Authors: Danielle Ganek
Se produce un silencio. Oímos que se abre la puerta de la galería. Entra una ráfaga de viento. Se oye el clac, clac, clac de unos tacones que repiquetean contra el suelo de hormigón desnudo.
—La galería está cerrada —anuncia Simon, dedicándome una mirada de exasperación, aunque él fue el último en entrar.
—Soy yo. Connie Kantor.
Simon pone una mueca, pero la saluda, cordial, puede que incluso aliviado ante el respiro que le brinda la aparición de Connie. Se comporta de forma cordial pero al mismo tiempo fría y desdeñosa, dejando claro que no le interesa el potencial de Connie como clienta. Típico de las cortas miras que tiene Simon como hombre de negocios, pero no le culpo. Yo tampoco querría hacer negocios con Connie Kantor. Sobre todo porque tiene la reputación de que se toma su tiempo a la hora de pagar. Y siempre exige descuentos.
Mi mirada se cruza con la de Lulú, que enarca una ceja, reaccionando al ver a la mujer ataviada de pieles que acaba de acercarse tamborileando a nuestro grupo. Connie lleva otro bolso Birlan bajo el brazo, esta vez uno de un horrible rojo oscuro, y unos zapatos de tacón casi, pero no del todo, a juego. Bajo la marta cibelina lleva un traje de chaqueta demasiado estrecho que es un verdadero desastre. Como de costumbre, da pena verla, lo cual te hace preguntarte: ¿es que no tiene un espejo de cuerpo entero?
—¡Dane O’Neill! —exclama Connie, casi desmayándose entre los brazos del artista—. Vas a venir a mi casa. A la fiesta del museo.
Dane parece no saber de qué habla Connie.
—La fiesta en tu honor —añade Connie.
—Sí, tienes, razón —contesta Dane, que todavía parece receloso.
Connie nunca ha conseguido hacerse un hueco en la lista de compradores que lleva Pierre LaReine para las obras de Dane O’Neill. Pero Alexis me dijo que hubo un marchante suizo del mercado secundario de dudosa ética que durante un tiempo anduvo ofreciendo al mejor postor una pieza de Dane muy por encima de su valor. Finalmente le ofreció el Dane O’Neill a Connie cuando todos los demás coleccionistas a los que abordó se negaron a comprarlo al ver el precio. Por supuesto piensa organizar una fiesta para celebrarlo.
Se vuelve hacia Simon.
—Tú también vienes. He visto tu nombre en la lista.
—Sí, no me lo perdería por nada del mundo —dice. Parece ser que soy la única que se da cuenta de qui pone los ojos discretamente en blanco. ¿Quién es él para negarse a aceptar una cliente como Connie? Debería estar encantado de poder venderle cualquier cuadro que ella quiera. Pero Connie tiene algo que a la gente le da mal rollo. Incluso a los marchantes como Simon, que deberían querer ayudarle a gastar su dinero en obras de arte, pero que tienen unas miras demasiado cortas como para darse cuenta de que Connie podría ser una ballena.
Connie no es estúpida. Sabe que hay algo que la hace repelente. Cuando se trata de organizar una fiesta, sabe que es buena idea echarle el guante a un huésped de honor que esté de moda para que todos deseen ser invitados. Ha conseguido su objetivo al prometerle la pieza a un museo, además de una generosa suma de dinero para financiar una futura retrospectiva de las obras de Dane.
—Tú —dice, señalando a Lulú con un rudo pinchazo de sus uñas pintadas—. Tú también vienes. Espera ver la composición que he realizado —le dice a Dane—. Te vas a morir.
Por lo menos se da cuenta de que su última frase resulta poco apropiada, dadas las circunstancias.
—Perdón —añade—. Mala elección de palabras. Por supuesto que no te vas a morir literalmente. Al menos, no en mi casa.
Es la única que ríe. Torpemente, extiende una mano en dirección a Lulú.
—Me da la impresión de que ya te conozco, del cuadro.
Lulú acepta su mano y la estrecha.
—Me llamo Lulú Finelli.
—Lo sé —dice Connie. Otra risa forzada—. Lo sé
todo
sobre ti.
Parece querer insinuar algo con sus palabras, como si lo que supiese fuera alto secreto. Pero cambia de tema. Agita una mano frente a su cara para darse aire.
—Tengo muchísima sed.
El diamante que lleva en el dedo proyecta rayos de luz sobre la pared blanca.
—Muchísima sed.
Quiere que le ofrezcamos un vaso de Pellegrino. Ofrecerle agua a un coleccionista le confiere un determinado estatus, o al menos eso piensa Connie. Ese vaso de Pellegrino significa algo. Significa que se la considera digna de pasar a las habitaciones reservadas de la galería, que no forma simplemente parte de las masas que examinan concienzudamente los cuadros y tienen que aguantar el mal genio de la recepcionista —¿quién, yo?— cuando piden la lista de precios.
