—Continúa.
Pia tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Patrick tenía un motivo para asesinarlo: estaba enfadado con Pauly y, además, borracho.
—¡Joder, yo no lo maté! —exclamó el muchacho—. ¡Si ni siquiera estaba allí! Fui a su despacho. Tenía el ordenador encendido, así que pensé que el muy cobarde se escondía de mí. De pronto me cabreé mucho y me dio por destrozarlo todo.
—¿Lo buscaste por toda la casa? Porque Pauly podía estar arriba. En el cuarto de baño, tal vez.
—A tanto no llegué. —Patrick se rascó la frente llena de granos.
—¿Por qué?
—Porque de repente aparecieron los perros. No sé dónde andaban antes, pero justo cuando iba a subir a la planta de arriba, entraron por la cocina. Uno me mordió en la pierna y en la mano. Salí corriendo y les di con la puerta de la cocina en el morro.
—Intenta recordar cuándo estuviste en la casa —le pidió Pia.
—Salí cuando terminó el partido, así que serían las once y cuarto, y media quizá.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro de que vi el partido hasta el final.
Elisabeth Matthes había visto salir a la chica del
scooter
amarillo a las diez y media. El partido de fútbol empezó a las nueve, de manera que acabó como muy tarde a las once. A tenor del informe de autopsia provisional, Pauly murió entre las diez y las once de la noche. Pia empezaba a dudar de sus sospechas de Patrick Weishaupt. Lo que contaba el chico parecía cuadrar.
—¿Por qué no nos dijiste todo esto en su momento? —quiso saber.
—A ver, me colé en la casa —admitió el chico—. Y encima, con el cabreo, lo destrocé todo. Preferí mentir por si acaso. Por cierto, después de mí fue alguien más a casa de Pauly.
—Ajá. ¿Quién?
—Un viejo —respondió Patrick—. Me fui corriendo al coche y me vendé la mano con lo primero que pillé. Cuando iba a salir, me di cuenta de que había perdido la llave.
Pia tuvo que hacer un esfuerzo por ser paciente.
—¿Y? ¿Qué pasó después?
—Estaba justo en la puerta del patio cuando entró el abuelo —recordó Patrick—. Los perros salieron disparados. Me escondí detrás del portón, y casi me lo hago encima. Pero el abuelo le dio una patada en el culo a uno de los chuchos y todos se largaron. Supongo que el tío también estaba cabreado con Pauly.
—¿Lo llamó? —inquirió Pia.
—Sí, unas cuantas veces. —Patrick Weishaupt asintió—. Luego entró en la casa. Pero justo cuando iba a marcharme, salió él.
—¿Y tú qué hiciste?
—Esperé hasta que se fue. Ya no me atrevía a entrar en la casa. Entonces se me ocurrió que no había perdido la llave, porque cerré el coche. Y sí, la llave estaba en la cerradura.
Pia le hizo una señal al agente que aguardaba al otro lado del cristal camuflado de espejo para que parase la grabación y salió al pasillo. Allí estaban Bodenstein, Ostermann y Behnke.
—No tiene nada que ver con el asesinato —opinó Pia. Sí que estuvo en la casa, y lo puso todo patas arriba por el enfado que tenía, pero Pauly ya no estaba allí.
—He localizado a uno de sus colegas —añadió Ostermann—. Ha dicho que Patrick se fue a las once y diez, después de decir que iba a darle para el pelo a Pauly.
—A mí eso me suena a premeditación —comentó Behnke.
—Y no cabe duda de que la tenía. —Pia estaba de acuerdo con él—. Pero alguien se le adelantó. Y después de él fue alguien más a la casa; yo apuesto por Schwarz.
—Lo soltaremos —decidió Bodenstein.
Pia asintió y miró el teléfono, que había silenciado durante el interrogatorio. Tal como prometiera, Sander le había mandado el número de Lukas por
sms
. Sonrió al ver lo que había añadido al mensaje: «Espero de verdad que no crea que soy el asesino. Con un sospechoso de asesinato no iría a comer, ¿no?».
—¿Desde Rusia con amor? —Behnke enarcó las cejas.
—No —negó ella con frialdad—. Es el número de Lukas. No estaba en el zoo, pero quiero hablar con él hoy sin falta. Tenemos que encontrar a la chica del
scooter
.
—Sí —coincidió Bodenstein—. Podría haber visto algo. ¿Quieres que te acompañe?
—Quizá sea mejor que hable primero a solas con él —propuso Pia—. Tengo la sensación de que se muestra más abierto cuando la conversación no es tan formal.
—Claro. —A los labios de Behnke asomó una sonrisa mordaz—. Puedes quedar con él para dar un agradable paseo cuando se ponga el sol.
Pia contó hasta diez para no soltarle una grosería.
—Llámalo —Bodenstein desoyó el comentario de Behnke—. Esperaremos a ver qué te dice el chico. En cualquier caso, si me necesitáis, esta noche estaré en casa.
Pia fue a su despacho y marcó el número de Lukas, que le respondió al tercer tono. Le dijo que le gustaría hablar con él, y propuso el Grünzeug como punto de encuentro.
