Estuvimos saliendo dos años, y durante cada minuto tuve la sensación de estar de pie en una cornisa peligrosamente angosta. Nunca me podía relajar, no sé si me explico: es que no había sitio para estirarse y ponerse cómodo. Me deprimía bastante lo poco vistoso que era mi vestuario. Dudaba a cada paso de mis habilidades amatorias. No lograba entender qué le veía ella al tío de la pintura naranja, por más veces que me lo explicase. Me preocupaba la posibilidad de que nunca llegara a decirle algo interesante, algo gracioso, algo sensato, sobre lo que fuese. Me intimidaban los demás alumnos de su curso de diseño, y terminé por convencerme de que cualquier día se largaría con uno de ellos. Se largó con uno de ellos.
Perdí el hilo durante un tiempo. Y me perdí también la trama secundaria, el guión, la banda sonora, el intermedio, las palomitas, los títulos de crédito, el rótulo de la salida. Seguí rondando el colegio mayor de Charlie hasta que unos amigos suyos me pillaron por banda y me amenazaron con darme una paliza. Decidí que iba a matar a Marco (¡Marco, nada menos!), el tío con el que ella se fue, y me pasaba largas horas, a mitad de la noche, pensando cómo iba a hacerlo, aunque cada vez que me tropezaba con él murmuraba un torpe saludo y me largaba de cualquier manera. Pasé por una fase en la que robaba en las tiendas, aunque, ahora mismo, no alcanzo a entender la motivación exacta de esa conducta. Me metí en el cuerpo una sobredosis de Valium, y al minuto siguiente me introduje el dedo hasta la campanilla para vomitarlo todo. Le escribí infinitas cartas, parte de las cuales llegué a enviar, y preparé infinidad de conversaciones, ninguna de las cuales llegamos a mantener: no hubo ocasión. Y cuando recuperé el sentido, al cabo de dos meses de desconcierto, entendí de golpe que había suspendido el curso y que estaba trabajando en una tienda de discos y casetes situada en Camden.
Todo había ocurrido demasiado deprisa. Yo más o menos había esperado que mi vida de adulto fuese larga, jugosa e instructiva, pero todo sucedió en ese plazo de dos años; a veces da la impresión de que todo lo que me pasó y todas las personas que traté no fueron más que distracciones secundarias. Hay gente que nunca fue más allá de los sesenta, o que no fue más allá de la guerra, o no más allá de aquella noche en que el grupo en el que tocaban actuó como telonero de Dr. Feelgood en el Hope and Anchor, y luego se han pasado el resto de la vida caminando para atrás; yo nunca llegué a ir más allá de Charlie. Fue con ella cuando me ocurrió lo más importante, las cosas que aún me definen.
Algunas de mis canciones preferidas: «Only Love Can Break Your Heart», de Neil Young; «Last Night I Dreamed That Somebody Loved Me», de los Smiths; « Call Me», de Aretha Franklin; «I Don't Wan't to Talk About It», de quien sea. Y luego, «Love Hurts», «When Love Breaks Down» y «How Can You Mend a Broken Heart», y también «The Speed of Sound of Loneliness» y «She's Gone», y «I Just Don't Know What to Do with Myself», y qué sé yo. Hay canciones de éstas que he escuchado por término medio al menos una vez por semana (trescientas veces el primer mes, y después de vez en cuando) desde que tenía dieciséis, diecinueve o veintiún años. ¿Cómo no va a dejarte eso magullado por algún sitio? ¿Cómo no te va a convertir eso en una persona fácilmente rompible en mil trocitos, cuando tu primer amor se va al garete? ¿Qué fue primero: la música o la tristeza? ¿Me dio por escuchar música porque estaba triste? ¿O es que estaba triste porque escuchaba música? ¿No te convierten todos esos discos en una persona de tendencia melancólica?
