Algo huele a podrido (10 page)

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Authors: Jasper Fforde

BOOK: Algo huele a podrido
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—¿Dónde estoy? —preguntó el hombre, comprensiblemente desconcertado.

—Es una experiencia cercana a la muerte —dije a toda prisa—, ¿qué le parece?

—¡Es hermoso!

—Bien. No se acostumbre, le voy a llevar de vuelta.

Le volví a agarrar, murmuré la clave y salté fuera de la ficción, algo que me resultaba menos difícil. Llegamos detrás de unos contenedores de basura justo cuando Kaine y su séquito se alejaban. Corrí hasta Joffy, que seguía despidiéndose con la mano, y le dije que lo dejase de una vez.

—Lo siento —dijo agitando la cabeza—. ¿Qué te ha pasado a ti?

—Ni preguntes. Vamos, volvamos a casa.

Nos fuimos de allí mientras un hombre de mediana edad muy emocionado y muy perplejo contaba a quien quisiese oírlo lo de su experiencia «cercana a la muerte».

Me metí en la cama ya pasada la medianoche, con la cabeza dándome vueltas por haber experimentado el control casi hipnótico que Kaine ejercía sobre la población. Aun así, no se me habían acabado las ideas. Podía intentar agarrarle una vez más y, si no salía bien, emplear la cabeza borradora que había sacado a escondidas del MundoLibro. Destruirle no me provocaba ninguna inquietud. No sería más culpable de asesinato que un autor con su tecla de borrar. Pero mientras Formby se enfrentase a él, Kaine no se convertiría en dictador, por lo que tenía algo de tiempo para preparar la estrategia. Podía observar y planificar. «El tiempo invertido en renacimiento —solía decirme la señora Equívoco— nunca es tiempo perdido.»

4 Una ciudad como Swindon

FORMBY NIEGA A KAINE

El presidente-de-por-vida Formby vetó ayer, durante uno de los intercambios más violentos que ha presenciado esta nación, el intento del canciller Kaine de convertirse en dictador de Inglaterra. El Parlamento ya ha aprobado la Ley de Poderes Ejecutivos Totales de Kaine, que sólo precisa la firma presidencial para entrar en vigor. El presidente Formby, hablando desde el palacio presidencial, en Wigan, dijo a la prensa: «¡No permitiría que un ****** como ése administrase un quiosco de prensa y menos aún un país!» El canciller Kaine, enfurecido por el comentario del presidente, declaró que Formby «es demasiado viejo para tomar decisiones sobre el futuro del país, está muy alejado de la sociedad y es mal cantante». Tuvo que retractarse de esta última afirmación debido a las grandes protestas públicas.

The Toad
, 13 de julio de 1988

Por la mañana tras
La hora de esquivar las preguntas
había dormido fatal y me había despertado antes que Friday, lo que era raro. Miré al techo y pensé en Kaine. Tendría que asistir a su siguiente acto público antes de que descubriese lo de mi regreso. Estaba pensando en por qué motivo Joffy y yo casi nos habíamos quedado atrapados en el circo de Yorrick cuando Friday despertó y parpadeó mirándome en plan desayuno. Me vestí a toda prisa y bajamos.

—Bienvenidos a
El desayuno de Swindon con Toad
—anunciaba el presentador de televisión cuando entramos—. Soy Warwick Fridge y me acompaña la encantadora Leigh Onzolent…

—Hola…

—… para ofrecerles dos horas de noticias, opiniones, diversión y concursos para empezar el día.
Desayuno con Toad
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Warwick se volvió hacia Leigh, que tenía un aspecto demasiado glamuroso para ser las ocho de la mañana. Sonrió y dijo:

—Esta mañana hablaremos con el capitán de cróquet Roger Kapok sobre las posibilidades de Swindon en la Superhoop 88, y también con un hombre que afirma haber visto unicornios durante una experiencia cercana a la muerte. El sanador de dodos de Network Toad estará aquí para tratar acerca de los problemas psiquiátricos de sus mascotas y nuestra lectura de
Otelo
al revés llega a los cuartos de final. Más tarde hablaremos con el señor Joffy Next sobre la potencial resurrección mañana de san Zvlkx, pero antes las noticias. El presidente de Goliath ha anunciado objetivos de contrición que deben alcanzarse en un periodo…

—Buenos días, hija —dijo mi madre, entrando en la cocina—. Creía que eras de las que se levantan tarde.

