Authors: Cayla Kluver
—Id al puente. Acudid al encuentro, reina de Hytanica —dijo la cokyriana finalmente en un tono seco que no admitía réplica—. Hablaré con la Alta Sacerdotisa y le informaré de vuestra petición. Me aseguraré de que os ofrezca esa garantía.
La mujer frunció el ceño, hincó rápidamente la rodilla en el suelo en señal de despedida y salió de la sala. Cuando las puertas de la antecámara se hubieron cerrado empecé a temblar. Me había quedado sin energía. Steldor puso una mano encima del hombro para tranquilizarme, y yo me dejé caer en el trono. London se colocó a mi lado, me puso la mano en el brazo y me sonrió triunfalmente. Cannan también se acercó. Me miraba con las cejas arqueadas y con una poco habitual expresión de sorpresa. Steldor se sentó y me observaba con una mirada peculiar.
—Lo habéis hecho muy bien —me dijo el capitán—. Estoy impresionado.
—No lo he dudado nunca —añadió London con aprobación y evidente orgullo.
Cannan miró a los doce guardias reunidos en la sala del Trono y decidió que necesitábamos encontrarnos en un lugar que ofreciera mayor intimidad.
—Tenemos mucho de qué hablar—dijo mientras hacía un gesto hacia la sala de Estrategia que quedaba en el lado este.
Cannan, London, Destari, Steldor, Casimir y yo bajamos del estrado y nos dirigimos hacia la sala de Estrategia. Halias, que, al igual que London, había recibido permiso para retomar sus deberes, dio por sentado que iría con nosotros. Cannan también le hizo una señal a Galen, y el joven sargento de armas obedeció. Cuando estuvimos dentro de la sala, nos sentamos. El capitán cerró la puerta para alejar el ruido de la charla de quienes todavía se encontraban en la sala de los Reyes. Más tarde se acercó a la mesa y asumió la dirección de la reunión.
—Ahora que hemos acordado un encuentro, tenemos que prever qué nos van a exigir los cokyrianos, y debemos decidir qué concesiones estamos dispuestos a hacer. También debemos resolver quién nos va a representar en la reunión.
—Tiene que ser Alera —anunció London antes de que nadie dijera nada.
—No, no será Alera —lo interrumpió Steldor en un tono de voz que me hizo sentir incómoda.
A London no le gustó esa interrupción, y continuó hablando como si el Rey no hubiera dicho nada, negándose a recocer su soberanía y sin darle oportunidad de discutir nada.
—Es imprescindible que aceptemos las peticiones básicas de los cokyrianos. La Alta Sacerdotisa no bromea. No hablará con nosotros si la Reina no está presente.
—¿De verdad crees que ella pondrá en peligro la negociación porque no cumplamos con una petición que, y nosotros lo sabemos, no proviene de ella?
Era evidente que Steldor pensaba que era Narian quien había formulado esa demanda, y yo sentí un extraño cosquilleo en el estómago al pensar que lo más seguro era que él asistiera a ese encuentro. London había dicho que yo «tenía» que ir, pero ahora yo «quería» ir. La confusión sobre lo que pensaba y sentía por ese joven era muy grande, y verlo sería una oportunidad de averiguar en quién se había convertido. El hecho de que hubiera pedido ver a la Reina significaba que sabía que yo me había casado, y me di cuenta de que Narian debía de sentirse igual de confundido con respecto a mí.
Había esperado que el comentario de Steldor provocara un momento de silencio, pero Cannan no lo permitió:
—Es posible que la petición provenga de Narian, pero tanto si es así como si no, debemos hacer lo que sea mejor para la seguridad de Miranna. No podemos arriesgarnos a que la Alta Sacerdotisa cumpla la amenaza de no acudir, especialmente por una petición que es relativamente simple de conceder.
—Tienes razón —dijo Steldor con la mandíbula apretada. Ahora hablaba como un rey y no como un esposo—. Tendrá que venir con nosotros.
Cannan, London y Destari se miraron, aunque Steldor no se dio cuenta, y yo percibí que el ambiente había cambiado: era como si esos hombres se prepararan para una tormenta.
—Sólo será necesario que asista un miembro de la familia real; no hace falta poner en peligro tanto al Rey como a la Reina.
Tras la afirmación de Cannan, pareció que toda la habitación contenía la respiración a la espera de que el fiero carácter de Steldor explotara.
—Yo voy a ir —afirmó Steldor mirando a Cannan casi con incredulidad—. ¿Padre? —insistió, al ver que éste se limitaba a mirarlo con una expresión que dejaba claro cuál era su opinión—. No voy a ir —concluyó el Rey.
Steldor estaba sorprendido y contrariado, pero se sentó e intentó disimular hasta qué punto le molestaba esa conclusión. Como militar, deseaba estar presente en la reunión, pero de alguna manera sabía que lo que decía Cannan tenía sentido: no sería prudente poner en peligro a ambos dirigentes Hytanica, y puesto que era evidente que yo debía estar allí, él no podía ir.
El capitán continuó, ansioso por zanjar este tema.