—Esta noche voy al castillo de Königstein, a un concierto de rock —replicó Lukas.
—En ese caso, pásatelo bien —le deseó ella—. Quizá podamos vernos mañana.
—¿Tiene algo que hacer esta noche? —le preguntó, para asombro de Pia.
—No. ¿Por qué?
—Pues venga —le ofreció Lukas—. Rock en el castillo. Va a estar genial.
A Pia no le pareció nada mal la idea de asistir a un concierto de rock en el ruinoso castillo de Königstein. Hacía años que no iba a un concierto. Del de Tina Turner, en el viejo Waldstadion de Frankfurt, hacía siete u ocho años.
—Piénseselo —le dijo Lukas—. La espero en la taquilla, digamos a las ocho, ¿de acuerdo?
¿Por qué no?
—De acuerdo —respondió Pia—. Entonces, a las ocho en el castillo.
Era una tarde de verano cálida, de aire aterciopelado y fragante. Tras encontrar aparcamiento bastante cerca, Pia se unió a la masa de gente joven que subía al castillo por las callejuelas del casco viejo de Königstein. Era una sensación extraña encontrarlo todo tan igual, las callecitas sinuosas y los callejones adoquinados, los pequeños establecimientos, los patios ocultos y los portales que antaño le fueran tan familiares, ya que en ellos podía uno esconderse de las miradas de profesores que pasaran por casualidad cuando hacían pellas. Pia estuvo muchos años yendo del colegio de monjas católico a la estación de autobuses y más tarde, después del instituto o en las horas libres, ella y sus amigas solían ir al parque del palacio de Luxemburgo, sede del juzgado de instrucción, a sentarse en los bancos, fumar a escondidas, reírse y hablar de sus primeras experiencias con los chicos. En verano, las fiestas del castillo, que duraban tres días, eran el gran acontecimiento que todos los jóvenes de los tres institutos de Königstein esperaban. Durante esos días excepcionales surgían o se rompían amistades. Pia levantó la cabeza y contempló la poderosa y nítida silueta de las ruinas del castillo contra el dorado cielo vespertino. Después de hacer la selectividad perdió la relación con Königstein; el centro de su vida pasó a situarse en otra parte. Hacía mucho que no pensaba en su época de estudiante.
Una multitud aguardaba alegre y expectante ante las taquillas que habían instalado justo al lado del portón. Lukas estaba apoyado en el muro, los brazos cruzados, el pelo suelto. Llevaba una camiseta negra y unos vaqueros estrechos desteñidos, no ese look descuidado e informe por el que se decantaba la mayoría de jóvenes, y escrutaba el gentío. Pia sonrió al pensar en lo que habría dado veinticinco años antes por quedar con un chico así. Cuando la vio, levantó la mano. Poco después, Pia estaba con él, casi sin aliento debido a la empinada cuesta.
—Me alegro de que haya venido. —La miró con una sonrisa de aprobación; a todas luces le gustaba lo que veía—. Está usted guay.
—Gracias. —Pia sonrió asombrada y un tanto halagada. Pasaron por taquilla y recogieron las entradas.
—¿Qué pone en la camiseta? —Pia lo leyó y sonrió—. SEDUCTOR. Ya.
—Es un poema de Hermann Hesse —aclaró Lukas con gravedad—. Saltatio Mortis, que es uno de los grupos que tocan hoy aquí, le ha puesto música. Detrás está el resto.
Se dio la vuelta y le enseñó la espalda, que estaba igual de bien que el resto de su persona.
—«El beso que tanto anhelaba, la noche que tan fervientemente buscaba, fue por fin mío y fue flor quebrada» —leyó Pia—. Es triste.
—Ya, ¿pero no suele ser así? —dijo Lukas—. ¿Qué algo que uno desea, que llevaba tiempo esperando, al final no es como se lo imaginaba?
—Pues sí —coincidió Pia—. La mayoría de las veces la realidad es decepcionante.
—No solo eso. —De repente Lukas parecía tenso, casi atormentado—. El afán de algo, la alegría anticipada, lo que uno se imagina es cien veces mejor que la realidad. Cuando consigue lo que quiere, uno se da cuenta de que el esfuerzo no valía la pena. Lo que queda no es más que… vacío.
—Eres todo un filósofo. —Pia sonrió.
Lukas se detuvo, muy cerca de ella, con una expresión seria en el rostro.
—«Anhelo, ansío constantemente albergar sueños, deseo y soledad» —recitó sin apartar la vista de Pia—. «Reniego de la posesión, que no me hace feliz, de la realidad, que aniquila los sueños».
—¿A qué posesión te refieres? —preguntó Pia—. ¿A cosas materiales o… al amor?
Lukas arqueó las cejas y sonrió débilmente.
—Las posesiones materiales no dan la felicidad —contestó—, es algo que he visto desde que tengo uso de razón. Mis padres, los padres de mis amigos… la mayoría de ellos se puede permitir todo lo que el dinero puede comprar, y a pesar de todo no son felices.
—Nadie es feliz siempre —apuntó Pia—. Sería insoportable.