—No era madrugadora hasta que nació el crío —respondí, señalando a Friday, que miraba expectante las gachas—. Si hay algo que se le da bien es comer.

—Era lo que tú hacías mejor a su edad. Oh —añadió mi madre despistada—, tengo que darte una cosa.

Corrió a su dormitorio y volvió con un montón de papeles de aspecto más que oficial.

—El señor Hicks los dejó para ti.

Braxton Hicks era mi antiguo jefe en OpEspec de Swindon. Me había ido sin avisar y, por el aspecto de su misiva, no le había sentado muy bien. Me había degradado a «detective analítico literario» y en la carta me exigía la devolución de la pistola y la placa. El segundo documento era una orden de arresto por una acusación falsa de posesión ilegal de una pequeña cantidad de queso de contrabando.

—¿El queso sigue caro? —le pregunté a mi madre.

—¡Es un robo! —musitó—. Tiene un gravamen del quinientos por ciento. Y no sólo el queso. El impuesto ahora afecta a todos los productos lácteos… incluso el yogurt.

Suspiré. Probablemente tuviese que ir a OpEspec a dar explicaciones. Podía pedir perdón, ir al estresexpertos y decir que padecía estrés postraumático,
Xplkquilkiccasia
o algo similar, y pedir la reincorporación a mi antiguo puesto. Quizá si me entrenaba con el hierro nueve podría hacerle un
swing
a mi jefe obseso del golf. Fuera de OpEspec no era un buen lugar en el que estar si pretendía cazar a Yorrick Kaine o convencer a la CronoGuardia de que me devolviese a mi esposo; me vendría bien tener acceso a todas las operaciones especiales y a las bases de datos policiales.

Repasé los papeles. Aparentemente me habían declarado culpable de la infracción por el queso y me habían multado con 5.000 libras más castos.

—¿Lo has pagado? —le pregunté a mi madre, mostrándole el requerimiento judicial.

—Sí.

—Entonces tengo que devolvértelo.

—No hace falta —respondió, añadiendo antes de que pudiese darle las gracias—: Lo pagué con tu margen de descubierto… descubierto que ahora es bastante considerable.

—Qué… considerado por tu parte.

—No tienes que agradecérmelo. ¿Bacon y huevos?

—Por favor.

—En marcha. ¿Recoges la leche?

Fui a la puerta principal a recoger la leche y, al inclinarme, oí el silbido de una bala pasando junto a mi oreja y el impacto cuando dio en el marco de la puerta. Estaba a punto de cerrarla de golpe y sacar la automática cuando una quietud inexplicable se apoderó de la escena, como una calma chicha súbita. Sobre mi cabeza una paloma se había congelado en el aire, con las alas extendidas hacia abajo. En la carretera, un motorista se mantenía en un equilibrio imposible, completamente quieto, y los transeúntes permanecían tan rígidos e inmóviles como estatuas… incluso
Pickwick
se había detenido en su paseo. El tiempo, al menos momentáneamente, se había congelado. Sólo conocía a una persona con cara suficiente para detener el tiempo de esa forma: mi padre. La pregunta era: ¿dónde estaba?

Miré a un lado y al otro de la calle. Nada. Ya que estaban a punto de asesinarme, pensé que me convenía saber quién iba a hacerlo, así que recorrí el sendero del jardín y crucé la calle hasta el callejón donde De Floss se había ocultado tan mal el día anterior. Fue allí donde encontré a mi padre con una rubia muy guapa de no más de metro y medio que se había quedado congelada en el proceso de desmontar un rifle de francotirador. Probablemente no había cumplido todavía los treinta y llevaba el pelo recogido en una coleta con un coletero de flores. Observé con cierta diversión producto del distanciamiento que tenía un amuleto de la suerte en la guarda del gatillo y la culata forrada de pelo de peluche rosa. Papá parecía más joven que yo, pero le reconocí al instante. La extraña naturaleza de los asuntos del tiempo tendía a hacer que las vidas de los agentes no fuesen lineales… Cada vez que veía a papá tenía una edad diferente.