—London hará el papel de negociador durante el encuentro —dijo Cannan, y yo supe que el segundo oficial ya había dado por sentado que sería así—. Él puede interpretar a los cokyrianos mejor que cualquiera de nosotros. Lo que todavía hay que considerar es qué puede pedir el enemigo, y qué estamos dispuestos a conceder.
—Nada —afirmó London inmediatamente—. No podemos conceder nada.
—¡Pero ¿qué pasa con Miranna?! —exclamé, aterrorizada ante la posibilidad de que los demás pudieran estar de acuerdo con él— ¡Tenemos que hacer algo para ayudarla!
London me miró con una compasión que me resultó incómoda. Luego se dirigió al capitán:
—Nada asegurará el retorno de Miranna. Los cokyrianos son despiadados; todos lo sabemos. Podríamos sacrificar el reino entero, pero ellos no sentirían ninguna obligación de mantener su parte del trato. El Gran Señor mataría a Miranna y se reiría de nuestra idiotez.
Me quedé sin respiración, horrorizada, pero nadie contradijo el análisis de London.
—Si los cokyrianos llevan a Miranna al encuentro, no habrá otra opción que intentar rescatarla —dijo Destari finalmente.
London asintió con la cabeza.
—Sí. Si la llevan al encuentro, necesitaremos un plan. Halias y yo nos encargaremos de todo.
El capitán asintió con la cabeza, dando por terminada la reunión y por buena esa inquietante e insatisfactoria conclusión a la que se había llegado, por lo menos desde mi punto de vista. Ni siquiera la tan esperada negociación con los cokyrianos parecía augurar que mi hermana regresara a casa.
No asistí a las siguientes reuniones, pues, según me dijeron estaban centradas en temas de estrategia. A pesar de que la esperanza de traer de vuelta a mi hermana había disminuido, la fe que tenía en los hombres que planeaban su rescate permanecía intacta. Me parecía que Cannan y su segundo oficial no podían fallar nunca.
Durante ese tiempo, Steldor se mostró de muy mal humor. Era como si me culpara del hecho de que mi asistencia a ese encuentro fuera esencial. Probablemente, según su punto de vista, eso se debía al enorme error que yo había cometido: si no hubiera tenido ninguna relación con Narian, los cokyrianos no habrían exigido ahora mi presencia. Su irritabilidad por el nombre de Gatito, o por el hecho de que no lo tuviera, también continuó presente. Al final, decidí no hacerle caso aunque solamente fuera para no volverme loca.
El día antes del encuentro con el enemigo, a primera hora de la tarde, London vino a la sala de la Reina y me explicó cuál iba a ser mi papel.
—Cuando vayáis al puente estaréis bajo fuerte vigilancia. Avanzaréis con Cannan, con Destari y conmigo, además de con otros guardias cuidadosamente elegidos, pero no habrá que decir nada. La Alta Sacerdotisa simplemente deberá darse cuenta de que estáis allí; luego Destari os escoltará de regreso a vuestro carruaje y Cannan y yo nos encargaremos del resto.
Asentí con la cabeza automáticamente, pero luego añadí:
—Puedo montar a caballo.
Había pensado en las agresivas y seguras mujeres de Cokyria, y me preocupaba qué pensarían de una reina montada en un carruaje.
London se pasó una mano por el pelo y me miró, reflexivo.
—He continuado con mis clases de montar —murmuré, avergonzada, pues esperaba alguna especie de reprimenda. Pero él se limitó a encogerse ligeramente de hombros.
—Si tenéis esa habilidad, debemos sacar provecho de ella aunque sólo sea por cuestión de conveniencia. ¿Necesitáis un pantalón?
—No, tengo uno que irá bien.
—¿Y es de vuestra talla?
Supuse que acababa de recordar el enorme pantalón yo había tomado prestado de Steldor y que llevaba puesto cuando él me encontró en la propiedad de Koranis.
—Más o menos —confesé, sonrojada—. Me lo ha prestado la hermana de Baelic, Shaselle.
—Bueno, pues necesitaréis uno que sea más adecuado para la ocasión —dijo, arqueando una ceja, dado que había comprendido quién me había llevado a cabalgar—. Mandaré a una costurera para que os tome las medidas... Sospecho que nunca os han hecho un pantalón.
Sonreí al ver un brillo de humor en sus ojos, pero curiosamente fue a partir de ese momento cuando empecé a sentir la ansiedad que no me abandonaría en toda la noche. London debió de notar esa repentina intranquilidad mía, pues sus siguientes palabras fueron más serias.
—Ya habéis demostrado ser una persona más fuerte de lo que se esperaba, Alera. Tengo una confianza absoluta en que nos representaréis bien.
Las palabras de London me reconfortaron enormemente. Él confiaba en mí, y yo, en él. No importaba lo asustada e insegura que me pudiera sentir: London no me permitiría fallar. Entonces, puesto que ya había terminado, me saludó con una breve inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Yo mismo le diré a Cannan lo del pantalón —me dijo mirándome un momento con su típica sonrisa antes de desaparecer por la puerta.
