Con rápidos movimientos me cortó las ligaduras con la espada: el arma estaba afilada y él era joven.
—¿Eres tú ese Alexias a quien coronaron en la carrera?
—Sí, soy el corredor.
—Todos los atenienses son jactanciosos —dijo—. Prueba que eres ese corredor.
Cuando llegué al campamento, faltaba una hora para la amanecida.
El centinela, a quien di el santo y seña, casi no quería hablarme.
Me dijo que Lisias había estado despierto toda la noche. Le encontré echado en su lugar, junto a los pabellones de armas, con la armadura al lado, envuelto en su capa. No abrió los ojos al acercarme yo.
Sabía que no estaba dormido, sino irritado. Pensé en él durante mi regreso, y me dije: «Si hablo, nos disgustaremos. Estaré junto a él ahora, y dejaré que se irrite por la mañana». Me envolví en la capa, echándome después a su lado. No podía dormir, a pesar del cansancio que sentía, e ignoraba si él dormía o no. Debí de quedarme dormido finalmente, pues cuando volví a abrir los ojos nacía ya el día y Lisias estaba inclinado sobre mí.
—¿Estás muy herido? —preguntó en voz baja, pues los demás dormían aun.
—¿Herido? —repuse—. No.
—Tienes muchas contusiones y estás cubierto de sangre.
Había olvidado la rudeza con que me trataron los tebanos. Nos pusimos en pie, y fuimos hasta el arroyo, para lavarnos. El valle estaba cubierto por una neblina gris, que flotaba sobre el agua. Me dolía el cuerpo y tenía frío. Era la hora en que la vida aminora su ritmo y los enfermos mueren. La cara de Lisias reflejaba cansancio y tristeza; y entonces supe que había deseado dejar solo al batallón y salir en mi busca.
—Tienes sangre en el cabello, también —dijo.
Buscó la herida y la lavó, mientras yo pensaba: «El amor que se siente en un momento como éste debe ciertamente ser amor del alma».
—Si el hombre te hubiese dado muerte, al encontrarte con su esposa, la ley habría estado de su parte —observó—. ¿Tienes frío?
—El agua estaba fría.
Me cubrió los hombros con la capa.
—¿Por eso hicimos la ofrenda al dios? —preguntó.
—Sí, Lisias.
Permanecimos en pie junto al arroyo, pues hacía demasiado frío y la tierra estaba muy húmeda para sentamos, y se lo conté. Despertaron los primeros pájaros y las laderas de las montañas frente a nosotros eran grises entre la niebla; el oscuro espino lloraba las lágrimas del rocío. Finalmente brilló rojo el sol sobre el pico y oímos a los demás, que despertaban entonces. Regresamos para frotar las patas de nuestros caballos y preparamos para el día.
XVI
Durante la primavera, el rey Agis volvió a Dekeleia y avanzó nuevamente hacia el Ática. Casi todas las granjas que quedaron indemnes antes fueron incendiadas esa vez, incluyendo la de Demócrates. Lisias recibió la noticia mientras estábamos en la Ciudad y vino a contármela.
—Más que quejarnos —dijo— debiéramos dar gracias a los dioses por haber salvado lo que salvamos. Mi padre puede agradecérmelo en parte. Nos lo llevamos todo de allí, hace un mes. Nos queda la granja de caballos en Eubea, que nos producirá algo, mientras podamos embarcar los caballos. No pasaremos hambre; pero es muy duro para un hombre de su edad semejante cambio de fortuna, y vuelve a estar enfermo. Ven a casa, conmigo; quiero mostrarte algo.
Fui. Lisias abrió uno de los establos. La puerta crujió. En el interior había un carro, cubierto de polvorientas telarañas. Era una magnífica pieza, al estilo antiguo, con figuras de Homero y tallas doradas. Una ajada guirnalda descansaba sobre él. Lisias la sacó de un tirón.
—Debe de ser de los Juegos Pitios —dijo—. Hace más de diez años que no criamos el caballo para que lo arrastre en las carreras. En mi adolescencia, nuestro auriga solía llevarme con él en los entrenamientos y algunas veces me permitía poner las manos en las guías, haciéndome creer que conducía yo. Tenía grandes deseos de ganar algún día una carrera, como lo había hecho mi abuelo Lisias. No quiero que mi padre lo vea antes de que sea limpiado. Mañana lo venderemos.
