Read Algo huele a podrido Online
Authors: Jasper Fforde
Se oyeron muchos menos aplausos cuando entró Van de Poste, sin duda. Le llevaba casi treinta años a Kaine, tenía un aspecto cansado y demacrado, llevaba gafas redondas de pasta y su tremenda calva brillaba. Echó un vistazo furtivo antes de sentarse con rigidez. Supuse el porqué. Bajo el traje llevaba un pesado chaleco antibalas… y por muy buenas razones. Los tres últimos líderes del partido del Sentido Común habían muerto en condiciones misteriosas. Su predecesora, la señora Fay Bentoss, había sido arrollada por un coche. Esa muerte no hubiese tenido nada de raro si no se hubiera producido cuando ella se encontraba en el salón de su casa.
—Gracias, caballeros, y bienvenidos. La primera pregunta es de la señorita Pupkin.
Una mujer bajita se puso en pie y dijo con timidez:
—Hola. Esta semana a Alguien le han hecho una Cosa Horrible, y me gustaría preguntar a los invitados si están dispuestos a condenar el hecho.
—Muy buena pregunta —respondió Webastow—. Señor Kaine, ¿quiere ser el primero?
—Gracias, Tudor. Sí, condeno completa y absolutamente la Cosa Horrible en los términos más enérgicos. En el Partido Whig nos horroriza que en esta gran nación nuestra sucedan Cosas Horribles sin que se castigue al Alguien que las comete. Además, me gustaría señalar que la avalancha actual de Cosas Horribles que se produce en nuestros pueblos y ciudades es una carga que heredamos del Partido del Sentido Común, y me gustaría añadir que en términos reales la incidencia de Cosas Horribles ha disminuido en un veintiocho por ciento desde que llegamos al poder.
Aplausos. Webastow le pidió a Van de Poste su opinión.
—Bien —dijo Redmond suspirando—, está claro que mi sabio amigo confunde los hechos. Tal y como nosotros manipulamos los datos, en realidad las Cosas Horribles van en aumento. Pero por un momento me gustaría dejar de jugar a la política de partidos y manifestar que, aunque se trató evidentemente de una gran tragedia personal para los implicados, condenar estos actos sin mayor reflexión no nos permite comprender por qué se producen y es preciso meditar más para llegar a la raíz de…
—Una vez más —le interrumpió Kaine—, vemos como el partido del Sentido Común niega su responsabilidad y renuncia a actuar con dureza ante dificultades indeterminadas. Espero que toda la gente sin identificar que ha sufrido problemas difusamente definidos comprenda…
—He dicho que condeno la Cosa Horrible —intervino Van de Poste—, y debo añadir que hemos estado investigando todo el espectro de Cosas Horribles, desde lo Simplemente Molesto hasta lo Escandalosamente Terrible, y que haremos uso de lo que descubramos… si alcanzamos el poder.
—¡Siempre se puede confiar que el partido del Sentido Común haga las cosas a medias! —se mofó Kaine, quien evidentemente disfrutaba de ese tipo de discusiones—. Llegando sólo hasta «Escandalosamente Terrible», el señor Van de Poste está haciendo un flaco favor a su país. En el Partido Whig hemos examinado el problema de las Cosas Horribles y proponemos una actitud de nula tolerancia para ofensas incluso de tan poco nivel como Ligeramente Inapropiadas. Sólo de esta forma podremos detener a los Álguienes que hacen Cosas Horribles antes de que pasen a actos Obscenamente Perversos.
Sonaron más aplausos, presumiblemente mientras el público intentaba decidir si «Simplemente Molesto» era peor que «Ligeramente Inapropiado».
—En pocas palabras —anunció Webastow—: al final de la primera ronda concedo tres puntos al señor Kaine por su excelente condena inespecífica, más un punto de bonificación por echar la culpa al Gobierno anterior y otro por transformar con éxito la pregunta para defender la posición de su partido. El señor Van de Poste recibe un punto por una firme refutación pero sólo dos puntos por su condena, ya que ha intentado incluir una observación imparcial e inteligente. Por tanto, al final de la primera ronda, Kaine va en cabeza con cinco puntos y Van de Poste tiene tres.
Más aplausos cuando las cifras aparecieron en el marcador.
—Pasamos a la siguiente fase del programa, que llamamos la ronda de «no responder a la pregunta». Tenemos una de la señorita Ives.
Una mujer de mediana edad alzó la mano y preguntó:
—¿Creen que es preciso añadir azúcar al pastel de ruibarbo o el déficit de dulzura se debe compensar con un ingrediente como las natillas?
—Gracias, señorita Ives. Señor Van de Poste, ¿desea ser el primero?
—Bien —dijo Redmond, mirando al público en busca de posibles asesinos—, esa pregunta va directamente al corazón del Gobierno, y lo primero que me gustaría decir es que el Partido del Sentido Común, cuando estábamos en el poder, probó más formas diferentes de hacer las cosas que cualquier otro partido que se recuerde y, por tanto, se acercó más a la forma correcta de hacer algo, aunque en su momento no lo supiésemos.
Aplausos y Joffy y yo nos miramos.
