Estaba muy enojada con ella por no haber conocido a mi hija. Sobre todo cuando es una muerte voluntaria te enojás mal; el dolor viene después. Primero es una bronca de cómo te dejan así, que les importás un carajo".

Sería más fácil, es obvio, pensar que la mataron. Frente a la sospecha del sucidio, el asesinato es un alivio muy deseado. Pero Gabriela no lo cree: "¿Quién puede haberla matado? Los chicos que yo conocí que iban a la casa y que la visitaban, no. Esa gente no. Y no creo que la Policía, no creo que el Estado, no creo que nadie de ellos la haya mandado matar. No les convenía: la habrían victimizado más todavía. Si lo que quería el Estado era sacársela de encima y alejarla lo más posible de Turín, para qué mierda la iban a matar. ¿Para hacer más quilombo?".

Gabriela está convencida de que su hermana se mató. A veces piensa que quizás fue el efecto de un momento de depresión terrible o, más a menudo, que fue el producto de una decisión muy madurada: "Realmente, no sé qué mierda pensó. Jamás podría decirte 'creo que pensó tal cosa, que se le cruzó tal otra'. No lo sé, no lo entiendo ni lo voy a entender nunca. No entiendo las razones. En dos meses salía, tenía la posibilidad de volver acá con nosotros... Pero no sé qué pasaba dentro de su cabeza", dijo Gabriela. "Lo que sí sé es que ahora vas a tener tres mil campanas distintas porque yo sí creo que se suicidó y a mi mamá y mi papá nunca los vas a escuchar decir eso. Sin embargo, nunca fueron a ver qué pasó. Por un lado hay mucho deseo de que no haya sido así, pero, por otro lado, por algo ellos nunca fueron y nunca investigaron. Yo si estoy convencida de que a mi hija la mató alguien voy, busco, no paro hasta saber qué pasó. Y ellos no fueron a ninguna parte".

"A veces pienso que mi viejo esperó que yo me casara para matarse", dirá Luis Rosas, su padre, un año más tarde, "y Soledad esperó que naciera su sobrina para matarse... Por ahí hay algo de todo eso".

—Pero entonces vos ahí estás aceptando que Soledad se suicidó, que es lo que yo no acepto.

Le interpuso su mujer, Marta Rey de Rosas.

—Yo no sé qué pasó, si se suicidó o la indujeron al suicidio o se mató cansada de todo, yo no lo tengo en claro. Yo tengo claro que a ella la abandonaron en ese lugar, sola, con ese tipo enfermo que después también se suicidó... Es toda una cosa muy rara, si todos se mataron, si los mataron, yo no sé. Yo si supiera todo esto sería el barbudo que está en el cielo mirando. Yo durante mucho tiempo insistí en que la habían matado, por todo el contexto en que se dio. Pero no sé, ahora no sé. La que me ha hecho dudar es Gabriela, que dice que se mató. Yo seré el papá, pero la persona que más conocía a Soledad es su hermana. Me han quedado dudas. Yo al principio estaba convencido de que la habían matado. Entre otras cosas porque yo creo que todos los chicos de esa edad que mueren hoy en una cárcel en Buenos Aires es porque los hacen boleta, no porque se matan: porque se les fue la mano con la golpiza y bueno, qué hacemos con este cadáver; y bueno, colgalo, macho. No sé, honestamente yo no sé. Lo que yo puedo estar tranquilo, que me costó bastante tiempo razonarlo, es que yo no tengo culpas. Por ahí su madre tiene culpa, su hermana tiene culpa, pero yo no. Creo que hice lo mejor posible... Lo que yo hice por ella quizás ella no me lo reconoció en vida, o un poco en alguna cartita, pero yo sé que hice todo lo posible. Yo digo lo que tengo que decir, y decirlo ya para mí es una tranquilidad, porque no quiero que me quede la duda, por qué no se lo habré dicho. Entonces yo lo digo y si te duele jodete, pero yo te lo dije. Yo siempre digo lo que pienso. Pero ella nunca aceptaba un consejo, tenía que vivir sus propias experiencias. Es eso que decía Bonavena, que la experiencia es un peine que te dan cuando estás pelado: Soledad era así. Todo lo que vos podías volcarle por experiencia personal no le servía: ella se tenía que quemar sola.

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