La vieja sirena se estremeció. Por entre los escasos cabellos del cráneo, brillábale la piel rojiza. Echó los rollizos brazos al cuello de Zorba.
—Si son gotas, querido —díjole con ronronear de gata frotándose contra él—, si son gotas tienes que encargar una damajuana. Y si son polvos...
—¡Un saco lleno! —terminó Zorba, haciendo saltar el tercer botón.
Los gatos del tejado, que habían permanecido un momento en silencio, volvieron a los gritos: una de las voces se lamentaba, suplicante; la otra se irritaba, amenazadora.
Nuestra buena señora bostezó, las miradas se le pusieron lánguidas.
—¿Oyes a esos cochinos gatos? No les da vergüenza... —murmuró mientras se sentaba en las rodillas de Zorba. Recostó la cabeza en el hombro de él y suspiró. Había bebido con exceso esa noche; los ojos se le empañaban.
—¿En qué piensas, mi gatita? —dijo Zorba, sosteniéndole los pechos con las manos.
—Veo a Alejandría... —murmuró lloriqueando la sirena que había surcado muchos mares, Alejandría... Beirut... Constantinopla... turcos, árabes, sorbetes, sandalias doradas, feces rojos...
Suspiró nuevamente.
—Cuando Alí Bey pasaba la noche conmigo... ¡qué bigote, qué cejas, qué brazos!, llamaba a los sonadores de tamboril y de flauta, les arrojaba dinero por la ventana, y mandaba que tocaran en el patio de mi casa hasta que amaneciera. Y las vecinas se morían de envidia: "¡Otra vez está Alí Bey con la señora!", decían rabiando.
»Más tarde, en Constantinopla, Suleimán bajá no permitía que saliera de paseo los viernes. Temía que el Sultán, al verme mientras se dirigía a la mezquita, deslumbrado por mi belleza, enviara a los suyos para que me raptaran. Por la mañana, al salir de mi casa, dejaba a tres negros de guardia en la puerta con orden de impedir que algún hombre se acercara a mí. ¡Ah, mi Suleimanito de mi alma!...
Extrajo del corpiño un gran pañuelo a cuadros y lo mordisqueó resoplando como una tortuga.
Zorba se libró de su peso colocándola en la silla cercana, y se levantó irritado. Recorrió la pieza dos o tres veces a zancadas, resoplando también; sin duda, el cuarto le pareció de pronto demasiado pequeño, pues cogió el bastón y saliendo al patio apoyó una escalera contra la pared. Vi que subía los peldaños de dos en dos, enfurecido.
—¿A quién quieres zurrar, Zorba? —le grité—. ¿A Suleimán bajá?
—¡Malditos gatos! —gritaba él—. ¡No me dejarán en paz!
Y de un salto se metió en el tejado.
Doña Hortensia, ebria, con los cabellos despeinados, había cerrado los ojos enrojecidos y de su desdentada boca surgían discretos ronquidos. El sueño habíala alzado en vilo para trasladarla a las grandes ciudades de Oriente, a los jardines cercados, a los harenes umbríos, a los brazos de bajaes enamorados. Permitíale atravesar muros; la halagaba con visiones deleitosas: veíase a sí misma pescando; acababa de arrojar cuatro sedales y había cogido con ellos cuatro acorazados.
Entre ronquidos y resoplidos, bañada y refrescada por el mar, la vieja sirena, sonreía, feliz, en el sueño.
Regresó Zorba, agitando el bastón.
—¿Duerme? —preguntó—. ¿Se ha dormido, la zorra?
—Sí —le contesté—, la ha raptado el Voronoff que rejuvenece a los ancianos, Zorba bajá, el único que puede hacerlo: el sueño. Ahora tiene de nuevo veinte años y se pasea por Alejandría y por Beirut...
—¡Que se vaya al diablo, vieja porquería! —gruñó Zorba y escupió en el suelo—. ¡Mírala cómo sonríe! ¿Para quién destinará esa sonrisa, la pelleja? ¡Vayámonos de aquí, patrón!
Se encasquetó el gorro, abrió la puerta.