Antes de lo que esperaba, pues todavía no había pasado una hora, London regresó con dos costureras que me tomaron las medidas rápidamente y me enseñaron unas muestras de tejido. Puesto que no tenía ninguna opinión formada acerca del tipo de tela que debían utilizar, les dejé la decisión a ellas. Me di cuenta de que esa tarea les resultaba poco ortodoxa, pero por otro lado, les presentaba un desafío interesante. Cuando hubieron terminado conmigo, recogieron todas sus cosas y se marcharon, prometiéndome que tendría el pantalón por la mañana. London había esperado todo el rato, mirando educadamente por la ventana, mientras las mujeres trabajaban conmigo.
—Hoy he visto a Temerson —me dijo en tono despreocupado mientras se daba la vuelta. Pero yo supe que ese comentario no había sido casual.
—¿Cómo está? —pregunté.
Sentí una repentina culpa por mi egoísmo, pues no había dedicado ni un segundo a pensar en ese joven que había cortejado, o que todavía cortejaba, a mi hermana.
—No está peor que cualquiera, pero tampoco está mejor. Se siente terriblemente preocupado, pero puesto que no se encuentra en palacio, tiene menos información sobre la situación. Lo he puesto al corriente, y se ha mostrado muy agradecido.
—Gracias.
—Debo marcharme, pues. Intentad dormir; mañana será un día difícil.
Cuando London se hubo marchado, me reuní con mis padres en el comedor, pero tenía el estómago revuelto y solamente pude tomar unos bocados. Steldor no se hallaba presente, pero yo estaba demasiado absorta para preguntarme dónde debía estar o qué podía estar haciendo. Cuando por fin me retiré a mis aposentos, vi que Casimir estaba apostado ante la puerta, lo cual era señal de que el Rey se encontraba dentro. Entré en la sala con cierto temor ante mi impredecible esposo y deseando no tener una pelea con él precisamente esa noche. Steldor, pensativo, estaba sentado en uno de los sillones de piel delante de la chimenea. Tenía una jarra de cerveza en la mano, y parecía que deseaba estar solo. Decidí que lo mejor sería no molestarle, así que atravesé la habitación con intención de retirarme y de dejarlo en paz, pero él me llamó.
—Mañana será peligroso —dijo, sin apartar la vista de las ascuas de la chimenea—. No era sólo por Narian por lo que yo quería ir en tu lugar.
—Lo sé —contesté—. Tendré cuidado.
Steldor se volvió hacia mí y esperé, creyendo que quería decirme algo más, pero fuera lo que fuera lo que tuviera intención de decirme, no lo hizo.
—Buenas noches, pues —murmuró finalmente dirigiendo la vista al fuego otra vez.
—Buenas noches —repuse.
Entré en el dormitorio rezando por que a esa noche la siguiera un buen día.
AFRONTAR EL RIESGO
A pesar de que pasé una noche intranquila, al día siguiente no me sentía cansada. Me levanté en cuanto el sol empezaba a salir y di unas vueltas por la habitación mientras oía a Steldor que se preparaba para marcharse. Sabía que tenía mucho tiempo por delante. Sahdinne llegó al cabo de una hora con el desayuno, me ayudó a ponerme una blusa y una falda sencillas y me hizo una larga trenza en el cabello. La blusa que elegí era sencilla pero elegante, y pensaba llevarla con una capa de color azul y dorado que tenía el emblema de la familia real.
Despedí a mi doncella personal y salí a la sala para tomar el desayuno y esperar a que una sirvienta me trajera el pantalón. Al cabo de una hora, me entregaron la prenda y sustituí la falda por ella. El corte me gustó y me sentí complacida con mi aspecto general. Le di un rápido arrumaco a gatito, cogí la capa y me apresuré hacia la puerta. En cuanto cogí el pomo, me di cuenta de que me había olvidado una cosa, asi que volví a entrar al dormitorio, me arrodille ante el baúl que había ante la pared y levanté despacio la pesada tapa. La corona de la Reina descansaba sobre un elegante cojín, y la cogí con cuidado. Luego fui hasta el espejo y me la coloqué en la cabeza por primera vez desde la ceremonia de coronación. Cuando estuve satisfecha, pues tenía el aspecto que debía de tener una Reina, salí al pasillo donde encontré a Destari, que me estaba esperando. Cuando mi guardaespaldas y yo llegamos a la escalera principal, vi que en el vestíbulo había más de treinta hombres; algunos llevaban el uniforme de los guardias de élite, y otros, el de los guardias de palacio. Steldor estaba de pie cerca de la pared este. Tenía los brazos cruzados; el gesto, tenso. Galen se encontraba a su lado.
Mientras bajaba las escaleras, Cannan salió de la antecámara seguido por London. Para mi sorpresa vi que mi padre salía detrás de ellos: tenía el ceño fruncido y no dejaba de hacer gestos con las manos en una clara actitud de desagrado. Al verme, meneó la cabeza, disgustado por la ropa que llevaba, pero no me dejé acobardar. No estaba dispuesta que su juicio me descorazonara.