Amigos hasta la muerte (8 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Amigos hasta la muerte
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Pia tomaba notas.

—Pero Ulli aún tenía más cosas en la recámara —añadió Flöttmann—. A Schwarz y Conradi casi les da algo cuando se puso a enumerar cada uno de los terrenos que tienen dentro del trazado previsto para la autovía, con todas las referencias catastrales.

—Schwarz tiene terrenos en el valle de Liederbach —reveló Siebenlist—; Conradi, cerca de Schneidhain; Zacharias, por todas partes; y Nickel, presidente municipal, más arriba. Lo espinoso del tema es que adquirieron esos terrenos no hace mucho, poco antes de que se hiciera pública la ampliación.

—¿Por qué es espinoso? —Pia no acababa de entenderlo.

—Porque eso demuestra que utilizaron información confidencial. —Siebenlist se enjugó la frente con un pañuelo. Compraron a dos euros el metro cuadrado, como terreno de cultivo o pastos, y si se construye la carretera, el Gobierno de Hesse les dará por lo menos diez euros. Los anteriores propietarios de los terrenos están bastante enfadados, e incluso se plantean querellarse.

—Es comprensible. —Bodenstein se aclaró la garganta. Pero ¿qué pruebas tenía Pauly de sus sospechas de que distintos organismos se habían dejado sobornar?

—Por lo visto, copias de correspondencia entre Bock Consult y los sobornados, pero yo no las he visto.

—¿Qué interés podría tener la empresa Bock en la construcción de la carretera? —preguntó Pia—. A fin de cuentas solo han elaborado los informes.

—Bock Consult no es más que una de las muchas empresas del holding Bock —repuso Siebenlist—. Pauly investigó a fondo, y en ese holding hay empresas que se dedican a la construcción de carreteras y edificios, a las obras públicas, a la señalización de carreteras y a la instalación de quitamiedos. Esas empresas reciben desde hace años contratas conjuntas de las ciudades de Kelkheim y Königstein, ya que, curiosamente, en cada concurso público presentan siempre la mejor oferta.

—Muy interesante, ciertamente —comentó Bodenstein.

—Si hubiéramos podido demostrarlo, habría sido un bombazo —afirmó Siebenlist—, pero me temo que ya no será posible. Gracias a los insultos de Ulli, ahora todos los implicados andan sobre aviso, y apuesto a que las trituradoras de papel están que arden.

—¿De quién o de quiénes sospechaba en concreto Pauly? —quiso saber Bodenstein.

—En primer lugar de Zacharias, pero también de Georg Chófer, el concejal de Urbanismo del distrito de Main-Taunus, y de Carsten Bock, el gerente de Bock Consult.

—¿Por qué fue usted a ver a Pauly el martes por la tarde? —preguntó Bodenstein.

Siebenlist titubeó.

—Quería hablar con él. En privado.

—¿De qué?

—Pues de lo del día anterior.

—Pero usted le echó en cara que quería chantajearlo con una vieja historia. —Bodenstein vio que Siebenlist se sobresaltaba—. Díganos, ¿de qué se trataba?

—Bah, algo pasado. —Siebenlist quería dar impresión de tranquilidad, pero apretó con tal fuerza el vaso de sidra que las uñas se le pusieron blancas—. Ulli no lo decía en serio. Es solo que yo estaba bastante enfadado.

—¿Cómo de enfadado? —inquirió Pia.

—¿A qué se refiere? —El hombre la miró perplejo.

—¿Estaba lo bastante enfadado como para matarlo?

—Por favor… —Siebenlist parecía consternado—. He odiado la agresión física toda mi vida. Para mí la violencia no es la solución.

Pia se dio cuenta de que le temblaban las manos.

—Para muchas personas no es la solución —sonrió ella—, pero para el que se encuentra en apuros a menudo es la única solución. Por ejemplo, cuando se ve amenazado por un pecado de juventud olvidado hace tiempo.

