—No, Alexias —dijo entonces, hablando seriamente—, éste es un asunto del que debe encargarse un amigo tuyo. ¿Has pensado en alguien a quien pedírselo?
Me miró fijamente a la cara.
—Pues… pensé en Jenofonte —repuse, levantando el rostro hacia él—. Generalmente tiene planes para todo, pero nunca me los cuenta en su totalidad.
—¿Jenofonte? —repitió, frunciendo profundamente el ceño—. ¿De quién es hijo?
Se lo dije.
—Ya veo —murmuró, perdiendo su severidad, hasta el punto de que creí que se disponía a reír—. No creo que tengamos que molestar a Jenofonte para esto. Polimedes es hombre en años, al menos. Si quieres, yo mismo me encargaré de ello. Y también de cualquier otra cosa por el estilo que pueda presentarse, si te parece. Ahora, o en cualquier momento.
Casi no pude encontrar palabras para agradecerle su ofrecimiento, pero finalmente logré hablar.
—Bien —contestó—. Si vamos ahora, con un poco de suerte le sacaremos de allí antes de que tu tío llegue. Espera mientras me visto. Volveré en seguida.
Mientras estaba esperando, uno o dos de los hombres que descansaban se acercaron para beber un sorbo de agua. La saqué para ellos, que me dieron las gracias muy cortésmente. Ninguno me hizo proposición alguna, ni me preguntó por qué estaba allí. «Tal vez suponen que Lisias me invitó aquí», pensé. En aquel momento regresó bañado y vestido.
—Vamos —dijo.
Recordé que había estado luchando.
—¿Quieres que primero saque agua para ti, Lisias? —pregunté—. Supongo que estarás ya lo bastante descansado para beber ahora.
—¿Crees que necesito quitarme el polvo de la boca? —repuso riendo, deteniéndose junto al pozo—. Deberías darle agua a Efistenes, con quien he luchado.
Pero entonces, al ver mi vacilación, añadió:
—Estás en lo cierto; tengo bastante sed. Gracias.
Saqué agua y llené la copa de bronce que allí había, y se la ofrecí, poniendo la mano bajo ella, para que pudiera cogerla por las asas, como me habían enseñado al servir vino. Quedó un momento con la copa en la mano, luego la levantó, y vertió una libación antes de beber. Cuando me la ofreció para que bebiera yo de ella, hice lo mismo, no deseando omitir nada que fuera apropiado. Lisias empezó a hablar, pero hizo otra pausa.
—Vamos —dijo finalmente.
Y salimos a la calle.
Mientras caminábamos, me dijo:
—No pienses demasiado en Polimedes, incluso aunque resulte que una o dos personas te han visto. Dentro de una semana todo se habrá olvidado. Cualquier cosa que se le haya ocurrido, puedes estar seguro de que no es nueva. Una vez me contaron de un hombre…
Su historia era tan cómica que, a pesar de mi timidez, no puede evitar reírme. Estuve a punto de preguntar el nombre del joven, hasta que recordé que él mismo debía haberse visto cortejado muy a menudo, incluso antes de abandonar la escuela.
Al doblar la esquina de nuestra calle, vi que Polimedes estaba aún allí. Avancé con disgusto; estaba seguro de que en cuanto advirtiera que tenía audiencia, reanudaría sus suspiros y lamentos, o cantaría alguno de sus pésimos poemas, pues su lira yacía junto a él en los escalones.
—Me parece, Lisias… —empecé a decir. Pero Polimedes debió de oír mi voz, porque volvió la cabeza. En vez de comportarse como yo había esperado, se puso de pie de un salto, como si le hubiera picado un escorpión, y sin saludarme ni mirarme siquiera, gritó lleno de ira:
—¡No, por la Madre, esto es demasiado! Podrías enseñar a un cretense a engañar, Lisias, y a un espartano a robar. ¿Crees que soportaré aquí echado tu insolencia?
Lisias le miró, y sin levantar la voz respondió que había permanecido echado bastante tiempo, y que todos nos sentíamos honrados de que por fin se hubiera levantado.
Pero Polimedes gritó más fuerte que nunca:
—¡Un ciego hubiera visto lo que pretendías! Oh, sí, no te he quitado ojo, aunque estuvieses lejos. Te he visto mirando, manteniéndote aparte con ese insufrible orgullo tuyo, que los dioses te rebajarán, si es que hay dioses. No puedes engañar a un niño, ni mucho menos a un amante. Así que esto es lo que perseguías, ¿no?. Horas esperado en los establos como un ladrón de caballos hasta que un hombre mejor que tú domó al potro, y te has arrastrado luego en la oscuridad para robarlo mientras el preparador dormía.
