Fui en busca de Sócrates y aunque sólo escuché, sin hablar, poco después pude dominar aquellos pensamientos y alejarlos de mi mente, pues comprendí que si dejaba que se apoderasen de mí, Lisias y yo habríamos cambiado el bien no para mejor, sino para peor.
XIII
Cuando entré en el patio, montado, mi madre quedó mirándome en silencio. Yo era demasiado joven e irreflexivo para pensar en lo que ella pudiera sentir al encontrarse súbitamente con un hombre con la armadura de su padre cabalgando el caballo de su marido. Salté a tierra y la abracé, riendo, y preguntándole si me había tomado por un extraño.
—Te confundí con un soldado —dijo—, y ahora, al mirarte, veo que es verdad.
Sus palabras me llenaron de satisfacción, pues no me hubiera gustado que creyera que la armadura de su padre se encontraba en malas manos. Ya no tenía yo que volver a pensar en que Pistias me hiciera una.
Cuando fui a las caballerizas, observé que Korax, el segundo caballo de mi padre, había sido desgraciadamente descuidado, y tenía una llaga en una pata. Empecé a llamar, indignado, al criado, pensando darle los azotes que mi padre le hubiese infligido (pues el caballo, que era ya viejo, me parecía estar acabado), cuando mi madre me dijo que había huido. La huida de esclavos en el campo era historia vieja ya, pero ignoraba que también hubiera sucedido en la Ciudad. Me contó que miles de esclavos habían desaparecido, y que las artes y oficios en la Ciudad sufrían mucho por ello. Los espartanos siempre permiten el paso de un esclavo a través de sus líneas, para así animar a los demás a que también huyan, sabiendo el perjuicio que ello nos causa. Era la guerra, y nosotros hacíamos lo mismo con sus ilotas, siempre que nos era posible.
Entretanto, gracias a ellos, nuestras fortunas estaban medio arruinadas. Teníamos una pequeña finca en Eubea, buena tierra de maíz que produciría algo aún, y una pequeña propiedad de renta en la Ciudad. Tendríamos que vender al viejo Korax, cuando su pata sanara. Mi tío Estrimón vino para prevenirme contra toda extravagancia. Tenía la cara tan larga como sus cuentas. Se asustó terriblemente cuando media docena de sus esclavos huyeron, y no conoció la paz hasta haber vendido a todos los demás.
—No puede pasar mucho tiempo sin que el rey Agis regrese a su patria —dije a Lisias—. Lleva ya en la frontera más tiempo del acostumbrado.
Lisias meneó la cabeza.
—Nuestros exploradores han vuelto a ir hasta Dekeleia, y en estos momentos, cuando tú supones que no tardará en abandonar nuestra tierra, está reforzando los muros y construyendo trincheras.
Al principio me costó comprenderle.
—¿Qué? ¿Cómo podremos sembrar o recoger las cosechas?
—¿Por qué sembrar lo que los espartanos cogerían? Debemos convertir nuestros arados en espadas.
—Pero ¿por qué, Lisias? Los espartanos jamás cambian sus costumbres. Jamás lo hicieron antes.
—¿Crees que fue algún espartano quien pensó en eso? Ha sido un ateniense. Nadie podrá jamás decir que Alcibíades no gana lo que come.
Fui lento en comprender lo que se ocultaba tras esas palabras; luego dije:
—Pero, ¿cómo podrá Demóstenes trasladarse a Sicilia, si tiene que permanecer aquí, conteniendo a los espartanos?
Lisias rió. Paseábamos por la ciudad; él llevaba un manto limpio y calzaba sandalias, pero por un momento me pareció que volvíamos a estar en los campos.
—¿Cómo, preguntas? ¿En qué forma te parece? Irá, querido, dejando que seamos nosotros quienes los contengamos.
Jamás hubiera creído posible que Demóstenes embarcara mientras los espartanos estuvieran en el Ática. Y quizá tampoco él lo había imaginado. Habíamos empezado la guerra de Sicilia como el hombre próspero que construye una casa que está más allá de sus posibilidades. Si todo marcha bien, su crédito mejorará. Nosotros nos habíamos acostumbrado a la victoria; la gloria, tanto como los barcos y la plata, constituía nuestro capital, y habíamos ya echado mano a gran parte de las tres cosas.