A Siebenlist le corría el sudor por las rollizas mejillas.

—Háblenos de la conversación que mantuvo con Pauly el martes por la tarde —pidió Bodenstein al hombre, que puso cara de lamentar cada una de las palabras que había pronunciado—. ¿Con qué lo amenazó Pauly para que se enfadara de tal modo?

—Por un accidente —repuso Siebenlist, incómodo—. Fue en 1982; ni siquiera sé cómo lo sabía. El caso es que siempre me guardó rencor por hacerme con la presidencia de la LIK. Por aquel entonces me echó en cara que había intrigado contra él. Ulli siempre se las daba de perseguido, de mártir, de víctima de un complot. En realidad, lo cierto es que nunca llegó a nada.

—Pero usted sí —espetó Pia—. Usted es un ciudadano respetado, presidente de la asociación de empresarios de Kelkheim, gerente de uno de los establecimientos de muebles más prestigiosos de la ciudad. Un pequeño escándalo, aunque se remonte más de veinticinco años en el tiempo, dañaría seriamente su reputación, ¿no es verdad?

Los ojos del hombre amenazaban con salirse de sus órbitas.

—No le hice nada a Ulli —aseguró—. Solo hablé con él, nada más. Cuando me fui, estaba vivito y coleando.

—¿Adónde fue usted?

—A mi despacho. Aún tenía que preparar unas ofertas, y no me apetecía nada lo del follón del fútbol.

—¿Alguien que pueda corroborarlo?

—La señora de la limpieza estuvo allí hasta las diez. Después me quedé solo.

Bodenstein y Pia intercambiaron una mirada que hizo que Siebenlist comenzara a sudar a mares.

—Sabemos que el señor Pauly murió alrededor de las 22.30 —informó Pia—. Usted estaba enfadado con él e incluso fue a verlo esa misma tarde. Y no tiene coartada para la hora del crimen.

—Pero eso es absurdo —intervino Flöttmann—. Éramos amigos, solo que no pensábamos de la misma manera. Hay otros que tenían más motivos para desear su muerte.

—¿Quiénes, por ejemplo?

Flöttmann vaciló un instante.

—No quiero acusar a nadie injustamente. —Lanzó una mirada rápida a su amigo Siebenlist—. Fue una situación muy tensa, y se dicen cosas que no se quieren decir.

—¿Como cuando Conradi dijo que le gustaría orinar en la tumba de Pauly? —preguntó Bodenstein.

—Exacto. —Flöttmann se enderezó las gafas—. Eso es hablar por hablar.

—Puede —convino Bodenstein mientras la camarera se acercaba a ambos hombres con la comida que habían pedido—, pero dado que a Pauly lo asesinaron un día después, semejante comentario cobra significado sin querer.

Flöttmann saboreó la comida, pero Siebenlist parecía haber perdido el apetito, y apenas tocó el plato.

Entretanto Behnke y Kathrin Fachinger habían hablado con numerosos vecinos de la Rohrwiesenweg, que o bien veían el fútbol o estaban en el jardín. Nadie oyó nada o vio nada que le llamara la atención. Sin embargo, varios confirmaron las declaraciones de Erwin Schwarz y Elisabeth Matthes de que en casa de Pauly siempre había jaleo. La gente había acabado medio acostumbrándose al ruido de las motos y los coches que entraban y salían, a los ladridos de los perros, a una calle siempre llena de coches, a las risotadas y los gritos; aunque hubiese pasado algo el martes por la noche, a nadie le habría extrañado. Hendrik Keller, el redactor del artículo del
Taunus-Umschau
, le contó a Ostermann que el domingo por la tarde, en la terraza del merendero Zum Fröhlichen Landmann, estaba sentado por casualidad en la mesa contigua a la del alcalde y escuchó la conversación que mantenían Funke y sus amigos; con toda claridad, aseguró, ya que nadie se esforzó lo más mínimo por bajar el tono. Los hombres estuvieron un rato esperando a Norbert Zacharias, y después empezaron a comer sin él. Funke aventuró que al antiguo concejal de Urbanismo no le habría sentado muy bien la vista fijada con las organizaciones ecologistas; otro expresó el temor de que Zacharias pudiera echarse atrás, a lo que un tercero repuso que Zacharias no era el problema, que era mucho más importante cerrarle la boca a Pauly antes de la fecha, al menos una temporada.