Pero Simon no se da por aludido y no le ofrece nada de beber. Así que yo tampoco lo hago. Hay un mensaje implícito en el simple vaso de agua. No puedo tomar la iniciativa y conferirle estatus de Pellegrino a un coleccionista que no lo merece. No es así como funciona la cosa.
Se produce un silencio. Cuando no hay nadie hablando, la galería se sumerge en un silencio sepulcral, como si le hubieran sacado el aire con una aspiradora. Siempre me recuerda a la iglesia, a cuando esperaba a mi madre, en aquellos momentos cuando no había misa pero ella se pasaba para encender una o dos velas en memoria de papá. O porque aquel día tenía un examen. O porque habían dicho que iba a llover. Mi madre se aferraba con fuerza a su catolicismo. A medida que fui haciéndome mayor, dejé de verle el sentido a lo que hacía. Cuando ella murió, lo abandoné definitivamente.
Todos levantamos la vista hasta el cuadro de Lulú, esperando a que alguien haga algo. Connie, consciente de que no vamos a ofrecerle ningún vaso de Pellegrino, agita ambas manos frente a su cara mientras se desmarca del grupo para ver el cuadro más de cerca.
—Me alegro muchísimo de haberlo reservado.
—Le dije que tendría que hablar con Simon —le recuerdo. No es que intente sacarle a Simon las castañas del fuego. He decidido que el cuadro debe ser para Lulú. Y como guía suya, pienso hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarle a conseguirlo. Aunque puede que la parte de «hacer todo lo que esté en mi mano» se ponga difícil. Porque, en realidad, ¿qué es lo que está en mi mano? Es muy sencillo. Simon va a vender el cuadro por todo el dinero que pueda conseguir. Fin de la historia.
Connie invade el espacio personal de Simon.
—¿Simón?
Éste responde refugiándose en sus modales de hombre de negocios, igual que una tortuga se refugia en su caparazón.
—Existe, eh, una cierta añoranza espiritual que despierta este cuadro. Es, eh...
—Le dije a ella que me lo llevaba. —Connie señala en dirección a mí con una uña pintada.
Simon frunce los labios y pone cara de que eso no le extraña en absoluto, sino que es prueba de mi insaciable ambición por hacerme con su negocio.
—Mia no está autorizada a reservar las piezas.
Vale, ¿era necesario decirlo? Cuando le conviene, se muestra encantado de que no pierda de vista quién reserva qué.
—Pero le dije que tendría que hablar con Simon —repito, algo molesta por mi falta de autoridad.
—Ahí está el problema —dice él—. La galería está cerrada.
Connie se acerca aún más a él, casi empujándolo contra el cuadro.
—Es porque soy mujer, ¿verdad? Este es un juego de hombres, una caza de trofeos. Y yo estoy rompiendo las reglas del juego.
Parece que de verdad cree que eso es lo que está pasando. Se ha convencido a sí misma de que está llevando a cabo una cruzada feminista.
Simon no quiere saber nada de cruzadas feministas
—Ahora mismo hay mucha confusión —dice— Tal vez pueda venderte éste.
Señala
Encontrar y perder la fe
. Pero Connie niega con la cabeza.
—Quiero
Lulú y Dios
. Ése es el que reservé.
—O tal vez
Retrato del artista como confuso adolescente
—prosigue Simon, ignorando las palabras de Connie—. Aunque ya lo ha reservado alguien. De hecho, todos los cuadros tienen dos, tres y hasta cuatro reservas.
Me pregunto si será cierto. Antes de que Connie pueda ponerse aún más nerviosa, Simon añade:
—Estamos hablando de unos cuadros soberbios concebidos por un alma con infinito talento cuya vida ha acabado demasiado pronto. Será mejor que esperemos a que vuelva a abrir la galería antes de hablar de negocios.
Resulta difícil discutir cuando hay un muerto por medio. Por alguna razón, la estratagema de Simon funciona. Connie se aleja, tacones repiqueteando, hacia el Maybach de dos tonos con chófer que la espera frente a la galería, con la más absoluta determinación cosida a la cara.
—¿Sabes? —le dice Dane a Lulú mientras ella se abotona el abrigo—, me da la impresión de que Jeffrey hablaba en sentido metafórico cuando dijo que pensaba regalarte el cuadro. El haber pintado el cuadro, y el que tú hayas llegado a verlo, ése es su regalo. El mensaje del cuadro, eso es lo que quería regalarte.
Como si supiera perfectamente lo que se propone Dane, Lulú replica:
—¿Entonces por qué no dijo: «Voy a regalarte el mensaje»?
Dane se encoge de hombros.
—Creo que lo que quería es que entrases en contacto con el artista que llevas dentro. Quería que pintases. Y ése es el poder de esta pieza. La inspiración.
Lo escucho, intentando recordar si efectivamente parecía que Jeffrey hablaba en sentido metafórico la noche de la inauguración. No tengo ni idea, ya que no estoy acostumbrada a que la gente me hable en sentido metafórico.
*
Simon y Lulú se marchan para almorzar juntos, como habían planeado. Dane les observa irse, y después se vuelve una vez más hacia el cuadro de Lulú. Ahora que estamos los dos solos, en la galería reina el silencio. Demasiado silencio.