Hay quien se preocupa, y mucho, de que los niños pequeños jueguen con armas de fuego, de que los adolescentes vean vídeos en los que la violencia es moneda corriente; nos da miedo que esa especie de cultura de la violencia termine por tragárselos como si tal cosa. A nadie le preocupa en cambio que los niños escuchen miles, literalmente miles de canciones que tratan siempre de corazones destrozados, de rechazos y abandonos, de dolor, tristeza, pérdida. Las personas más desgraciadas que yo he conocido, románticamente hablando, son las que tienen un desarrollado gusto por la música pop. Y no sé si la música pop es la causante de esta infelicidad, pero sí tengo muy claro que han escuchado esas canciones infelices desde hace más tiempo del que llevan viviendo una vida más o menos infeliz. Así de claro.
Da igual. He aquí cómo no conviene planear un buen futuro profesional: a) rompiendo con tu novia; b) suspendiendo un curso; c) yéndote a trabajar a una tienda de discos; d) quedándote en las tiendas de discos durante el resto de tu vida. Cuando ves las imágenes de los habitantes de Pompeya, te suele parecer rarísimo: una partidita de dados después de merendar y te quedas clavado para siempre. Así te va a recordar todo el mundo durante los siguientes milenios. ¿Y si fuera la primera partida de dados que jugabas en tu vida? ¿Y si sólo jugaste por hacerle compañía a tu amigo Augusto? Tiene gracia, porque en ese momento también podrías haber terminado un poema brillante, o algo así. ¿No sería un fastidio que te recordasen como un simple jugador de dados? A veces me quedo mirando mi tienda (y es que en estos catorce años no he dejado que me crezca la hierba debajo de los pies: hace unos diez años que pedí prestado el dinero para montar mi negocio) y a mis clientes fijos de los sábados, y me doy cuenta de cómo se tienen que sentir exactamente aquellos habitantes de Pompeya en el supuesto de que puedan sentir algo (aunque el hecho de que no puedan es parte de la gracia que tiene su caso). Me he quedado atascado en esta pose, la pose del dueño de una tienda de discos, ya para siempre, sólo porque durante unas cuantas semanas de 1979 me volví un tanto majara. Podría haber sido peor, ya lo sé: podría haberme presentado en una oficina de reclutamiento militar o en el matadero más cercano. A pesar de todo, tengo la impresión de que hice una mueca y de que cambió el viento. Ahora tengo que seguir de por vida con la cara torcida de esta forma tan poco apetecible.
Con el tiempo dejé de enviarle las cartas; meses después también dejé de escribirle. Seguía teniendo mis fantasías, pensaba en matar a Marco, aunque las maneras de morir que le imaginaba eran cada vez más suaves (le daba un momento, para que supiera qué iba a pasar, y ¡BLAM!, me lo cargaba); no me dio muy fuerte por las crueldades del típico psicópata. Volví a acostarme con otras chicas, aunque todas aquellas aventuras me parecían pura casualidad, noches sueltas, nada que realmente pudiera transformar la penosa imagen que tenía de mí mismo. (Igual que le pasa a James Stewart en
Vértigo
, me dio por un determinado tipo de mujer: rubia, de pelo corto, de gustos artísticos, bastante llamativa, parlanchina, y eso me llevó a cometer algunas pifias desastrosas.) Dejé de beber tanto, dejé de escuchar canciones con aquella mórbida fascinación (hubo un tiempo en que cualquier canción en la que alguien hubiese perdido a la persona que amaba me parecía estremecedoramente seria; como ese género abarca casi la totalidad de la música pop, y como trabajaba en una tienda de discos, me estremecía más o menos a todas horas); en fin, dejé de pensar en hablar con ella, dejé de idear las respuestas contundentes que, a mi juicio, dejarían a Charlie retorciéndose por el suelo, presa del arrepentimiento y odiándose por hacer lo que hizo.