—No se queda sola —gritó Zorba—, está con Suleimán bajá, ¿no lo ves, tú? ¡Mírala en sus glorias a la muy puerca! ¡Ea, larguémonos pronto!
Salimos al aire frío. La luna navegaba en el cielo sereno.
—¡Mujeres! —dijo Zorba con muestras de asco—. ¡Puah! Aunque no son ellas las culpables, sino nosotros, los sin seso, los desbaratados, los Suleimanes, los Zorba...
Y al cabo de un instante, agregó:
—Ni siquiera nosotros somos culpables; sólo hay uno que es el causante de todo, el "Gran Tronera" y "Sin Juicio", el Gran Suleimán bajá... ¿Sabes cuál es?
—Si existe —contesté—. ¿Pero si no existiera?
—¡Truenos! ¡Entonces estamos fritos!
Durante largo rato caminamos rápidamente, sin hablar. Zorba iba rumiando, sin duda, cavilaciones crueles, pues de cuando en cuando golpeaba los guijarros con el bastón y escupía enojado.
De pronto se volvió hacia mí, diciendo:
—¡Que Dios guarde los huesos de mi abuelo! Él conocía a las mujeres, él también las quería mucho, el desdichado, y había tenido que pasarlas, por causa de ellas, muy amargas. "Por lo bien que te quiero, Alexis, hijo mío —me decía—, ¡cuídate de las mujeres! Cuando Dios le hubo extraído a Adán la costilla con que pensaba dar forma a la mujer, ¡maldita sea la hora aquella!, llegó el diablo en figura de serpiente y se la arrebató de las manos... Lo corre Dios, lo alcanza, lo agarra; pero se le escapa, dejándole sólo los cuernos por donde lo tenía sujeto. La buena mujer casera hila hasta con la cuchara, se dijo Dios. ¡Pues bien! A falta de costilla, haré la mujer con los cuernos del diablo. Y eso hizo, y el diablo desde entonces nos domina, Alexis, niño mío. En cualquier parte de la mujer que toques, allí hallarás los cuernos del diablo. ¡Cuídate, muchacho! Mira que ella también robó las manzanas del Paraíso, se las metió en el corpiño y ahora va y viene muy oronda sacando pecho. ¡La peste sea con ella! Si comieres de esas manzanas, desdichado, estás perdido; si no comes ¡perdido lo mismo! ¿Qué consejo puedo yo darte? ¡Haz lo que te venga en ganas!" Eso me decía mi difunto abuelo. Pero, ¿cómo había yo de asentar el seso? ¡Seguí la misma senda que él siguió: derechito hacia el diablo!
Cruzábamos de prisa la aldea. El claro de luna se mostraba inquieto, inquietante. Imaginad que después de haberos embriagado salís a tomar aire afuera y os halláis con que el mundo repentinamente ha cambiado. Los caminos se convirtieron en ríos de leche, las hondonadas, las huellas de los carros, rebosan cal, las montañas están cubiertas de nieve totalmente. Tenéis las manos, el rostro, el cuello, fosforescentes como el abdomen de la luciérnaga. Y cual exótica medalla, pende la luna de vuestro pecho.
Caminábamos con paso vivo, callados. Achispados por el claro de luna tanto como por el vino bebido, nos parecía que no tocaban el suelo nuestros pies. Allá, detrás, en la aldea dormida, los perros subidos a los tejados ladraban quejosamente, puesta la mirada en la luna. Ganas os daban, sin motivo, de tender el cuello como los canes y ladrar como ellos a la luna...
Pasábamos ahora por frente al huerto de la viuda. Zorba se detuvo. El vino, la abundante cena, la luna, le habían quitado el poco juicio que le quedaba. Tendió el cuello y con voz gruesa de asno en celo se dio a rebuznar un dístico indecente, que acababa de improvisar al soplo de la exaltación que lo dominaba:
¡Como me gusta tu cuerpo, hermoso, vibrante y fuerte,
que acoge viva a la anguila, y al punto la vuelve inerte!