Fueron dando un paseo hasta la muralla del castillo, dejando que la multitud avanzara. Pia apoyó las manos en el muro inestable y contempló desde allí arriba la ciudad de Königstein, que el sol de la tarde bañaba con una luz rosada. Las golondrinas surcaban en parejas el tibio aire estival a la caza de insectos, dejándose llevar por la corriente para después lanzarse en picado. Los músicos del primer grupo afinaban sus instrumentos, acompañados de un júbilo frenético que, aunque ahogado, se oía a través de los gruesos muros.
—Creo que el mayor error que se puede cometer es esperar demasiado —razonó ella—. Tener demasiadas expectativas suele dar lugar a grandes decepciones.
—Pero eso es estrechez de miras —objetó Lukas—. Yo espero mucho, quiero vivir
todo
, no solo un poco. Y quiero ser yo… el que decida el juego.
Unos jóvenes que pasaron por delante rieron con malicia y lo saludaron.
Pia se dio cuenta de que se había alejado bastante del verdadero motivo por el que había quedado con él.
—Te estoy entreteniendo.
—No, no; no importa —se apresuró a decir él—. No me entretiene, al revés. Me gusta poder hablar de estas cosas con usted. El último con el que podía hacerlo era Ulli. —Su rostro se ensombreció y, abatido, el muchacho lanzó un suspiro—. Todo es distinto desde que no está. Sin él el Grünzeug solo será un restaurante como tantos otros. —Levantó la cabeza y echó atrás los hombros—. Pero quería preguntarme algo, ¿no? —inquirió.
Pia fue al grano:
—Buscamos a una chica que tiene un
scooter
amarillo. —Pia fue al grano.
—¿Una chica con un
scooter
amarillo? —Lukas la miró con atención—. Conozco a bastantes chicas.
No lo dijo para impresionarla, era sencillamente la constatación de un hecho.
—Piénsatelo tranquilamente —propuso Pia—. El
scooter
tiene daños.
—Vale. —Lukas asintió.
—¿Conoces a Patrick Weishaupt? —quiso saber—. Culpa a Pauly de haber suspendido la selectividad. Al parecer no le caía bien a Pauly.
—Eso es absurdo. Patrick es un vago, la culpa es solo suya. —El rostro de Lukas se ensombreció—. Ulli siempre era justo. No se dejaba intimidar, ni por el padre de Patrick ni por los de Franjo o Jo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—A Ulli le importaba nuestro futuro. —Lukas se encogió de hombros—. Solo quería lo mejor para nosotros. No, en serio, Ulli no habría suspendido a Patrick.
En el gran patio del castillo habían instalado un escenario ante el que se amontonaba la gente. Unos altavoces imponentes se encargaban de que el sonido fuera el adecuado, y con sus fogonazos centelleantes y sus juegos de vivos colores, una hilera de focos envolvía los muros en ruinas del castillo en luces misteriosas. La afluencia de personas iba disminuyendo. Seguían llegando grupos de rezagados que entraban corriendo en el patio y se acercaban al escenario.
—Vayamos delante —propuso Lukas.
Tomó a Pia de la mano y se abrió paso hasta llegar prácticamente a la primera fila. De repente ella se vio rodeada de un mar de gente, jóvenes sudorosos con el rostro desencajado por el éxtasis y los ojos brillantes que agitaban los brazos en el aire y se movían al ritmo de la música. La música era rítmica y roquera; las letras, en parte melancólicas y casi filosóficas. Lukas se sabía las canciones de memoria, y cantaba, bailaba y daba palmas. La multitud empujaba, y Pia se vio apretujada contra la gente, cosa que no parecía molestar a nadie; tampoco a ella. Eso era lo que pasaba en los conciertos de rock cuando uno se atrevía a ponerse delante del todo.
Después de que actuara el segundo grupo, en el descanso, Lukas volvió a tomarle la mano con la mayor naturalidad del mundo. Tiró de ella sin más, y ella se dejó llevar. Los seguía un grupito de personas, que, con aire desenfadado, reía y hablaba de la música. Pia reconoció al muchacho que fue a buscar a Esther después de que se incendiara su casa y al rubio con espinillas del pasillo del Grünzeug.
—Vaya, pero si es nada menos que el mismísimo Dean Corso —observó—. ¿Dónde está hoy tu amigo Boris Balkan?
Las risas cesaron de golpe, y a Pia no se le escaparon la tensión, el desconcierto y las miradas furtivas.
—Es que no sé cómo te llamas de verdad —añadió ella.
—Lars —respondió el chico, cohibido.
Pia echó un vistazo, pero todos rehuyeron su mirada. Se les acercaron otros dos jóvenes con una bandeja llena de cañas. Todos tomaron una, aliviados, y saborearon la cerveza. Pia dio las gracias y la rechazó.
—¿Me presentas a tus amigos? —le pidió a Lukas.
—Claro. —El aludido se limpió con el dorso de la mano la espuma del labio superior y los fue señalando uno por uno—: Lars, Kathi, Tarek, Jens-Uwe, Andi, Sören, Franjo, Toni, Markus. Y esos de ahí son Jo y Svenja —señaló a una parejita que estaba algo apartada junto al muro, peleándose.