—¿Esto mejora? —susurré.
—Espera a que hablen de Dinamarca.
—Rechazo totalmente —dijo Kaine— la insinuación de que no hacernos las cosas de la forma correcta. Para demostrarlo, me gustaría alejarme por completo del tema y hablar sobre la Revisión del Servicio Sanitario que realizaremos el próximo año. Queremos reemplazar el anticuado modelo «preventivo» de medicina que este país ha seguido implacablemente por un modelo de «espera a estar realmente grave», dirigido específicamente a aquellos que más precisan atención médica: los enfermos. Se terminarán los exámenes sanitarios anuales para todos los ciudadanos y serán reemplazados por un régimen diagnóstico «terciario» que ahorrará dinero y recursos.
Se volvieron a oír aplausos.
—Vale —anunció Webastow—. A Van de Poste le concederé tres puntos por lograr con éxito no responder a la pregunta, pero doy cinco puntos a Kaine, que no sólo ha pasado de la pregunta sino que además ha aprovechado para difundir su propio programa político. Quedan seis rondas más, tenemos a Kaine con diez puntos y a Van de Poste con seis. Por favor, la siguiente pregunta.
Un joven con pelo teñido de rojo que estaba sentado en nuestra fila alzó la mano.
—Me gustaría sugerir que los daneses no son nuestros enemigos y que eso no es más que una maniobra cínica de los whigs para culpar a otros de nuestros problemas económicos.
—¡Ah! —dijo Webastow—. La controvertida cuestión danesa. Creo que será mejor que el señor Van de Poste sea el primero en esquivar esta pregunta.
De pronto Van de Poste pareció sentirse mal y miró hacia donde Stricknene y Gayle le miraban furiosos.
—Creo que —arrancó lentamente—, si los daneses son tal y como los describe el señor Kaine, ofreceré mi apoyo a su política.
Mientras Yorrick se ponía a hablar, Van de Poste se secó la frente con un pañuelo.
—Cuando llegué al poder, Inglaterra era una nación sumida en el declive económico y los males sociales. En ese momento nadie se daba cuenta, y tuve que hacer grandes esfuerzos para demostrar hasta qué punto se había hundido esta gran nación. Con el apoyo de mis seguidores, logré demostrar con razonable claridad que las cosas no estaban tan bien como creíamos, y que lo que creíamos percibir como paz y coexistencia con nuestros vecinos era en realidad un paraíso estúpido de espejismos y paranoia. Cualquiera que piense que…
Me incliné hacia Joffy.
—¿La gente se traga estas tonterías?
—Me temo que sí. Creo que está aplicando el principio de «la gente está mucho más dispuesta a creer una gran mentira que una pequeña». Aun así, me sigue sorprendiendo.
—… cualquiera que entorpezca esta misión —continuaba diciendo Kaine— es un enemigo del pueblo, ya sea danés, simpatizante gales dispuesto a derribar nuestra nación o un lunático mal informado que no merece voz ni voto.
Hubo aplausos pero también algunos abucheos. Vi al coronel Gayle apuntar en un papel quiénes gritaban, contando el número de los asientos.
—Pero ¿por qué los daneses? —insistió el hombre del pelo rojo—. Son famosos por la justicia de su sistema parlamentario, su impecable historial de respeto por los derechos humanos y tienen una reputación merecida por su gran labor benéfica en las naciones del Tercer Mundo… ¡Creo que eso son mentiras, señor Kaine!
Hubo jadeos y la gente contuvo el aliento, pero también algunas cabezas asintieron. Incluso, creo, la de Van de Poste.
—Al menos por el momento —arrancó Kaine en tono conciliatorio— todo el mundo tiene derecho a opinar y agradezco el candor de nuestro amigo. Sin embargo, me gustaría llamar la atención del público sobre un tema sin ninguna relación, pero muy emotivo, que apartará la discusión de las carencias vergonzosas de mi Administración para llevarnos al terreno de la política populista. A saber: el escandaloso número de muertes de cachorrillos y gatitos cuando el Partido del Sentido Común estaba en el poder.
La mención de la muerte de cachorrillos y gatitos arrancó gritos de alarma a los miembros más ancianos del público. Sabiendo que había logrado desviar la discusión, Kaine siguió hablando:
—Ahora mismo, más de mil cachorrillos y gatitos no deseados mueren por efecto de inyecciones letales, de las que los veterinarios daneses disponen con absoluta libertad. Como humanitarios entregados, el Partido Whig siempre ha condenado tal exterminación indeseada de animales de compañía.
—¿Señor Van de Poste? —preguntó Webastow—. ¿Cómo reacciona usted a las tácticas de distracción del señor Kaine sobre la muerte de gatitos?
—Está claro —dijo Van de Poste— que la muerte de gatitos y cachorrillos es lamentable, pero en el Partido del Sentido Común queremos que la gente sepa que la muerte de animales de compañía indeseados se debe realizar de esta forma. Si la gente fuese más responsable con sus animales, estas cosas no pasarían.