De todos modos, sí me aseguré de no meterme en nada, ni trabajo ni relaciones amorosas, demasiado a fondo: me convencí de que en el momento menos pensado podía recibir la anhelada llamada de Charlie, y que en ese instante tendría que pasar a la acción. Me sentí incluso inseguro al abrir mi propia tienda, no fuese que Charlie decidiera que los dos nos íbamos a ir al extranjero: con la tienda a cuestas, no podría hacerlo con la debida rapidez. El matrimonio, una hipoteca, la paternidad estaban descartados por eso mismo. También fui realista: de vez en cuando me imaginaba en qué se habría convertido con el tiempo la vida de Charlie, e imaginaba una serie de acontecimientos desastrosos (Está viviendo con Marco. Han comprado un piso entre los dos. Se han casado. Está embarazada. Tiene una niña pequeña), nada más que por estar en guardia. Aquellos acontecimientos imaginados me exigían toda clase de reajustes y de conversiones para que mis fantasías siguieran vivas. (No tendrá adonde ir cuando rompan. No tendrá lo que se dice nada, así que yo seré quien le dé sustento financiero. Cuando se case, despertará de la pesadilla. Cuando tenga que hacerse cargo del hijo de otro se dará cuenta de que yo sí soy un tío fenomenal.) Era capaz de procesar cualquier noticia; ni ella ni Marco podrían hacer nada para convencerme de que todo aquello no era una fase por la que estábamos pasando, una fase que antes o después tendría que terminar. Por lo que he podido saber, siguen juntos. Yo en cambio vuelvo a estar desparejado.
5. SARAH KENDREW (1984-1986)
La lección que saqué en claro de la debacle de Charlie es que uno ha de medirse con púgiles de su mismo peso. Charlie no era de mi categoría: era demasiado guapa, demasiado lista, demasiado ingeniosa. Era demasiado, vaya. Y yo, ¿qué? Soy como la mayoría, un simple peso medio. No soy el menda más brillante del mundo, pero está claro que tampoco soy el más soso: he leído novelas como
La insoportable levedad del ser
o
El amor en los tiempos del cólera
, y las he entendido, o eso creo (porque trataban sobre las chicas, ¿no es eso?), aunque tampoco es que me gustaran demasiado. Mis cinco libros favoritos de todos los tiempos son
El sueño eterno,
de Raymond Chandler;
El dragón rojo,
de Thomas Harris;
Sweet Soul Music,
de Peter Guralnick;
Guía del autoestopista galáctico,
de Douglas Adams; y para terminar, qué sé yo, habría que poner alguno de William Gibson, o puede que de Kurt Vonnegut. Leo el
Guardian
y el
Observer,
aparte del
New Musical Express
y algunas revistas de música; no me duelen prendas cuando se trata de ir a Camden a ver películas en versión original subtitulada (ya puestos, las cinco mejores películas en V.O.S.:
Betty Blue, Subway, ¡Átame!, Mi hombre es un salvaje, La Diva),
pero en conjunto prefiero las películas americanas. (Las cinco mejores películas americanas, que es lo mismo que decir las cinco mejores películas de todos los tiempos:
El padrino, El padrino II, Taxi Driver, Uno de los nuestros y Reservoir Dogs.)
No tengo mala planta; de hecho, si ponemos por ejemplo a Mel Gibson en un extremo del espectro, y en el otro a Berky Edmonds, un tío de la escuela cuya grotesca fealdad era legendaria, calculo que estaría más decantado del lado de Mel, aunque no por mucho. Una novia que tuve me dijo una vez que me parecía un poco a Peter Gabriel, y Gabriel no está nada mal, ¿eh? Soy de estatura media, ni gordo ni delgado, no tengo ninguna desagradable pilosidad facial, suelo ir limpio y aseado, visto tejanos y camisetas y una chupa de cuero más o menos todo el año, salvo en verano, que es cuando dejo la chupa en casa. Voto al partido laborista. Tengo bastantes clásicos de comedia en vídeo: cosas de Monty Python,
Hotel Fawlty, Cheers,
etcétera. Entiendo de qué van las feministas casi en todos los aspectos, aunque no tanto las radicales.