Lisias no respondió. Me resultaba imposible decir si estaba enfadado. Por lo que a mí respecta, me sentía tan lleno de vergüenza al oír que alguien empleaba tal lenguaje contra él, que me hubiera gustado esconderme. Él no se movió, sino que permaneció de pie mirando gravemente a Polimedes, quien, ahora que había acabado su perorata, miraba inseguro a su alrededor. Pensé: «Supongo que no sabe si quedará bien que ahora vuelva a echarse sobre los escalones. Pero si se pone, tendrá que coger su lira».
Volviendo la cabeza, vi que las comisuras de los labios de Lisias temblaban y de repente sentí nacer en mis entrañas una carcajada.
Sin embargo, me esforcé por contenerla, aunque una hora atrás me habría alegrado de reír. Supongo que sabía ya, aunque todavía no me atreviera a creerlo, que los dioses tenían un precioso regalo para mí, y que sería vil insultar a un hombre más pobre que yo. Lisias también había logrado contener la risa. Pero no pudimos evitar miramos. Polimedes miró a uno y a otro, tirando de su manto sobre el hombro como si estuviera tratando de recoger su dignidad. Súbitamente, se dio la vuelta y se fue calle abajo, dejando la lira donde estaba sobre los escalones.
Lisias y yo le miramos marcharse con expresión seria. A ambos nos parecía que la lira era como la espada que un muerto deja en el campo de batalla. Quizá debimos haber sabido que las carcajadas hubieran sido menos crueles para él que nuestra conmiseración.
Pero éramos jóvenes.
X
Al día siguiente tuvimos mucha dificultad en encontramos, pues Lisias no me había pedido que señalara hora o lugar, no deseando, según me dijo más tarde, aparecer como hombre que presta un pequeño servicio e inmediatamente pide el pago. Por tanto, él y yo pasamos la mitad de la mañana recorriendo diversos lugares; y nadie sabía lo bastante aún para decir: «Lisias estuvo aquí hace un momento, buscándote, y tomó por allí». Pero finalmente, cuando desesperaba de verle y fui a los ejercicios, al doblar el poste de la pista le vi mirando al otro extremo. Fue como si un gran viento me empujara por la espalda y me crecieran alas en los talones. Casi no me daba cuenta de que tocaba el suelo, y acabé con tanta ventaja sobre los demás, que todo el mundo me vitoreaba. Oí la voz de Lisias. Estaba falto de aliento por haber corrido y por verle súbitamente; sentí como si el corazón quisiera estallarme en el pecho y vi negro el cielo. Pero pasó y pude hablar cuando me saludó.
Cuando estuve vestido salimos juntos a la calle. Me preguntó si era cierto que mi abuelo había sido corredor, y hablamos de eso y de nuestros padres y de cosas parecidas. Luego vi al otro lado de la calle a su cuñado Menexinos, el cual, al vernos, enarcó las cejas, sonrió ampliamente y se dispuso a venir hacia nosotros, pero entonces Lisias le hizo un gesto negativo con la cabeza, y el otro levantó la mano para saludamos y siguió su camino. Aunque Lisias reanudó rápidamente la conversación, vi que había enrojecido algo. Hasta entonces no se me había ocurrido que también él podía sentir timidez. Íbamos de una calle a otra, deteniéndonos algunas veces para contemplar, o hacer que contemplábamos, el trabajo de un alfarero o de un orfebre. Finalmente se detuvo.
—Pero ¿adónde vas, Alexias? —preguntó.
—No lo sé, Lisias —repuse—. Pensé que tú ibas a alguna parte.
Entonces los dos reímos.
—¿Quieres que volvamos a la Academia, pues?
Fuimos allí, hablando durante todo el trayecto, pues no nos sentíamos lo bastante tranquilos aún para permanecer en silencio juntos.
Nos sentamos bajo un sauce en un herboso talud junto al Cefiso, cuyas aguas olían a hojas negras, como siempre huelen en otoño.
Habíamos llegado al fin de nuestras palabras, y tal vez esperábamos un presagio. Entonces vi que entre los amarillos chopos se acercaba Carmides, acompañado de dos amigos. Ambos le devolvimos su saludo; se me cayó el corazón cuando vi que seguía acercándose, pues aunque se había portado siempre muy decorosamente, no se puede confiar en las personas en semejantes ocasiones. Al pensar así me halagaba absurdamente a mí mismo; rara vez había tenido él menos de dos asuntos amorosos simultáneamente, para no mencionar a las mujeres. Llegó sonriendo, y habló en tono muy amable.
