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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (6 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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—Así es, señor.

—¡Pandilla de ineptos! —masculló su jefe rompiendo en dos uno de sus hermosos lapiceros—. ¿Y desde dónde hablan?

—Uno, el que por el tono de voz parece tener más autoridad, desde algún lugar perdido de Oriente Próximo, en pleno desierto, aunque aún no lo sabemos con exactitud; tenemos que esperar a que el satélite se coloque en la vertical del punto.

—¡Mierda! Eso suena muy, pero que muy peligroso. Tal vez estén dando la orden de empezar una guerra bacteriológica. ¿Desde dónde habla el otro?

—Desde Las Vegas.

—¿Las Vegas? ¿Las Vegas de Nevada? —se horrorizó Philip Morrison cambiando de actitud—. ¡Eso sí que se me antoja terrible! ¿Cree que son suposiciones mías o que en verdad estarán preparando un nuevo atentado a gran escala?

—Lo ignoro, señor. Le repito que esa clave o ese idioma resultan del todo incomprensibles, pero la última noticia, y ésta es la que debemos considerar realmente pésima, es que desde nuestra oficina de Las Vegas acaban de comunicarnos que casi un centenar de testigos dignos de crédito aseguran haber visto personalmente a Osama Bin Laden.

—¿Que han visto a Osama Bin Laden? —repitió su jefe en verdad estupefacto—. ¿Osama Bin Laden el terrorista?

—Que yo sepa no hay otro. Según un patrullero de la policía local le amenazó con un revólver, y según los clientes de un casino de juego esgrimió un extraño aparato con el que consiguió que todas las máquinas tragaperras se volvieran locas.

—¡Me niego a creerlo!

—De nada sirve negar la evidencia, señor. —La severa mujer se inclinó hacia delante apoyando ambas manos en la mesa para acabar por inquirir bajando instintivamente la voz—: ¿Avisamos al FBI, la CIA y el Departamento de Estado o esperamos a confirmar la noticia?

—Pero ¿cómo se le ocurre? —se escandalizó Morrison desechando la idea con una especie de manotazo al aire—. ¡Ni hablar!

—¿Por qué?

—Porque no quiero que esa pandilla de presuntuosos, que más que ejecutores de la ley, son realmente ejecutivos de la ley, metan las narices en nuestros asuntos.

—No se trata de nuestros asuntos, señor —protesto la incordiante mujer—. Me temo que se trata de un problema de índole estatal que atañe de modo muy directo a la seguridad nacional.

—¡Me importa un pito! —fue la sorprendente respuesta—. Que se limiten a enviar a nuestro Grupo de Acción Rápida a Las Vegas y que preparen de inmediato mi avión. Quiero estar allí esta misma noche. ¡Tenemos que cazar a ese tipo nosotros solos! Y ni una palabra a nadie.

—¡Pero se trata nada menos que de Osama Bin Laden, señor; del enemigo público número uno de nuestro país! —protestó Helen Straford—. Si se nos escapa por no haber aceptado coordinar nuestras fuerzas con los restantes organismos implicados en la seguridad nacional estaríamos cometiendo un error imperdonable.

—¡No diga majaderías, Helen! —le espetó el otro, que de improviso parecía haber perdido su ya de por sí escasa paciencia—. Ese tipo ni es Osama Bin Laden, ni mucho menos el enemigo público número uno de nuestro país...

—¿Ah, no?

—Le aseguro que no.

—Entonces, ¿quién es?

—Un estúpido beduino analfabeto que nos aseguraron que se le parece mucho, y por lo visto es así. Montana y Kowalsky lo encontraron en un desierto de Oriente Próximo.

—¿Y qué diablos hace en Las Vegas?

—No lo sé, pero resulta evidente que ese par de cretinos han permitido que se les escape. Tenían orden de entregarlo en nuestra base de Buenaventura, en Nuevo México, pero son tan ineptos que ahora el maldito beduino se pasea tranquilamente por Las Vegas mientras nuestros genios del espionaje moderno se encuentran Dios sabe dónde.

La eficiente y por lo general respetuosa secretaria necesitó un tiempo para asimilar lo que acababa de escuchar, y quizá por primera vez en su vida olvidó el estricto protocolo y acabó por dejarse caer en la butaca que se encontraba al otro lado de la mesa de Morrison.

A los pocos instantes y casi con miedo a la respuesta, inquirió con un hilo de voz:

—¿Intenta hacerme creer que fue usted quien envió a Montana y Kowalsky a buscar a ese hombre?

—¡Exactamente!

—Pero ¿por qué?

—Recibía órdenes. Yo casi siempre recibo órdenes.

—¿De quién?

—¡Oh, vamos, Helen! No haga preguntas estúpidas. Sabe muy bien que yo las órdenes las recibo de lo más alto, directamente y sin intermediarios.

—¿Orden de secuestrar a un cabrero analfabeto por el simple hecho de que se parece a Osama Bin Laden? —masculló la otra en tono de incredulidad—. ¡Sinceramente no lo entiendo! ¿Por qué no intenta explicármelo?