—¡Otro cuerno del diablo, ésta! —dijo—. ¡Larguémonos, patrón!
Era ya cerca del amanecer cuando llegamos a nuestra cabaña. Me tendí en la cama, agotado. Zorba se lavó, encendió la cocinilla, preparó café. Acurrucóse después ante la puerta, dio lumbre a un cigarrillo y se quedó fumando apaciblemente, muy derecho el cuerpo, inmóvil, contemplando el mar. El semblante aparecía grave y concentrado. Se asemejaba a una figura japonesa que me agradaba mucho: en ella, un asceta sentado con las piernas cruzadas, envuelto en amplia bata de color naranja, tiene el rostro brillante como madera dura finamente tallada, ennegrecida por las lluvias; y con el cuello tenso, sonriente, sin miedo, pierde ante sí la mirada en la oscuridad de la noche...
Mirábalo a Zorba al fulgor de la luna y me maravillaba la fe en sí mismo, la sencillez con que se acomodaba al mundo viviente; cómo su alma y su cuerpo formaban un todo armonioso; y cómo toda cosa, mujeres, pan, agua, carne, sueño, se confundían alegremente con su carne y se convertían en Zorba. Nunca jamás había presenciado tan amistoso entendimiento entre un hombre y el universo.
La luna se inclinaba ahora hacia el poniente, redonda, verde pálida. Una inefable dulzura se extendía sobre el mar.
Zorba arrojó el cigarrillo, estiró los brazos, rebuscó entre las cosas contenidas en un cestillo, sacó hilos, bobinas, trocitos de madera; encendió la lamparilla de alcohol y se entretuvo una vez más con los ensayos del proyectado cable aéreo. Inclinado sobre el juguete rudimentario, se abismaba en cálculos muy difíciles sin duda, pues a cada rato se rascaba con furia la cabeza y echaba una imprecación. De pronto, se hartó. De un puntapié derribó la construcción y el teleférico quedó hecho un montoncillo informe en el suelo.
M
E
venció el sueño. Cuando desperté, Zorba ya se había marchado. Hacía frío; no tenía el menor deseo de levantarme. Alargué el brazo hacia una repisa que había a la cabecera y saqué de ella un libro de mi preferencia y que siempre llevaba en mis viajes, los versos de Mallarmé. Leí lentamente, al azar; cerré el libro, volví a abrirlo; lo dejé al fin. Todo cuanto leía aparecíaseme, por vez primera en aquella mañana, exangüe, desprovisto de olor, de sabor y de sustancia humana. Palabras, de tono azul descolorido, vacías, suspensas en el aire. Agua destilada, perfectamente pura, sin microbios, pero también carente de sustancias nutritivas. Sin vida.
Así como ocurre que en las religiones cuyo impulso creador ha muerto, los dioses no son sino motivos poéticos y adornos propios para alegrar la soledad de hombres y de paredes, así ocurre con esta poesía. La vehemente aspiración de un corazón cargado de humus y de simientes se transforma en un juego intelectual impecable, en una arquitectura aérea sabia y complicada.
Abrí de nuevo el libro y leí en él. ¿Por qué durante tantos años estos poemas me conmovieron? ¿Poesía pura? La vida cambiada en juego lúcido, transparente, sin el peso siquiera de una gota de sangre. El elemento humano es de por sí grávido de deseo, de turbaciones, de impurezas —amor, carne, grito— ¡que se sublime, pues, en idea abstracta, y dentro del horno del espíritu, pasando de alquimia en alquimia, que llegue a inmaterializarse y a depurarse!
Ahora bien; todo esto que otrora me tenía fascinado, se me presentó en aquella mañana como puras acrobacias charlatanescas. Siempre es así: al declinar de las civilizaciones, acaba también en juegos de prestidigitadores, muy hábiles —poesía pura, música pura, pensamiento puro—, la angustia del hombre. El último de los hombres vivientes en la tierra, liberado de toda creencia y de toda ilusión, que ya no espera nada ni teme nada, ve cómo la arcilla de que está hecho se reduce a espíritu, y cómo el espíritu no encuentra nada en que echar raíces para sorber y alimentarse. El último de los hombres vivientes de la tierra se ha vaciado: ya no hay en él simiente, ni excrementos, ni sangre. Todas las cosas se han convertido en palabras, todas las palabras en transposiciones musicales juglarescas. El último de los hombres llega más lejos aún: se sienta en una punta de su soledad y descompone la música en mudas ecuaciones matemáticas.
