Alera (40 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—No voy a abandonar a mis tropas —repuso él bruscamente y cerrando la discusión.

—No tienes que ir a ninguna parte. Ya te lo dije, no me voy a ir.

Steldor mostraba una actitud decidida y tensa, dispuesto para la lucha.

—Escúchame, chico —dijo Cannan, acercándose a su hijo en un tono que dejaba ver cierta desesperación. Cannan puso una mano en la nuca de Steldor y enredó los dedos entre su cabello—. Mientras haya un rey, Hytanica existirá.

—Mientras tú estés vivo, habrá esperanza de recuperar Hytanica algún día. Un rey muerto no le es útil a nadie; un rey vivo es peligroso, y tu supervivencia le restará parte de la victoria al Gran Señor —añadió London—. Pero tenemos poco tiempo para convencerte, así que confía en quienes tienen experiencia para tomar una decisión.

Steldor miró a su padre con expresión menos decidida. Cannan le dio un apretón afectuoso en la nuca, sabiendo que la decisión había sido tomada.

Nos llevaron, a Steldor y a mí, a nuestros aposentos para que nos cambiáramos de ropa. Mi esposo me dio una camisa marrón y una capa de color verde oscuro, que me puse con el pantalón que había llevado en la negociación. Luego me recogí el cabello en un moño. Cuando regresé a la sala, Gatito salió de su escondite; lo cogí y lo abrace. Luego volví a dejarlo encima del sofá, triste, pues sabía que no me lo podía llevar conmigo. Steldor, que también se había puesto ropa de colores oscuros, salió de su habitación y, para mi sorpresa, me dio una pequeña daga. La guardé en la funda que Narian me había colocado en el antebrazo izquierdo, pues no me la había quitado, a pesar de que no servía de nada. Ninguno de los dos dijimos nada. Salimos de nuestros aposentos, adonde probablemente nunca regresaríamos, y yo dejé la puerta abierta a propósito para darle la oportunidad a Gatito, que había crecido considerablemente durante los últimos meses, de que escapara e hiciera lo que pudiera para salir ileso.

Regresamos al gabinete del capitán. Allí nos esperaban nuestros guardias, incluido Galen. Todos se habían puesto unos jubones de piel marrón, a la manera de los exploradores, y unas capas negras para protegerse del frío. Cannan ordenó que saliéramos de dos en dos para pasar desapercibidos, pues lo último que necesitábamos era que algún ciudadano aterrorizado se enterara de que existía un túnel que conducía fuera de la ciudad y desatara el caos. Yo partí en primer lugar, con Davan; nos abrimos paso entre la gente que se había congregado en la sala de los Reyes y llegamos a la puerta de las mazmorra. Enfilamos hacia unas escaleras estrechas y de pronunciada pendiente. Un guardia de elite nos esperaba allí para cerrar la puesta por dentro si era necesario. Le dio una antorcha a Davan y esperó en silencio a que London y Miranna se uniera a nosotros.

La escalera estaba mal iluminada, y era agobiante y siniestra. Nos encontrábamos bajo tierra, en un lugar donde mandaban a la gente para que fuera castigada y torturada hasta morir. A medida que bajábamos, el ruido de palacio se hizo más distante, pero yo no podía quitarme la sensación de que descendíamos a una tumba. Cuando Davan y yo llegamos al final, me alegré de ver que la escalera daba a una gran habitación. Era el lugar donde los guardias de las mazmorras acostumbraban a reunirse. Se habían encendido las antorchas de las paredes, sin duda por orden de Cannan, pero no había ningún hombre de servicio. Me di la vuelta en cuanto London y Miranna entraron, y corrí hasta mi hermana, que apoyaba la cabeza en el cuerpo del guardia de elite. De repente fui plenamente consciente de que ella había estado en las mazmorras del Gran Señor, y me dolió en el corazón, tanto por ella como por el hecho de que, a pesar de que volvía a estar entre nosotros, todavía no se hallaba a salvo. La cogí entre mis brazos. London, que quedó libre, se dirigió hacia una de las pesadas puertas de madera. Tras ella había un grupo de celdas.

Cuando el segundo grupo bajó la escalera, Cannan cogió una antorcha de la pared y se colocó al lado de London. Ambos hombres hablaron un momento e, inmediatamente, nos condujeron hasta un pasillo que quedaba debajo del suelo. Las celdas a ambos lados de donde nos encontrábamos no parecían haber sido utilizadas en años, pero cuando London nos hizo pasar al interior de una de ellas se me puso la piel de gallina. Se colocó en el centro de la celda y empezó a apartar la tierra del suelo. Finalmente descubrió una trampilla, y me di cuenta de que esa celda en concreto no se había utilizado nunca. No se podía correr el riesgo de que un prisionero descubriera ese secreto.

London abrió la trampilla de madera y lanzó la antorcha dentro para iluminar el fondo. Davan saltó dentro de inmediato y desapareció de la vista. Pronto confirmó que el túnel no había sido descubierto y que no estaba bloqueado.

—Adelante —animó.

—Alera, dadme las manos —dijo London.