Philip Morrison tardó mucho en responder. Con el codo apoyado en la mesa y la barbilla en la palma de la abierta mano, observó largamente a su interlocutora, como si estuviera tratando de descubrir en ella rasgos que le habían pasado inadvertidos. Al fin, y sin casi apenas mover un músculo, susurró:

—Si se lo cuento tal vez le cueste la vida, porque se trata de alto secreto, pero está claro que ya que conoce parte de la historia y tenemos que colaborar a la hora de resolver el problema, no puedo mantenerla al margen por más que corra un serio peligro.

—¿Tan grave es?

—Mucho. Me ordenaron que secuestrara a ese infeliz porque, como ya le he dicho, se parece al auténtico Osama Bin Laden como una gota de agua a otra, y la Casa Blanca ha decidido que necesita a Bin Laden vivo.

—¿Qué pretende decir con eso?

—Que ni se le puede matar, ni se le puede detener —el director general de la agencia especial Centinelas de la Patria hizo una nueva pausa y añadió como quien se lanza al agua desde los altos mástiles de un navío—: Y en caso de que se le detuviera o matara nuestra obligación, y la de todos, es mantener esa muerte o esa detención en el más absoluto secreto.

—¡No puedo creerlo!

—¡Pues créaselo, porque a partir de este momento voy a necesitar su colaboración y conviene que tenga las cosas muy claras! La orden no admite discusión: Osama Bin Laden no puede morir.

—¡Pero si eso es lo que todos los ciudadanos del país, y casi diría que de la mayor parte del mundo, desea!

—Por desgracia lo que desean los ciudadanos no suele coincidir con lo que desean quienes los gobiernan, querida mía. Lo vemos a diario. Recuerde el viejo dicho: «A perro muerto se acabó la rabia», pero en estos momentos los planes del presidente exigen que continúe existiendo ese tipo de «rabia».

—¿Por qué?

—Porque oficialmente Osama Bin Laden es «el terrorista asesino» que destrozó Nueva York, y al que tenemos la ineludible y sagrada obligación de combatir a toda costa, por cualquier medio y donde quiera que pueda encontrarse —sonrió apenas al tiempo que abría las manos en lo que constituía una muda aclaración adicional—: Y eso le proporciona a nuestro gobierno una magnífica excusa para iniciar cualquier tipo de acción en cualquier rincón del planeta.

—Pero si le detuviéramos o le matáramos el gobierno se quedaría sin tan magnífica coartada —aventuró con marcada intención Helen Straford.

—Veo que lo ha entendido.

—Naturalmente que lo he entendido, pero eso es algo ilegal.

Su jefe le dirigió una mirada de auténtico asombro, como si de pronto hubiera descubierto que estaba tratando con una especie de retrasada mental, para indicar a continuación cuanto le rodeaba:

—Casi todo lo que hacemos aquí es ilegal y usted lo sabe. Trabajamos muy duramente para que nuestro país sea cada vez más grande y poderoso, y en ocasiones los métodos no son todo lo correctos que quisiéramos. Éste es un claro ejemplo; necesitamos contar con un Osama Bin Laden de repuesto al que además podamos utilizar grabando vídeos en los que llame a la guerra santa a sus seguidores.

—En Buenaventura hemos reunido a un equipo de filmación con los mejores directores, maquilladores, y en especial dobladores capaces de imitar la voz del auténtico Bin Laden hasta en sus últimas inflexiones. —Philip Morrison sacó nerviosamente el cigarrillo del bolsillo de su camisa y se lo llevó a los labios tras soltar un reniego—. Todo estaba perfectamente planeado en una operación brillante y sin precedentes, pero ese par de subnormales han dejado escapar a nuestro protagonista y cualquiera sabe lo que puede pasar ahora.

—¡No se le ocurra encender ese cigarrillo! —le advirtió autoritariamente la inflexible mujer que parecía haber recobrado en cuestión de segundos el control de sus actos y sus palabras—. ¡Cálmese e intentemos analizar el problema desapasionadamente! ¿Qué puede hacer ocurrido para que nuestro avión haya desaparecido de todas las pantallas de radar y de todas las frecuencias de radio, y que los teléfonos de Nick Montana y Marlon Kowalsky estén ahora en manos de unos extraños?

—¿Y cómo quiere que lo sepa? —protestó el desolado director de la agencia especial Centinelas de la Patria—. Le recuerdo que es usted quien acaba de traerme la maldita noticia.

—¡Alguna explicación lógica habrá!

—¿Lógica? —fue la áspera respuesta—. ¿Qué tiene todo esto de lógico? —quiso saber a continuación—. Un avión Hércules, capaz de aterrizar y despegar casi sobre esta mesa y preparado para volar miles de millas sin necesidad de repostar, desaparece como por arte de magia, al tiempo que un sucio beduino, que por lo que me contaron no habla más que un incomprensible dialecto local, aparece de pronto en Las Vegas con uno de nuestros más sofisticados teléfonos. Si esto se descubre, todo un bien meditado plan se viene abajo.

—Eso sin contar lo que podría decir el auténtico Osama Bin Laden —le hizo notar la adusta Helen Straford.

—¿A qué se refiere?