Me sobresalté. ¡Buda es el último de los hombres! pensé. En eso está su sentido secreto y terrible. Buda es el alma "pura" que se ha vaciado; en él no hay nada, él es la Nada. ¡Vaciad vuestras entrañas, vaciad vuestro corazón, vaciad vuestro espíritu! exclama. Donde se posa su pie no surge ya agua, no crece una hierba, no nace un niño.
¡Es preciso, pensé, movilizar a las palabras hechiceras, apelar a la cadencia mágica, para sitiarlo, echarle un sortilegio y hacer que salga fuera de mis entrañas! ¡Es preciso que arroje la red de las imágenes, de las metáforas, para asirlo y librarme de él!
Escribir mi
Buda
dejaba de ser, en fin, un juego literario. Era una lucha a muerte entablada contra una gran fuerza de destrucción emboscada en mí, un duelo con el gran
No
que me carcomía el corazón, y de los resultados de tal duelo dependía la salvación de mi alma.
Contento, decidido, tomé el manuscrito. ¡Había hallado el blanco; ahora sabía hacia dónde tirar! Buda es el último de los hombres. Nosotros sólo estamos al comienzo, no hemos comido, ni bebido, ni amado bastante, no hemos vivido todavía. Nos ha llegado demasiado pronto ese delicado anciano sin aliento. ¡Que se marche cuanto antes!
Me puse a la tarea alegremente. No diré ya que escribía. Aquello no era escribir: era entrar en guerra, en cacería despiadada, era sentar un sitio y operar un hechizo para que saliera el monstruo de su cueva. ¡Qué mágico poder, en verdad, es el del arte! Cuando oscuras potencias homicidas se agazapan en nuestras entrañas, como funestas incitaciones a matar, a destruir, a odiar, a deshonrar, llega el arte y con su suave caramillo las espanta y nos libera.
Escribí, perseguí y luché todo el día. Al llegar la noche, me sentía agotado. Pero me reconfortaba la convicción de que había progresado, que había conquistado algunos puestos avanzados del enemigo. Me corría prisa, ahora, por que viniera Zorba para comer, dormir, recobrar fuerzas y reanudar el combate en cuanto amaneciera.
Era ya noche cuando regresó Zorba. Traía iluminado el semblante.
"¡Él ha encontrado también, ha encontrado!", me dije y esperé.
Unos días antes, porque empezaba a cansarme la empresa, le había dicho con enojo:
—El capital se acaba, Zorba. ¡Lo que has de hacer, hazlo pronto! Pongamos en marcha el teleférico: si el carbón ya no rinde, nos recobraremos con la leña. Si no, estamos perdidos.
Zorba se rascó la cabezota.
—¿Se terminan los fondos, patrón? ¡Eso es malo!
—Se acaban; lo hemos comido todo, Zorba. ¡Veamos si eres capaz de zafarte del peligro! ¿Cómo andan las pruebas del cable? ¿No hay nada positivo, todavía?
Zorba bajó la cabeza sin dar respuesta. Se había sentido avergonzado esa noche. "¡Condenado teleférico —gruñó—, te he de vencer!" Y ahora volvía con el semblante iluminado.
—¡Di con el quid, patrón! —exclamó desde lejos—. Encontré la inclinación apropiada. Se me iba de las manos, no quería entregarse, la pícara ¡pero la encontré!
—Entonces ¡apúrate a poner en marcha el aparato! ¡Carbón a la máquina, Zorba! ¿Qué necesitas?
—Mañana temprano tendré que irme a la ciudad a comprar el material: un buen cable, poleas, cojinetes, clavos, ganchos... ¡No te aflijas, que estaré de vuelta antes que hayas notado que me he ido!