Pasamos un par de semanas en el fuerte de Municia en El Pireo, como guarnición. Para la mayor parte de los jóvenes, que van allí en tiempos de paz después de enrolarse como efebos, constituye su primer contacto con la vida militar; para nosotros era un campamento de descanso. Sin embargo, tiene sabor propio, al recorrer las gradas y el viejo arsenal, viendo en las murallas lo escrito por nuestros padres, cuando también ellos eran efebos. Nos concedían frecuentes licencias, pero las habíamos ganado bien.
Cierto día, cuando estábamos en la palestra de los argivos, contemplando los ejercicios de los muchachos, Lisias señaló a uno de ellos.
—Ese muchacho será notable —dijo—. Me he fijado en él en varias ocasiones.
—¿Eso crees? —repuse—. Me parece que está demasiado grueso.
—No como corredor —observó Lisias, riendo—, sino como luchador.
Observé al muchacho, que se disponía a contender con alguien mucho mayor que él. Parecía contar unos quince años, pero era fuerte para su edad. Al hacer presa en el muslo de su rival, resbaló y fue casi derribado, pero, a pesar de esto, resultó vencedor.
—Ha cometido esa misma falta en otras ocasiones —dijo Lisias— y no comprendo cómo su preparador no la ha observado. A su edad no puede luchar con hombres, por lo que no tiene nunca un contendiente adecuado. Hazme un favor, Alexias. Ve a verle y dile de mi parte, con mis saludos, la falta que ha cometido y cómo debe remediarla. Si le hablo yo mismo, su tutor se desmayará de miedo.
Bromeamos unos momentos acerca de esto, riendo. Luego Lisias me enseñó lo que debía decir.
Seguí al muchacho al vestidor, y le encontré frotándose el cuerpo. Su robusta constitución no contribuía ciertamente a hacerle bello; si seguía luchando, cuando llegara a la edad viril su cuerpo estaría por completo desproporcionado. Tenía gruesas cejas, colgantes, que hacían aparecer muy hundidos sus ojos, pero cuando me miró observé que eran brillantes y de mirada audaz. Le saludé, transmitiéndole después el consejo de Lisias. Me escuchó con gran atención, diciendo luego:
—Transmítele mi gratitud a Lisias, y dile que me siento muy honrado de que se haya tomado esta molestia. Asegúrale que no olvidaré su consejo.
Su voz era más bien ligera, dada su constitución, pero agradable y bien modulada.
—Y gracias también a ti, Alexias —prosiguió—, por traerme su mensaje. Empezaba ya a preguntarme cómo te habría ido en la guerra, pues hacía mucho tiempo ya que no teníamos el placer de verte.
Aunque modestamente, habló en un tono cortés como no hubiera esperado en un muchacho tan joven. Pero me llamó mucho más la atención que, al hablar, me mirara a la cara, admirándola, no con impertinencia, sino con el comedimiento de un hombre de treinta años.
Fue el primer cumplido que había recibido de un muchacho dos años menor que yo; sin embargo, no podía sentirme ofendido, ni mucho menos tomarlo a risa, pues aquel muchacho era claramente persona seria. Entonces observé que tenía las orejas perforadas, suponiendo por ello que pertenecía a una de las viejas familias nobles, algunas de las cuales llevaban todavía entonces los antiguos adornos procedentes de la Guerra de Troya. Sin duda se había quitado los aros, porque debían molestarle para luchar. Le pregunté su nombre.
—Aristocles —contestó—, hijo de Aristón.
Relaté todo lo sucedido a Lisias, que se sintió muy divertido, y dijo que creía poder dejarme frecuentar los escolares, sin temer que un rival le desplazara. Pero cuando le dije el nombre del padre del muchacho, frunció el ceño.
—En cuanto a cuna casi no puede pedirse más. Su padre desciende del rey Kodros, y su madre, de Solón. En verdad que si el Ática fuera un reino aún, creo que su hermano mayor podría ser el heredero. Pero su familia piensa demasiado en el pasado, para el bien de la Ciudad; en realidad, constituyen un grupo de oligarcas, y este muchacho debe de ser sobrino de nuestro habilidoso Critias, que temo le esté ya instruyendo en el arte de discursear y en la Política. Es mejor que luche.