Con cierta congoja, accedí a ser la siguiente en bajar. No me gustaba especialmente, pero era lógico. London nos bajaría a mí y a mi hermana y, luego, saltaría detrás; puesto que Miranna necesitaba estar al lado de alguien conocido; especialmente al encontrarse en esas condiciones, yo iría delante. Era necesario que Miranna estuviera tranquila pasara lo que pasase, pues si se ponía nerviosa era posible que alertara al enemigo.

Me senté en el borde de la trampilla con los pies colgando en el aire y maldije en silencio al constructor por no haber pensado en hacer más fácil la entrada. Luego London me cogió de las manos. Me fue bajando lentamente hasta que toqué el suelo con los pies, así que tuve tiempo de notar que el aire olía a rancio. Hacía mucho frío, más que en las mazmorras, y al respirar me dolían la nariz y la garganta; además sentía náuseas. Avancé un poco por el pasillo oscuro para dejar espacio para Miranna. Deseé que ese pasillo no fuera tan estrecho durante todo el trayecto, porque, si no, tendríamos que avanzar de uno en uno.

—No —oí que decía Miranna, todavía arriba—. Ahí abajo no, no me hagáis bajar ahí.

—Mira —dije, volviendo hacia atrás para que pudiera verme—. No pasa nada. Solo vamos a buscar un escondite.

—Alera —repuso ella con voz ahogada y mirándome, pálida—. Estoy… asustada. No quiero…

—Ya lo sé —contesté.

De verdad que lo sabía. Yo también tenía miedo. Tenía miedo de dejar atrás todo lo que conocía, miedo de lo que nos podríamos encontrar al salir del túnel, pues los exploradores de Cannan habían dicho que había muchas probabilidades de que nos mataran, y me daba miedo mi futuro, pues no sabía dónde acabaría. Solamente sabía que Hytanica ya no sería el hogar al que regresaríamos.

—Te espero aquí —le dije para convencerla y haciendo todo lo posible por disimular mi inquietud—. No dejes de mirarme; dentro de un momento estarás a mi lado.

Por fin Miranna accedió, y London la bajó conmigo. La abracé y en ese momento Davan nos llamó e hizo que nos diéramos prisa en seguirle. Miranna y yo empezamos a caminar. Inmediatamente oímos los golpes secos en el suelo de los hombres al saltar.

Al cabo de poco, el túnel se hizo un poco más ancho, así que podíamos avanzar de dos en dos. El techo era lo bastante alto para que Cannan, que era el más alto de todos, pudiera caminar sin tener que agacharse. Londo iba al lado de Davan, delante de nosotras, y yo me encontraba directamente detrás de él, con Miranna, que caminaba con la cabeza poyada en mi hombro. Luego venían Steldor y Galen. El capitán cerraba la retaguardia.

Resultaba difícil respirar mientras avanzábamos, y aunque Davan llevaba una antorcha delante y Cannan otra final, el camino resultaba oscuro y húmedo. Además, parecía que no iba a terminar nunca. Mi ansiedad crecía por momentos, así como la necesidad de volver a respirar aire fresco y de comprobar que el mundo de arriba continuaba existiendo. Sabía que no podría aguantar si continuaba respirando ese aire viciado, pero no podía evitar respirar más deprisa a cada paso que daba.

—London, ¿cuándo…? —empecé a preguntar, pero él me hizo callar con brusquedad y señaló hacia el techo.

—Están justo encima de nosotros —susurró—. Ya casi hemos llegado.

Escuché atentamente. Se oían golpes distantes y ahogados sobres nuestras cabezas, seguramente de cascos de caballos. Finalmente, la antorcha de London iluminó un muro de tierra. Había llegado el momento de subir y, posiblemente, de enfrentarnos a la muerte. Miré a los hombres con quienes viajaba y me di cuenta que todos ellos estaban dispuestos a sacrificarse para protegernos a Miranna y a mí. Si ése tenía que ser nuestro destino, yo moriría entre los mejores y más valientes hombres de Hytanica. Ese pensamiento me levantó el ánimo y espoleó mi determinación.

XXI

HOMBRES CAPACES

Cuando construyeron el túnel, dejaron una escalerilla para permitir la salida de él. Durante los años, los peldaños se habían estropeado y en ese momento no parecían muy resistentes. London colocó bien la escalerilla y comprobó el estado del primer peldaño, que cedió antes de que hubiera descargado todo su peso encima.

—Esto se pone interesante —murmuró, mirándonos con una sonrisa irónica—. Que alguien la aguante.

Davan avanzó e hizo lo que London pedía. El antiguo explorador, diestro, trepó por la escalerilla intentando descargar su peso el menor tiempo posible y colocando los pies a los lados de cada peldaño. Por suerte, el peldaño sobre el cual se tenía que apoyar al llegar arriba para levantar la trampilla de madera era más resistente que el primero. Pero, por desgracia, la trampilla no cedía. Por mucho que London empujaba, no podía abrirla.

—Debe de haber tierra, hierba o quizás incluso raíces.

London saltó al suelo y habló un momento con el capitán. Luego volvió a trepar por la escalerilla. Davan y Steldor izaron a Galen para que los dos hombres pudieran hacer fuerza al mismo tiempo. A pesar de todo, la trampilla no cedió.