Para romperlo, le digo:
—Soy una gran admiradora de tu trabajo.
Es mentira. En realidad, sus composiciones a gran escala me dejan fría, aunque hay que admitir que son sensacionales, es decir, que causan sensación.
Se gira, como sorprendido de que siga ahí.
—Gracias —dice.
Se acerca a mi escritorio y me observa desde arriba, evaluándome.
—¿Alguna vez te han pintado?
Me siento halagada de inmediato.
—¿Un retrato mío, quieres decir? —¿Será posible que
yo
pueda ser musa?
—Me refiero a
ti
—dice, colocando ambas manos sobre el mostrador, delante de mí—. ¿Alguna vez te han pintado el cuerpo?
Así que no soy ninguna musa. Ya decía yo.
—¿Mi cuerpo?
Se inclina sobre mi escritorio.
—La pintura es muy sensual, ¿sabes? El tacto de la pintura sobre la piel es algo muy especial.
Vale, ¿a quién quiero engañar? Soy demasiado conservadora como para sentirme cómoda con alguien como Dane O’Neill. ¿Pintarme el cuerpo? No lo creo. Y él no pierde oportunidad de desnudarse, ¿recuerdas? ¿Recuerdas cómo se le mueven las carnes? Intuyo que eso forma parte del personaje, que debajo de su fachada de juerguista late el corazón de un artista bien ordenado, que desea plasmar la simetría. Pero de todas formas, nada de pintarme el cuerpo. Lo único que quiero es enamorarme.
—Deberíamos probarlo —dice. Y entiendo lo que quiere decir. Se está ofreciendo a hacerme un favor.
Niego con la cabeza y me echo a reír.
—No soy de esa clase de chicas.
Lo sé, he cultivado y alimentado la fantasía de llegar a enamorarme de un artista. Y aquí tengo a uno famoso, a uno guapo, a uno que podría enseñarme montones de cosas en el estudio y en el dormitorio, menuda fantasía, ¿no? Pero no necesito ningún favor, gracias.
—Adiós, bella Mia —dice con ese acento irlandés suyo. Qué mono.
*
Después del almuerzo, Lulú regresa a la galería para verme.
—Te he traído un regalo —dice, entregándome un pequeño paquete con un precioso envoltorio de papel de seda turquesa y naranja con un lazo de rafia.
Me da vergüenza de que me hagan regalos, pero me siento emocionada.
—Gracias. Es increíble, gracias.
Niega con la cabeza, como diciendo que no hace falta que le dé las gracias.
—Ábrelo.
—¿Qué te ha dicho Simon? —pregunto—. ¿Va a dejar que te lleves tu retrato?
—Por supuesto que no —responde—. Voy a tener que trabajármelo.
Y entonces lo veo: bajo su belleza, que es lo que le llama la atención a la mayoría de la gente, veo aquello que hace posible que Lulú trabaje en Wall Street. Determinación.
—Abre tu regalo —insiste.
—Es precioso —protesto, pero de todas formas le quito el lazo de un tirón. Protegida por las delicadas capas de papel de seda se encuentra una pequeña libreta de cuero naranja con un pequeño lápiz dorado cosido a la tapa.
—Pensé que seguramente tenías un par de historias interesantes que contar —dice, y me guiña el ojo mientras sale de la galería.
*
Ya son las seis de la tarde y el actor aún no ha llegado. Su ayudante ha llamado al menos siete veces, primero para decirme que iba a llegar tarde; después, que viene de camino; luego, que ya casi ha llegado, que está a cinco minutos de aquí. Son más de las seis cuando por fin llega, llama el ayudante. ¡Está aparcando frente a la galería! Vale, vale, llama a la tele.
Lleva a dos amigos a remolque. Todos parecen tener más o menos mi edad, pero estoy segura de que el actor tiene por lo menos treinta y cinco años. Debe cuidarse mucho, quizá beba jugo de germen de trigo, o se haga tratamientos de ésos de irrigaciones en el colon. Está muy moreno, y sus dientes increíblemente blancos contrastan con su piel bronceada.
No veo el brillo lujurioso del coleccionista de arte en sus ojos. No va a provocarle el retrato de Lulú ni ningún otro cuadro. Es una de esas personas a las que les excita pensar que coleccionar arte mejorará su imagen pública, que mostrar interés por el arte conceptual puede librarles de la lacra de haber crecido en un barrio pobre y de que su familia no pudiese permitirse enviarlos a la universidad. Pero monta un numerito exagerado, finge que le han cautivado los cuadros, se lleva la mano al corazón y se arrastra de acá para allá por la galería, asegurándose de que Simon y yo lo estamos mirando junto con sus amigos de alquiler.
—Estoy impresionado. Joder, estoy impresionado.
—Menudo falso.
A Simon le brillan los ojos de placer. Un famoso, aquí mismo, en su humilde imperio artístico. Contempla la representación con alegría, como si estuviese dispuesto a aplaudir.