No hablamos más, pues Critias se nos había hecho muy antipático. Últimamente un joven llamado Eutimeno frecuentaba la compañía de Sócrates. No contaba sino unos dieciséis años, pero era ambicioso y dado a las absurdidades propias de esa edad; estaba lleno de las cosas que haría, aunque no tenía la menor idea de cómo empezar. Dudo que yo hubiera podido ser paciente con él, pero Sócrates había adivinado que bajo todas aquellas tonterías el muchacho estaba verdaderamente enamorado de la excelencia; por ello se tomó muchas molestias en su beneficio, librándole de su pomposidad y poniendo algo sólido en el lugar que ocupaban sus alegres nociones. Cuando le conocí estaba ya empezando a demostrar alguna calidad; pero eso no preocupaba a Critias.
Puesto que cada vez daba menos valor a la excelencia, empezó a perder su habilidad para asumirla. Esa vez no dedicó tiempo alguno para por lo menos fingir unos sentimientos honorables, antes de hacer su demanda. Su rudeza chocó al muchacho en su timidez. Después de ese mal principio, Critias recurría entonces, alternativamente, a los halagos, a molesta importunidad, y, lo que era mucho más peligroso para un joven de esa clase, a las promesas de distinguidas presentaciones. Me enteré de todo ello por Fedón, que odiaba profundamente a Critias, por razones que siempre me había parecido preferible no inquirir.
Fedón no dejó que Critias le alejara de Sócrates, a quien siguió frecuentando, pero parecía como si su cara fuera algo que se había puesto. Dioniso lleva una agradable máscara parecida a ésa en la tragedia en que manda a nuestro rey Penteo para que lo destrocen las ménades.
—Debiéramos decírselo a Sócrates —observé—. No comprendo cómo nadie lo ha hecho. Le causará dolor que alguien que tanto tiempo haya frecuentado su compañía sea así. Pero ese dolor es preferible al engaño.
—Sí —asintió Fedón—. También yo lo creía así.
—¿Se lo dijiste? ¿Qué contestó?
—Dijo que ya había hablado a Critias. Al parecer, le preguntó por qué se presentaba como mendigo ante alguien a cuyos ojos deseaba parecer precioso; como alguien que mendigaba no algo noble, sino bajo.
Me desconcertó que después de eso Critias osara mirar a Eutidemo en presencia de Sócrates. En realidad, casi nunca lo hacía.
Pero habiendo yo mismo sufrido, no me costó mucho observar lo que sucedía. El padre del muchacho confiaba en Sócrates, y le mandaba su hijo sin que le acompañara tutor alguno; y al muchacho le avergonzaba hablar, como me había sucedido a mí.
Poco tiempo después los azares de la guerra dejaron en libertad a varias personas de nuestro círculo. Jenofonte acababa de regresar con su escuadrón; por su aspecto parecía que hubiera estado varios años en campaña. Algunos de sus hombres fueron tomados prisioneros poco tiempo antes, siendo muerto el segundo. Jenofonte ocupó su lugar, en el que se distinguió tanto, que el hiparca le confirmó en su grado. Debió haber sido el segundo más joven de la Guardia. Fedón estaba allí. Agatón (que había combatido en algún lugar con los hoplitas y llegó bañado en perfume para, como él decía, quitarse el olor del campo) había venido con Pausanias, Lisias conmigo y Critias siguió a Eutidemo. En el momento a que me refiero, Sócrates hablaba con Jenofonte acerca de su ascenso, cuando Eutidemo, a quien Critias se había acercado, se hizo a un lado. Sócrates interrumpió lo que estaba diciendo, en la mitad de una palabra.
Se produjo una pausa extraordinaria, de excitación por parte de quienes conocíamos la causa, y de sorpresa en los demás. Vi cómo la máscara de Fedón se disolvía, apareciendo su verdadero rostro, con los labios entreabiertos. Eutidemo, pobre muchacho, que supo había estado temiendo algo por el estilo durante mucho tiempo, parecía como si fuera a morir de vergüenza. Pero todos teníamos algo más que observar. Habíase formado un claro en el grupo, a través del cual Sócrates y Critias se miraban fijamente.
A menudo había visto yo a Sócrates pretendidamente irritado, momentos en que su aspecto era mitad cómico mitad aterrorizador.
Jamás le había visto verdaderamente enfurecido, y puedo aseguraros que no había nada risible en él. Sin embargo, a pesar de que la fuerza de su mente parecía surgir de su cuerpo, había asimismo en él algo del viejo albañil, jurando en la obra. Si hubiera arrojado un mazo a la cabeza de Critias, yo había tardado mucho en asombrarme. Pero dijo:
—¿Tienes fiebre porcina, Critias, que te frotas en Eutidemo como un cerdo contra una piedra?