Mi genio, si se puede decir así, consiste en combinar un montón de cualidades medias en una presentación compacta. Yo diría que hay millones de tíos como yo, pero en realidad no creo que sean tantos: muchos tíos tienen un gusto musical impecable, pero luego resulta que no leen; muchos tíos sí que leen, pero es innegable que tiran a gordos; muchos tíos simpatizan con la causa del feminismo, pero llevan una barba estúpida; muchos tíos tienen un sentido del humor digno del mejor Woody Allen, pero es que además son clavados a Woody Allen. Muchos tíos beben demasiado, muchos tíos hacen el idiota cuando conducen sus coches o sus motos, muchos tíos tienden a meterse en peleas o se las dan de tener dinero por un tubo o toman drogas. Yo la verdad es que no peco de nada de eso; si se me dan bien las mujeres no es por las virtudes que tengo, sino por las sombras que no tengo.
Aun así, uno tiene que entender cuándo ha perdido pie. Yo perdí pie con Charlie; después de mi aventura con ella, tomé la determinación de no perder pie nunca más, y por eso me pasé cinco años, hasta que conocí a Sarah, remojándome en la parte de la piscina que no cubre. Charlie y yo no encajábamos. Marco y Charlie encajaban a la perfección; Sarah y yo también encajábamos. Sarah era medianamente atractiva (tirando a pequeñita, flaca, con unos bonitos ojos castaños, algún diente torcido, melena castaña oscura hasta los hombros, aunque siempre parecía estar pendiente de un corte de pelo, al margen de la frecuencia con que fuese a la peluquería), y vestía con ropa que era más o menos como la mía. Sus cinco artistas musicales preferidos de todos los tiempos: Madness, Eurythmics, Bob Dylan, Joni Mitchell, Bob Marley. Sus cinco películas preferidas de todos los tiempos:
National Velvet, La Diva
(¡eh!),
Gandhi, Desaparecido, Cumbres borrascosas.
Y era una chica triste, en el sentido original que tiene la palabra. La había dejado dos años antes una especie de equivalente masculino de Charlie, un tío que se llamaba Michael y que quería llegar a ser alguien en la BBC. (Cosa que nunca consiguió, el muy pajillero, y cada día que pasaba y que no lo veíamos por televisión ni le oíamos por la radio, en el fondo nos alegrábamos los dos.) Fue su momento decisivo, tal como Charlie fue el mío, y cuando partieron peras, Sarah pasó una larga temporada jurándose que no volvería a liarse con nadie, tal como yo me había jurado dejar en paz a las mujeres, y sobre todo que ellas me dejasen en paz. Por eso pareció sensato poner fin conjuntamente a nuestras respectivas determinaciones, aunar nuestro aborrecimiento del sexo opuesto y comenzar a compartir cama al mismo tiempo. Todas nuestras amistades ya estaban emparejadas, nuestros respectivos trabajos parecían haberse endurecido, con esa dureza que da lo permanente, y nos daba miedo quedarnos solos durante el resto de nuestras vidas. A los veintiséis años, sólo las personas de una muy peculiar disposición anímica tienen miedo de quedarse solas durante el resto de sus vidas; los dos teníamos esa peculiar disposición. Todo parecía que ocurriese mucho más tarde de lo que en realidad estaba ocurriendo, y al cabo de unos meses ella se vino a vivir a mi piso.
No llenábamos ni una habitación. No quiero decir que no tuviéramos cosas suficientes: ella tenía montañas de libros (era profesora de inglés) y yo tenía cientos y cientos de discos, y el piso es bastante poca cosa. Llevo más de diez años viviendo aquí, y hay muchos días en que me siento como un perro de dibujos animados en su caseta. No, lo que pasa es que ninguno de los dos era demasiado ruidoso ni demasiado fuerte, de modo que cuando estábamos juntos a mí no se me iba de la cabeza la idea de que el único espacio que ocupábamos era el que necesitaban nuestros cuerpos. No podíamos proyectarnos hacia el exterior, tal como saben hacer algunas parejas.