—Tendremos que volarla —dijo London en tono grave y voz baja—. Ahora no podemos dar marcha atrás.

—Aunque Narian haya apartado las tropas de esta zona, el ruido alertará al enemigo, así que será mejor que nos movamos deprisa—dijo Cannan. Luego, dirigiéndose a Miranna y a mí, añadió—. Retroceded un poco hasta que esté abierta. Pero permaneced delante de los demás para que os podamos izar deprisa.

Mientras Steldor, Galen y Davan retrocedían por el pasillo para dejarnos espacio, London sacó un saquito de su bolsa y volvió a trepar rápidamente por la escalerilla. Extrajo un poco de pólvora y la colocó alrededor de la trampilla. Luego volvió a saltar al suelo y, agachándose, acercó la antorcha al techo. Un montón de tierra y astillas de madera cayeron sobre el segundo oficial, apagaron la antorcha y estuvieron a punto de enterrarlo. Cuando esa lluvia de tierra cesó, London volvió a incorporarse y miró, entre el polvo, hacia arriba. Poco a poco, la luz de la luna se filtró hasta nosotros. London miró a Cannan, que apagó su antorcha, y luego salió fuera trepando por la escalerilla.

—Deprisa—dijo en tono de urgencia, mirando hacia abajo—. Izad a Miranna.

Cannan sujetó a mi hermana por la cintura y la levantó tan fácilmente como si fuera una muñeca. London la sujetó por los brazos y tiró de ella hasta arriba.

—Ahora Alera —dijo mi antiguo guardaespaldas.

Steldor me cogió la mano y dio un paso hacia adelante. Luego también me sujetó por la cintura y me levantó, pero parecía resistirse a soltarme.

—Nos veremos pronto —le dije antes de que London me izara.

Davan subió después y London se dirigió por última vez a Cannan:

—Oigo caballos. Os aconsejo que os vayáis inmediatamente.

London y Davan nos guiaron hasta el bosque para ponernos a cubierto y empezamos nuestro peligroso viaje hasta un lugar seguro. Al cabo de dos horas me sentía agotada, pero continuaba avanzando por una empinada ladera, entre los gruesos árboles y la maleza que me hacían tropezar continuamente. A veces había tal oscuridad que casi no podía ver a mis compañeros. Otras veces la luz de la luna se filtraba entre los desnudos árboles y se reflejaba sobre la nieve, con lo que me veía rodeada por un brillo fantasmal. La capa que llevaba era gruesa, pero no lo suficiente para evitar que el frío aire del invierno me helara los de los de las manos y de los pies. Me dolían hasta los huesos, y Miranna no se encontraba mejor que yo.

No tenía ni idea de adónde íbamos, pero London parecía muy seguro. Davan caminaba detrás de nosotras. Avanzamos despacio, por necesidad, y London nos dejaba de vez en cuando en medio de esa terrorífica tierra de sombras para explorar el terreno que teníamos por delante. En diversas ocasiones oímos voces con un marcado acento cokyriano y ruido de casos, y nuestros guardias nos hicieron tumbar en el suelo. El miedo que sentí entonces era indescriptible, pues me imaginaba que unas espadas afiladas se cernirían sobre nosotros. No sabía qué sensación debía producir el filo de una espada al atravesar el cuerpo, no sabía si sería una muerte rápida, o si se podía mantener la conciencia hasta el momento en que se extraía la hoja. La idea de morir de forma cruenta había sido inconcebible en el pasado, pero en ese momento parecía muy probable. Luego, cada vez que el enemigo pasaba de largo, los guardias de elite nos hacían poner en pie. Me pregunto si esos mismos cokyrianos se cruzarían con el Rey, y si el segundo grupo tendría tanta suerte como el nuestro. Por las palabras que London le había dirigido a Cannan al despedirse, parecía que ellos iban a correr mayor peligro que nosotros.

Cuando los primeros rayos de luz tiñeron el horizonte y una apagada luz gris dibujó las ramas de los árboles pelados, London nos permitió descansar. Miranna y yo caímos al frío suelo de un pequeño claro, y el guardia nos dio un paquete que contenía pan y carne ahumada. También nos ofreció una botella de agua para que pudiéramos saciar la sed.

—Comed y dormid ahora que podemos —dijo, todavía de pie y sin dejar de mirar a nuestro alrededor—. No estaremos más de una hora. No quiero avanzar bajo la luz del día. Cuanto más vayamos hacia el oeste, más lejos estaremos del peligro.

Davan , que prefería escuchar hablar, no dijo nada, pero tomó posición al lado de nuestro campamento improvisado para montar guardia.

—¿Los demás no nos alcanzarán?—pregunté, sin dejar de llenarme la boca con comida ni de beber con avidez.

Miranna comía muy poco, y eso me preocupaba, pues no creía que las fuerzas le duraran mucho más tiempo. Pero bebía con la misma avidez que yo.

—No— contestó London, que no dejaba de vigilar a pesar de que Davan montaba guardia—. Van por una ruta distinta. No los veremos hasta que lleguemos a nuestro destino.

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