Poco tiempo después recibí, finalmente, la noticia de la muerte de mi padre.
Sócrates me preparó para lo que iba a oír, y me llevó a casa de Eurípides, que tenía una en la Ciudad, como todo el mundo, no lejos de la nuestra, a pesar de que en todas partes se cuenta la estúpida historia de que vivía en una cueva. Supongo que se ha originado en el hecho de que tenía una pequeña choza de piedra junto a la playa, adonde iba para trabajar y estar a solas. En cuanto a que fuera misántropo, creo que se dolía por los hombres, tanto como Timón los odiaba, y que algunas veces debía huir de ellos para escribir.
Me saludó amablemente, pero con pocas palabras, mirándome, apenado como si yo le reprochara que no me dijera nada más.
Luego me llevó a un hombre a quien, de no haber sido prevenido, hubiera confundido con un mendigo al cual Eurípides hubiese lavado y vestido. Los huesos del hombre parecían querer perforarle la piel; las uñas de las manos y de los pies estaban rotas y sucias; sus ojos aparecían profundamente hundidos en las cuencas, y todo él estaba cubierto de llagas y postillas. Había sido marcado en el centro de la frente con el hierro del esclavo, en forma de caballo. La quemadura no había cicatrizado aún. Pero Eurípides me presentó a él, y no él a mí. Era Lisicles, que había mandado el escuadrón de mi padre.
Empezó a hacerme su relato con bastante claridad; luego perdió el hilo, y habló de otras cosas, hasta que Eurípides le recordó quién era yo y quién mi padre. Unos momentos después olvidó mi presencia allí y quedó sentado, mirando al frente. Por tanto, no contaré la historia como lo hizo él entonces.
Según me dijo, mi padre estaba trabajando en las canteras en el momento de su muerte. Allí habían llevado los siracusanos a los prisioneros públicos después de la batalla, y en aquel lugar encontraron muchos de ellos la muerte. Las canteras de Siracusa son profundas y vivían en ellas sin protección alguna contra el ardiente sol ni las heladas de las noches otoñales. Quienes podían trabajar labraban la piedra. Todos estaban cubiertos de polvillo, que tan sólo la lluvia que ocasionalmente caía sobre ellos les quitaba. El polvo llenaba el cabello de todos, las heridas de los agonizantes y la boca de los muertos, que los siracusanos dejaban pudrir donde yacían. No había lugar alguno en la piedra para cavar sepulturas, en el supuesto de que alguien hubiera tenido fuerzas suficientes para hacerlo; pero como un muerto ocupa mayor espacio que un vivo, los apilaron, pues los vivos casi no contaban con sitio suficiente para echarse a dormir, y en aquel lugar vivían y lo hacían todo. Después de algún tiempo no fue mucho el trabajo que se les exigió, pues ningún capataz podía resistir el hedor. Les daban un cuartillo de comida al día, y medio cuartillo de agua, nada de lo cual era distribuido por los guardianes, sino dejado junto a la cantera, para que ellos mismos se lo disputaran. Al principio, las gentes de Siracusa solían ir a contemplar el espectáculo de la cantera, pero no tardaron en cansarse de él y de los hedores, excepto los muchachos que seguían yendo para tirar piedras a los prisioneros. Si desde abajo se distinguía algún ciudadano, aquellos que no estaban aún resignados a morir le suplicaban los comprara como esclavos, y los sacara de allí. Nada peor podían temer que lo que estaban sufriendo.
Unos dos meses después los siracusanos sacaron a los hombres pertenecientes a las tropas aliadas de entre los prisioneros y los marcaron en la frente, vendiéndolos luego como esclavos. Conservaron a los atenienses en la cantera, pero entonces se llevaron a los muertos, entre los cuales se encontraba mi padre. Su cadáver llevaba varias semanas allí, pero Lisicles le había reconocido cuando estaba aún fresco.
Al llegar a este punto, Lisicles frunció el ceño, como tratando de recordar algo que hubiera omitido. Cuando arrugó la frente, las patas del caballo, marcado a fuego, parecieron moverse. Entonces recordó y me ofreció sus condolencias por la pérdida de mi padre, como el hombre bien educado hace con el hijo de un amigo. Se hubiera dicho que era yo quien le había transmitido aquellas noticias. Le di las gracias, y quedamos sentados, mirándonos mutuamente. Le había hecho revivir la memoria para él, y él la hizo revivir para mí. Y así ambos miramos fijamente, con un ojo interior, buscando de nuevo la ceguera.