—Hola papá.

—Tenías razón —dijo, comparando los rasgos congelados de la mujer con una serie de fotografías—. Es una asesina, efectivamente.

—¡Dejemos eso ahora! —grité con alegría—. ¿Cómo estás? ¡Hace años que no te veo!

Se volvió y me miró.

—¡Querida, hemos hablado hace unas horas!

—No.

—Sí, en serio.

—Que no.

Me observó un momento, miró su reloj, lo agitó y prestó atención al sonido, para luego volver a agitarlo.

—Toma —dije, pasándole el cronógrafo que llevaba yo—, ten el mío.

—Muy bonito… gracias. ¡Ah! Corrijo. Ha sido dentro de tres horas a partir de ahora. Es un error fácil de cometer. ¿Has llegado a alguna conclusión sobre el asunto que comentamos?

—No, papá —dije exasperada—, todavía no ha sucedido, ¿recuerdas?

—Tú siempre tan lineal —musitó, poniéndose de nuevo a comparar las fotografías con la asesina—. Creo que deberías intentar ampliar horizontes un poco… ¡Premio!

Había encontrado la fotografía de mi asesina y leyó lo que ponía en el dorso.

—Asesina muy cara que trabaja en la zona de Wiltshire-Oxford. Parece pequeña y pizpireta pero es tan letal como cualquiera. Usa el nombre de Revendedora —hizo una pausa—. Reventadora sonaría mejor, ¿no?

—Pero he oído que la Revendedora es tremendamente letal —comenté—. Un contrato con ella y puedes darte por más muerto que la pana.

—Yo también lo he oído —respondió mi padre pensativo—. Sesenta y siete víctimas; sesenta y ocho si fue ella la que se ocupó de Samuel Pring. Su intención ha debido ser fallar. Es la única explicación. En cualquier caso, su verdadero nombre es Cindy Stoker.

Eso no me lo esperaba. Cindy estaba casada con Spike Stoker, un agente de OE-17 con el que había trabajado en un par de ocasiones. Incluso le había aconsejado cómo contarle a Cindy que se ganaba la vida cazando hombres lobo… que no era la profesión más atractiva para un posible marido.

—¿Cindy es mi asesina? ¿Cindy es la Revendedora?

—¿La conoces?

—Sé de ella. Es la esposa de un buen amigo.

—Bien, no te encariñes demasiado. Intenta matarte, y falla, en tres ocasiones. La segunda vez con una bomba lapa en el coche, el lunes, la siguiente el viernes, a las once de la mañana… pero falla y tú, al final, escoges que ella muera. No debería contártelo, pero como ya hablamos, tienes un pez más gordo que pescar.

—¿Qué pez más gordo?

—Garbancito —dijo, con su voz seria de «padre que sabe lo que hay que hacer»—. No voy a mantener otra vez la misma conversación. Ahora tengo que volver al trabajo… Hay un CronoTifón en la Edad Media y si no lo resuelvo nos pasaremos un siglo recogiendo anacronismos por toda la línea temporal.

—Espera… ¿trabajas para la CronoGuardia?

—¡Ya te lo he contado! Intenta estar atenta… durante toda la semana, porque vas a necesitar todo tu ingenio. Bien, entra en casa y yo volveré a poner en marcha el mundo.

No estaba de humor para charlas, pero ya que le vería más tarde y entonces descubriría sobre qué acabábamos de hablar, no parecía tener demasiado sentido seguir charlando, así que le dije adiós y, mientras recorría el sendero del jardín, el tiempo regresó instantáneamente. La paloma siguió volando, el tráfico siguió moviéndose y todo siguió como siempre. El tiempo se había detenido tan absolutamente que todo lo que mi padre y yo habíamos dicho había ocupado cero tiempo. Eso sí, no tendría que estar vigilando continuamente porque sabía en qué momento Cindy intentaría librarse de mí. No me apetecía mucho que ella muriese por mi culpa, claro. Spike se cabrearía de veras.