—Zacharias no tiene coartada para la hora en la que se cometió el crimen —constató Pia—. La camarera del Goldenen Löwen dijo que se fue a las diez.

—Y por el momento, da la impresión de que el tal Zacharias era el que más tenía que perder —convino Ostermann.

—A mí también me lo parece. —Bodenstein asintió y consultó el reloj—. Me pasaré a verlo.

—¿Qué hacemos nosotros? —quiso saber Pia.

—Tú y Behnke id al restaurante de Pauly, ya debería estar abierto.

No se le pasó por alto la mirada de descontento de Pia. Behnke era el compañero con el que peor se llevaba. Y la antipatía era mutua. Aunque en un principio supuso que a Behnke le molestaba que ella gozara del reconocimiento del jefe, a esas alturas había comprendido que simplemente le caía mal. Y a Pia él le parecía arrogante, no le hacían ninguna gracia sus chistes misóginos y le resultaba patético el mimo con que trataba a su coche tuneado.

Mientras pensaba en cómo podría convencer a su jefe de que ocupara su lugar, sonó su móvil.

—Hola, Henning —saludó al ver el número—; ¿qué pasa?

—He vuelto a examinar al cadáver del zoo —contestó Kirchhoff—. Estuvo un rato tendido boca arriba antes de que lo llevaran al campo. Aunque no se distinguen con mucha claridad, estoy seguro de que en los hombros y las nalgas se ven las marcas de una superficie que recuerda a un palé de madera.

—¿Un palé…? —Pia se detuvo.

—Sí, y también coinciden las astillas que encontré ayer en el tejido de las pantorrillas y los brazos. Acuérdate de que al principio no sabía de qué podían ser.

—Palés de madera los hay por todas partes. ¿No tienes nada más?

—Sí —afirmó el forense—, he encontrado restos de cloruro sódico en la cara posterior de las piernas y los brazos y en el cabello.

—¿Cloruro sódico? —repitió ella—. ¿Eso qué es?

—Sé que la química se te daba mal —dijo Kirchhoff en tono divertido—, pero esto es cultura general: cloruro sódico es sal común.

—¿Y con quién se supone que tenemos que hablar en este sitio?

Behnke miró a su alrededor con desgana. En el Grünzeug aún no había mucho movimiento; solo tres mujeres jóvenes tomaban café en una de las mesas del fondo.

—Dentro de poco aparecerán algunas personas.

A Pia, que imaginaba una tasca sucia con veteranos barbudos del 68 polemizando, le sorprendió gratamente el exquisito y moderno restaurante que ocupaba la planta baja de un chaflán en la Hauptstrasse. En la parte de delante había taburetes cromados y varias mesas altas, y a lo largo de una barra larga de espejo, más al fondo, en el comedor, se agrupaban cómodas sillas de piel en torno a mesas de madera. Junto a la entrada de la cocina, una puerta abierta daba a un patio con mesas alargadas y bancos corridos dispuestos en fila. Entre el bar y la cocina, colgaba de la pared una gran fotografía en blanco y negro de Hans-Ulrich Pauly con un crespón. Pia se paró a mirar al hombre que, al parecer, había dividido a todo Kelkheim. Pelo crespo, rizos grises, cara afilada, gafas redondas. A Pia no le pareció tan carismático. ¿Qué tendría para granjearse admiración y odio a partes iguales? Fue hacia una de las mesas y se sentó. Acto seguido, como salida de la nada, una muchacha se acercó a la mesa.