No me contó su propia historia, de la cual me enteré más tarde. Se había hecho pasar por argivo, pues conocía algo su lengua dórica, y tras ser marcado como ellos, fue vendido. Por poco dinero le compró un amo cruel, pero él, que prefería pasar hambre en los bosques, logró huir. Cuando se sintió demasiado débil para seguir adelante, le encontró un siracusano que se dirigía a su granja, a caballo. A pesar de que el hombre sospechó que fuera ateniense, le dio comida y bebida y un lugar para dormir; luego, cuando se hubo recobrado algo, le preguntó si últimamente se había representado en Atenas alguna nueva tragedia de Eurípides, pues de todos los poetas modernos éste es el que los sicilianos más valoran. Como viven en un lugar tan apartado, son siempre los últimos en enterarse de todo lo nuevo.
Lisicles le dijo que el año antes de que embarcaran, Eurípides había sido coronado por una nueva tragedia sobre el saqueo de Troya y el destino de las mujeres cautivas. Entonces el siracusano le preguntó si podría repetir algunos de sus versos.
Es la tragedia que Eurípides escribió inmediatamente después de la caída de Milo. Yo no asistí a la representación, pues mi padre, que tenía sus obras anteriores por heterodoxas, no me llevó. Fedón me dijo en cierta ocasión que él la conocía, y que desde el momento en que fue herido en la batalla, a pesar de lo que vio en la isla y mientras fue esclavo en casa de Gurgos, aquélla fue la única vez que había llorado. Nadie se había dado cuenta de ello, pues los atenienses que le rodeaban lloraban asimismo. Lisicles había asistido a la representación de la tragedia, habiéndola leído también; por ello, enseñó al siracusano aquellas partes que recordaba, y el hombre, como recompensa, le dio una bolsa con comida y ropa, permitiéndole proseguir su camino. No fue éste caso único en su clase. Eurípides recibió la visita de varios atenienses que le comunicaron que una de sus estrofas les había ganado una comida o un trago de agua. Otros, que habían sido vendidos como esclavos domésticos, fueron ascendidos a tutores, si conocían las tragedias, y finalmente pudieron regresar a la Ciudad.
Pero para mi padre, a quien le había gustado reír con Aristófanes, no hubo regreso. Ni siquiera supe si se había derramado un puñado de tierra sobre su cuerpo, para que su espectro descansara en paz. Mi tío Estrimón y yo hicimos el sacrificio por los muertos en el ara familiar. Me corté el cabello por él. Poco tiempo después, cuando fuera hombre, se lo hubiera ofrecido a Apolo, el dios a quien mi padre más honraba. Al dejar la ofrenda en el altar, con los negros mechones de mi cabello sujetos a ella, recordé cómo había brillado al sol el cabello de mi padre, igual que si fuera oro fino, pues aunque había ya cumplido los cuarenta años cuando embarcó para Sicilia, su color no había empezado aún a desvanecerse, y su cuerpo era tan firme como el de un atleta de treinta años.
Le dije a mi tío Estrímón que mi padre había muerto a causa de una herida, el primer día de su cautiverio, pues no podía confiar en su silencio, siendo ésa, por otra parte, la historia que conté a mi madre.
Pronto volví a estar en campaña, y aquella actividad era consuelo tan bueno como cualquier otro, pues aunque tal vez tenga poco sentido, al arriesgar la vida parece hacerse una ofrenda y que los dioses que afligen a los hombres con el remordimiento se apaciguan.
Con la llegada de la primavera los astilleros trabajaban todo el día. En las gradas se veían varias quillas; acá y acullá se observaban cascos terminados, a cuyo alrededor brillaban antorchas por la noche, para alumbrar a los obreros. Era un espectáculo magnífico, que llenaba el corazón de alegría. Sólo una noticia temíamos entonces, cuando arribaba un barco: que los aliados de la isla se hubieran rebelado.
Mientras tanto, yo esperaba comparecer ante los gimnasiarcas, cuando eligieran a los participantes en los Juegos Ístmicos. De haber podido presentarme como muchacho, habría estado bastante seguro de mi elección; pero cuando el momento llegara yo habría cumplido ya los dieciocho años, por lo que debería hacerlo como efebo. Sin embargo, en las carreras de prueba los dioses me dieron en velocidad lo que me faltaba en arte, y me encontré entre los elegidos.