Volví a la cocina, donde mamá seguía concentrada preparando bacón y huevos. Para ella y Friday habían pasado menos de veinte segundos.

—¿Qué era ese ruido en la puerta, Thursday?

—Probablemente el petardeo de un coche.

—Es curioso —dijo—. Hubiese jurado que era una bala impactando en la madera a gran velocidad. ¿Dos huevos o uno?

—Dos, por favor.

Abrí el periódico, que publicaba un reportaje de cinco páginas sobre las «galletas danesas» que, en realidad, habían llegado a Dinamarca con los reposteros vieneses emigrados en el siglo XVI. «¿En qué otras cosas —clamaba el artículo— nos han engañado los mentirosos daneses?» Cabeceé apenada y pasé la página.

Mamá dijo que podría ocuparse de Friday hasta la hora del té, promesa que logré arrancarle antes de que comprendiese bien lo que implicaba el cambio de pañal y viese lo atroces que eran sus modales durante el desayuno. Friday gritó:


Ut enim ad veniam!
—Lo que podía significar: «¡Mira hasta dónde puedo lanzar el desayuno!», mientras una cucharada de gachas cruzaba volando la cocina, para deleite de
DH82
, quien había aprendido con gran rapidez que permanecer cerca de niños pequeños durante las comidas resultaba más que productivo.

Hamlet bajó a desayunar, seguido, tras un intervalo prudente, por Emma. Se dieron los buenos días de una forma tan protocolaria que sólo su expresión seria me impidió estallar en carcajadas.

—¿Ha dormido bien, lady Hamilton? —preguntó Hamlet.

—Sí, gracias. Mi cuarto da al este y recibe la luz de la mañana, ¿sabe?

—¡Ah! —respondió Hamlet—. La mía no. Creo que en su momento fue el trastero. Tiene un bonito papel pintado rosa y una lámpara de
Piolín
en la mesilla de noche. No es que me haya fijado mucho, claro, porque estaba completamente dormido… solo.

—Claro.

—Deja que te muestre una cosa —dijo mamá después del desayuno. La seguí hasta el taller de Mycroft.
Alan
, que había mantenido encerrados a los dodos de mamá en el cobertizo del jardín toda la noche, en aquel momento amenazaba con picar a cualquiera que le mirase «así como de reojo».


¡Pickwick!
—dije firmemente—. ¿Vas a permitir que tu hijo haga de matón con los otros dodos?

Pickwick
apartó la vista y fingió tener picor en la pata. Lo cierto era que podía controlar a
Alan
tanto como yo. Apenas media hora antes había perseguido al cartero por todo el jardín emitiendo un furioso
plun-plun-plun
, cosa que incluso el cartero admitió que «me pasa por primera vez».

Mamá abrió la puerta lateral del enorme taller y entramos. Allí trabajaba tío Mycroft en sus inventos. Allí me había hecho demostraciones, entre otras maravillas, del papel carbón traductor, de un dispositivo de advertencia de sarcasmos, de la geometría nextiana y, lo más importante de todo, del Portal de Prosa: el método que usé por primera vez para entrar en la ficción. Mi madre siempre se ponía nerviosa en el laboratorio de Mycroft. Muchos años antes, mi tío había desarrollado el papel tetradimensional, con la idea de que se pudiese imprimir una y otra vez la misma hoja de papel, aislando las distintas impresiones en zonas temporales marginalmente diferentes que pudieran leerse usando gafas temporales. Llegando al nivel del nanosegundo, era posible almacenar un millón de páginas de texto o de imágenes en una única hoja por segundo. Genial… pero el papel tenía exactamente el mismo aspecto que una hoja normal tamaño A4, y que mi madre hubiese empleado el irremplazable prototipo para forrar el cubo de abono había dado pie a una larga y agria discusión familiar. No era de extrañar que anduviese con tanto cuidado cuando estaba cerca de sus inventos.

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