—¡La típica respuesta de Sentido Común! —ladró Kaine—. ¡Culpando a la población como si estuviese formada por idiotas irresponsables sin inteligencia! En el Partido Whig no aprobamos tales acusaciones, y nos horroriza la salida del señor Van de Poste. Ahora mismo puedo prometerles que el problema del déficit de hogares para perritos será mi principal preocupación cuando me convierta en dictador.
Muchos vítores a esas palabras y yo cabeceé compungida.
—Bien —dijo Webastow, feliz—, creo que daré al señor Kaine los cinco puntos por este magistral irse por las ramas, y una bonificación de dos por soslayar la cuestión danesa en lugar de afrontarla directamente. Señor Van de Poste, lamento darle un punto nada más. No sólo ha aceptado de forma tácita la horrenda política exterior del señor Kaine, sino que ha respondido al problema de los animales domésticos indeseados con una respuesta sincera. Por lo que, al final de la tercera ronda, el señor Kaine va muy por delante con diecisiete puntos y Van de Poste por detrás con siete. La próxima pregunta nos llega de la mano del señor Wedgwood.
—Sí —dijo un hombre muy anciano de la tercera fila—. Me gustaría saber si apoyan el paso de la Corporación Goliath a un sistema de administración corporativa fundamentado en la fe.
Y así siguió el debate durante casi una hora, con Kaine haciendo afirmaciones ridículas y sin que la mayor parte del público se diese cuenta o, lo que era peor, le importase. Me alegré horrores cuando el programa terminó con Kaine por delante con treinta y ocho puntos frente a los dieciséis de Van de Poste, y salimos.
—¿Ahora qué? —preguntó Joffy.
Me saqué del bolsillo la guía de Jurisficción y la abrí por la página que contenía un párrafo de
La espada de los zenobianos
, una de las muchas obras inéditas que Jurisficción empleaba como prisión. No teníamos más que agarrar a Kaine de la mano y leer.
—Voy a llevarme a Kaine de vuelta a MundoLibro. Es demasiado peligroso dejarlo aquí fuera.
—Estoy de acuerdo —dijo Joffy, llevándome hacia donde dos enormes limusinas esperaban al canciller—. Querrá encontrarse con su público «adorador», así que tendrás tu oportunidad.
Nos unimos a la multitud que le esperaba y nos abrimos paso hasta la primera fila. La mayor parte del público se había reunido para ver a Kaine, pero no por la misma razón que yo. Creció un murmullo de emoción cuando apareció Kaine. Sonrió serenamente y recorrió la fila, dio la mano y le ofrecieron flores y bebés para besar. Tenía bien cerca al coronel Gayle, con una falange de guardaespaldas que miraban fijamente a la multitud para garantizar que nadie intentase nada raro. Tras ellos sólo podía ver a Stricknene, que todavía sostenía el maletín rojo. Me oculté parcialmente tras un acólito entusiasta de Kaine que agitaba una bandera del Partido Whig para que el canciller no me viese. Ya nos habíamos enfrentado otras veces y él sabía bien de lo que yo era capaz, de la misma forma que yo sabía de lo que él era capaz: la última vez Kaine había intentado que nos devorase a todos la Bramadora, una especie de bestia infernal surgida de las profundidades de la imaginación más depravada del hombre. Si podía conjurar a voluntad bestias ficticias, tendría que tener cuidado.
Pero luego, a medida que el grupito se acercaba, comencé a sentir el curioso impulso de no atrapar a Kaine sino de unirme al entusiasmo contagioso. La atmósfera era eléctrica, y sentirse arrastrada por la multitud era algo que de pronto me parecía lo correcto. Joffy ya había sucumbido al encantamiento y agitaba los brazos y silbaba su apoyo. Yo derroté el intenso impulso de dejar lo que estaba haciendo y conceder a Kaine el beneficio de la duda. Él y su séquito habían llegado hasta nosotros. Su mano se acercó a la multitud. Me preparé, leí las primeras líneas de
La espada de los zenobianos
y aguardé el momento adecuado. Tendría que aferrarme con fuerza mientras me leía al interior del MundoLibro, pero eso no me preocupaba porque ya lo había hecho en múltiples ocasiones. Lo que me preocupaba era que mi determinación se evaporaba con rapidez. Antes de que el magnetismo de Kaine pudiese afectarme más, respiré hondo, agarré la mano ofrecida y musité rápidamente:
—«Era una época de paz en la tierra de los zenobianos…» No me llevó mucho tiempo saltar al MundoLibro. En un abrir y cerrar de ojos la agitada multitud nocturna del aparcamiento de los estudios de la Toad News Network desapareció y fue reemplazada por un cálido valle verde donde manadas de unicornios pastaban apaciblemente al sol del verano. Los gramásitos giraban en el cielo azul, aprovechando las corrientes termales que se alzaban desde la hierba cálida.
—¡Bien! —dije, volviéndome hacia Kaine y sufriendo algo así como una conmoción. Junto a mí no tenía a Yorrick, sino a un hombre de mediana edad que sostenía una bandera del Partido Whig y que miraba fijamente las aguas cristalinas que borboteaban saliendo de un hueco entre las rocas. Debía de haber agarrado la mano errónea.