—A que estaríamos poniendo en sus manos un arma con la que desprestigiarnos devolviéndonos la pelota.

—Eso es muy cierto.

—Y usted sabe que siempre demostró ser un astuto zorro que además nos conoce muy bien.

—¡No me lo recuerde! Yo mismo lo entrené para que les hiciera la vida imposible a los rusos en Afganistán...

—También yo le entrené —admitió ella con una leve sonrisa—. En otro sentido, claro está.

Philip Morrison se puso en pie, se aproximó al ventanal, observó la iluminada cúpula del Capitolio que se distinguía a lo lejos, y al cabo de unos instantes puntualizó seguro de sí mismo:

—Tenemos que cazar a ese maldito cabrero —concluyó seguro por primera vez en el transcurso de la conversación de lo que estaba diciendo—. Tenemos que atraparlo antes que nadie le ponga la mano encima y llevarlo a Buenaventura sin armar ruido.

—¡No lo veo fácil! —le hizo notar su subordinada—. Pronto el FBI, la CIA y todos los cuerpos de seguridad y contraespionaje de la nación le pisarán los talones, locos por apuntarse el maravilloso tanto de haber aplastado a la bestia de nuestro tiempo.

—Lo supongo, pero contamos con unos medios de los que los demás carecen. —La miró directamente a los ojos al inquirir—: ¿Con qué margen de error podemos localizarle en los momentos en que habla por teléfono?

—Menos de diez metros si es quien hace la llamada.

—¿Y si es quien la recibe?

—Unos quinientos.

—¡No está mal! —se congratuló el director de la agencia especial Centinela—. Nada mal. No cabe duda de que técnicamente disponemos de los mejores instrumentos, aunque luego tipos como Montana y Kowalsky nos jodan el invento. —Se volvió a su secretaria—. ¿Cuánto tiempo calcula que tardaría el Grupo de Acción Rápida del coronel Vandal en llegar hasta él a partir del momento en que localicemos su posición exacta? —quiso saber.

—¡Eso depende, señor! —fue la lógica respuesta—. El coronel siempre mantiene a sus hombres alerta y dispuestos para la acción, por lo que son capaces de salir hacia el objetivo de inmediato, pero el problema estriba en la distancia que les separe de ese objetivo.

—Pues resulta evidente que ahora el objetivo está en Las Vegas; por lo tanto quiero a Vandal y a un centenar de sus mejores hombres distribuidos por toda la ciudad con el fin de que en cuanto localicemos a ese hijo de puta caigan sobre él en cuestión de minutos.

—¿Con qué orden?

—Atraparle. Y si no pueden atraparle, matarle. Ya buscaremos otro doble, pero lo que no podemos permitir es que algún hijo de perra se apodere de éste.

—¿Matarle? —repitió ella ciertamente incómoda—. ¡Pero señor...! Que yo sepa ese infeliz no nos ha hecho ningún daño.

—No se trata del daño que nos haya hecho, Helen —fue la seca respuesta que no daba el menor margen a una mala interpretación—. Eso carece de importancia. Se trata del daño que pueda hacernos en un futuro.

4. Alí Bahar dormía, agotado

Alí Bahar dormía, agotado, en lo más denso de una zona de árboles y matorrales.

Le despertó un golpe seco, y al abrir los ojos descubrió lo que en un principio le pareció un huevo, muy blanco y muy redondo.

Miró hacia lo alto buscando el nido del que podría haberse caído pero no descubrió nada, por lo que se apoderó de él y lo mordió con ansia.

Al momento lanzó un reniego puesto que resultaba increíblemente duro.

Insistió pero no consiguió nada, lo golpeó contra una piedra pero descubrió que no se rompía y al observarlo más de cerca advirtió que tenía impreso un pequeño anagrama que no se sintió capaz de descifrar.

Al poco se puso de rodillas con el fin de otear el exterior pero de inmediato se agachó de nuevo para quedar sentado en mitad de la espesura, agitando la cabeza sinceramente atónito.

Por último se decidió a extraer el socorrido teléfono móvil con el evidente fin de pedir consejo.

Cuando el anciano Kabul le respondió al otro lado, comentó con voz trémula:

—¿Padre? Estoy en un sitio muy raro: los huevos son duros como piedras y llueve hacia arriba.

—Entiendo que los huevos puedan ser duros, hijo, pero ¿qué quieres decir con esa otra afirmación de que «llueve hacia arriba»? —quiso saber su progenitor en tono de clara y en cierto modo quejumbrosa reconvención—. ¿Dónde se ha visto que llueva hacia arriba?

—Aquí, querido padre. Aunque te cueste creerlo el agua surge del suelo, llega muy alto y vuelve a caer.

—¿Estás seguro?

Alí Bahar volvió a asomarse por encima de los matorrales con el fin de observar una vez más y con mayor detenimiento el inmenso campo de golf que se extendía ante su vista y en el que cuatro jugadores golpeaban sus respectivas bolas mientras una gran cantidad de invisibles aspersores lanzaban chorros de agua que se convertían en una especie de fina lluvia que a continuación caía suavemente sobre la mullida hierba.

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