—Hola, soy Aydin —se presentó al tiempo que les daba la carta y les servía un montón de nachos.

Behnke se metió un puñado en la boca y le dirigió una mirada de aprobación a la chica. Se había repantingado en su asiento y, para variar, se las daba de macho.

—Yo aquí no como nada —dijo—. Con el tofu y lo verde me sale sarpullido.

—Así que ayer comiste verdura, ¿no? —preguntó Pia con aire de suficiencia.

Behnke la miró enfadado. Las alergias con las que tenía que lidiar justo en los meses de verano eran su punto débil. Sin embargo, no dijo nada; porque Aydin, la camarera, ya había vuelto. Pia pidió un zumo de mango y un
bagel
a las finas hierbas con queso fresco. En el restaurante entraron cuatro chicas y se sentaron a la barra, tras la cual un joven manipulaba un equipo de música. Poco después se oyó una música suave de fondo. Al final Behnke se decidió por un sándwich
Hawai
, que comía con recelo. Pia observaba a la gente joven que iba entrando poco a poco. La mayoría se quedaba en la parte de delante y ocupaba las mesas altas o la barra. Parecían tristes y afectados, hablaban en voz baja y se abrazaban para consolarse. Sin embargo, algunos de los jóvenes atravesaron el restaurante y desaparecieron tras una puerta que ponía PRIVADO. Poco después de las seis y media entró Lukas Van den Berg, y un grupo de chicas desconsoladas lo rodeó en el acto; sollozaban y se dejaban abrazar por él. Al cabo de un rato, Lukas se metió detrás de la barra y se puso a trabajar. Después llegaron otros dos muchachos con sendos cascos de moto colgados del brazo. Saludaron a Lukas y, sin fijarse en el grupo de dolientes (principalmente eran mujeres), fueron directos a la puerta del fondo. Al parecer, no todos los jóvenes estaban tan conmocionados con la muerte de Pauly.

Si la pareja de arquitectos Graf había diseñado la casa en la que se hallaba su estudio, estaba claro que eran expertos en su oficio. Bodenstein se quedó muy impresionado con aquella casa con entramado de madera del casco antiguo de Bad Soden, que había sido objeto de una restauración poco común. Llevaba un cuarto de hora largo esperando en una sala de reuniones agradablemente climatizada de la planta baja. La visita que le había hecho a Norbert Zacharias había sido infructuosa: o el hombre no estaba en casa o le remordía la conciencia y se había parapetado en su chalé tras las persianas bajadas. Bodenstein le dejó la tarjeta de visita bien visible en el buzón y decidió pasarse más tarde. Eran las cinco y media cuando Mareike Graf finalmente volvió de la obra y entró directamente en la sala de reuniones. Bodenstein constató que Pauly era fiel al tipo de mujeres que le gustaban: Mareike Graf era tan delicada y guapa como Esther Schmitt, aunque iba mucho más arreglada. El ceñido vestido de hilo y la americana entallada acentuaban su figura juvenil. No daba la impresión de ser violenta, en contra de lo que afirmaba Esther Schmitt.

—Disculpe el retraso —esbozó una sonrisa con hoyuelos, sofocada y encantadora, y le tendió la mano—. ¿Le han ofrecido algo de beber?

—Sí, gracias. —Bodenstein sonrió a su vez y volvió a sentarse.

—Ya me he enterado de que mi exmarido ha muerto —dijo Mareike Graf—. Estas cosas no tardan en saberse. El señor Schwarz me llamó ayer.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados usted y el señor Pauly? —preguntó Bodenstein, mientras se preguntaba a quién no le habría dado el agricultor Schwarz la feliz noticia de la muerte de su impopular vecino.

—Catorce años —contestó ella. En su bello rostro se dibujó una mueca—. Fue profesor mío, y en noveno yo ya tenía claro que sería el hombre de mi vida. —Sonrió con desdén—. Hay que ver cómo podemos equivocarnos.

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