—No debiste hacerlo, Lisias; eres como el caballo que traen del campo, cuando todas las apuestas han sido ya hechas. ¿Te has mantenido apartado durante tanto tiempo por el placer de ver cómo el resto de nosotros hacíamos el ridículo? No sé cuánto tiempo ha transcurrido ya desde que yo estaba rindiendo mi homenaje junto con las otras víctimas, recibiendo, tan sólo, como de costumbre: «Gracias, Carmides, por tus versos; estoy seguro de que son excelentes», cuando tú pasaste por la columnata sin, al parecer, mirar por encima de tu hombro. No creo que Alexias quedara mirándote más de un momento; pero yo, que no soy del todo ciego a las señales de Eros, me dije a mí mismo inmediatamente: «Ahí está el vencedor, si quiere tomar parte en la carrera».
Aquello era peor aún que Polimedes. Me sentí enrojecer profundamente, pero Lisias contestó sonriendo.
—Veo que es a mí, Carmides, a quien quieres ver haciendo el ridículo. Gracias por la invitación, pero el titiritero ruega se le excuse. Dime, puesto que hablamos de caballos, ¿ganará el tuyo negro la semana próxima o no?
Aunque Carmides se había portado mejor de lo que yo hubiera supuesto, quedé temiendo más su partida que su llegada. Marchó con sus amigos casi inmediatamente después. Cogí un puñado de guijarros y empecé a rasar con ellos el agua. Puedo aún recordar sus colores y formas.
—No irán lejos —dijo Lisias—. Este talud es demasiado alto.
—Generalmente los lanzo más allá.
—Supongo que en estos momentos también Menexinos estará hablando —observó.
Tiré otro guijarro, que fue directamente al fondo.
—Bien; ahora ya sabemos lo que dicen —prosiguió—. Si eso desagradara a cualquiera de nosotros, creo que no estaríamos juntos aquí, como lo estamos. ¿O quizás hablo tan sólo por mí?
Negué con la cabeza; luego, cobrando valor, me volví a él.
—No —dije.
Lisias guardó silencio durante unos momentos.
—Por los dioses que me escuchan, Alexias, tu bien será el mío y tu honor será para mí como el mío propio, y lo defenderé aun a costa de mi vida.
Me sentí más animado y contesté:
—No temas, Lisias, que mientras tú seas mi amigo yo llegue jamás al deshonor, pues preferiría morir antes que avergonzarte.
Puso su mano derecha en la mía, y la izquierda en mi hombro.
—Mi corazón estaba dolido —dijo—. No podía perdonar a Sócrates, y durante algún tiempo le evité, hasta que, al mirar a mi alrededor, vi algunas personas que se habían negado a seguir sus consejos, y pude comprobar la clase de hombres que eran. Al día siguiente volví a él.
Mientras hablaba bostezó largamente. Al excusarse por ello, me dijo que había estado despierto toda la noche, pues la felicidad le había impedido dormir. Le confesé que lo mismo me había sucedido a mí.
Al día siguiente me llevó a su casa, que estaba extramuros, cerca del Camino Sagrado, y me presentó a su padre. Demócrates era un hombre de unos cincuenta y cinco años, pero parecía mayor, pues, según dijo Lisias, su salud no había sido muy buena durante algún tiempo. Su barba era larga y casi ya completamente blanca. Me recibió muy cortésmente, alabando el valor de mi padre en el campo de batalla, pero después pareció guardar cierta reserva. Tal vez se habían producido ciertas diferencias entre ellos, y Demócrates creyó que sería indigno que traslucieran en mi presencia.
La casa era grande y había en ella bonitos mármoles y bronces, aunque era inferior a la nuestra. Se decía que Demócrates había vivido con mucho esplendor en su juventud. Recordé que aquélla era la casa en que se había refugiado Alcibíades al huir de sus preceptores, en su primera travesura que llegó a oídos de la Ciudad, aunque Pericles intentó silenciarla.
Como frecuentemente sucede en los hombres venidos a menos, Demócrates recordaba con mucha frecuencia las glorias del pasado.
Observé que Lisias escuchaba pacientemente, como si se hubiera resignado a ello de antemano, pero se veía claramente que había sincero afecto entre aquellos dos seres.