—Pero nosotros no somos los actores —continuó diciendo la voz—. Somos las marionetas.
—Tan —dijo Wax—. Sal.
—He visto a Dios, vigilante de la ley —susurró Tan.
¿Dónde estaba?
—He visto a la misma Muerte, con los clavos en los ojos. He visto al Superviviente, que es la vida.
Wax escrutó la pequeña capilla. Estaba sembrada de bancos rotos y estatuas caídas. Rodeó el lado del altar, juzgando que el sonido procedía del fondo de la sala.
—Otros hombres dudan —dijo la voz de Tan—, pero yo lo sé. Sé que soy una marioneta. Todos lo somos. ¿Te gustó mi espectáculo? He trabajado mucho para construirlo.
Wax continuó por la pared derecha del edificio, dejando con las botas un rastro en el polvo. Respiraba de manera entrecortada, una línea de sudor corría por su sien derecha. Su ojo temblaba. Veía mentalmente los cadáveres en las paredes.
—Muchos hombres nunca tienen una oportunidad de crear verdadero arte —dijo Tan—. Y las mejores representaciones son aquellas que jamás pueden ser reproducidas. Meses, años, de preparación. Todo en su sitio. Pero al final del día, la putrefacción comienza. No pude momificarlos de verdad: no tuve tiempo ni recursos. Solo pude preservarlos lo suficiente para preparar este único espectáculo. Mañana, se habrá estropeado. Tú fuiste el único que lo ha visto. Solo tú. Entiendo… que todos somos marionetas… ¿sabes?
La voz procedía del fondo de la sala, cerca de unos escombros que bloqueaban la visión de Wax.
—Alguien más nos mueve —dijo Tan.
Wax rodeó el montículo de escombros, alzando su Sterrion.
Tan estaba allí de pie, sujetando a Lessie ante él, amordazada, los ojos muy abiertos. Wax se quedó inmóvil, la pistola alzada. Lessie sangraba por una pierna y un brazo. Le habían disparado, y su rostro palidecía. Había perdido sangre. Así había podido someterla Tan.
Wax no se movió. No sintió ansiedad. No podía permitírselo: podría hacerle temblar, y temblar podría hacer que fallara el tiro. Podía ver el rostro de Tan detrás de Lessie; el hombre sujetaba un garrote alrededor de su cuello.
Tan era un hombre delgado, de dedos finos. Era enterrador. Pelo negro, algo escaso, repeinado hacia atrás. Un bonito traje que ahora brillaba con sangre.
—Alguien nos mueve, vigilante —dijo Tan en voz baja.
Lessie miró a Wax a los ojos. Los dos sabían qué hacer en esta situación. La última vez, lo habían capturado a él. En opinión de Lessie, eso no era una desventaja. Habría explicado que si Tan no hubiera sabido que los dos eran pareja, la habría matado inmediatamente. En cambio, la había secuestrado. Eso les daba una oportunidad.
Wax apuntó a lo largo del cañón de su Sterrion. Apretó el gatillo hasta que equilibró el peso del percutor hasta el punto de inicio del disparo, y Lessie parpadeó. Uno. Dos. Tres.
Wax disparó.
En el mismo instante, Tan empujó a Lessie a la derecha.
El disparo rompió el aire, resonando contra los ladrillos de barro. La cabeza de Lessie se sacudió hacia atrás cuando la bala de Wax la alcanzó sobre el ojo derecho. La sangre roció la pared de ladrillo que tenía detrás. Se desmoronó.
Wax se quedó inmóvil, petrificado, horrorizado. «No… esta no es la forma… no puede…»
—Las mejores representaciones —dijo Tan, sonriendo y mirando la figura de Lessie— son aquellas que solo pueden representarse una vez.
Wax le disparó a la cabeza.
Cinco meses más tarde, Wax caminaba por las salas decoradas de una fiesta grande y animada, dejando atrás hombres con fracs oscuros y mujeres con coloridos vestidos de estrechas cinturas y montones de pliegues en sus largas faldas plisadas. Lo llamaban «Lord Waxillium» o «Lord Ladrian» cuando le hablaban.
Los saludó a todos, pero evitó verse atraído a ninguna conversación. Deliberadamente se abrió paso hasta una de las salas del fondo, donde las deslumbrantes luces eléctricas (la comidilla de la ciudad) producían un firme brillo, demasiado regular, para espantar la penumbra de la noche. Ante las ventanas, pudo ver la bruma arañando los cristales.
Desafiando el decoro, Wax se dirigió a las enormes dobles puertas de cristal de la sala y salió al gran balcón de la mansión. Allí, finalmente, pudo respirar a sus anchas.
Cerró los ojos, tomó aire y lo expulsó, sintiendo la leve humedad de las brumas en la piel de su rostro. «Los edificios son tan… asfixiantes aquí en la ciudad —pensó—. ¿Lo había olvidado sin más, o no me daba cuenta cuando era más joven?»
Abrió los ojos, y apoyó las manos en la barandilla del balcón para contemplar Elendel. Era la ciudad más grande del mundo entero, una metrópolis diseñada por el mismísimo Armonía. El lugar de la juventud de Wax. Un lugar que no había sido su hogar desde hacía veinte años.
Aunque habían pasado cinco meses desde la muerte de Lessie, todavía podía oír el disparo, ver la sangre manchando los ladrillos. Había dejado los Áridos, regresado a la ciudad, respondiendo a la desesperada llamada para cumplir con su deber para con su casa tras el fallecimiento de su tío.
Cinco meses y un mundo de distancia, y todavía podía oír aquel disparo. Nítido, limpio, como un trueno en el cielo.
Tras él, pudo oír la música de las risas que procedían del calor de la sala. La Mansión Cett era un lugar grandioso, lleno de maderas caras, suaves alfombras, y chispeantes lámparas. Nadie se unió a él en el balcón.
Desde este lugar, podía ver perfectamente las luces del Paseo Demoux. Una doble fila de brillantes farolas eléctricas con una firme y ardiente blancura. Brillaban como burbujas a lo largo del amplio bulevar, que estaba flanqueado por un canal aún más amplio donde las luces se reflejaban en sus aguas mansas y silenciosas. Un tren nocturno saludó mientras se dirigía hacia el lejano centro de la ciudad, manchando las brumas con humo más oscuro.
Tras el Paseo Demoux, Wax podía ver bien el Edificio Columna de Hierro y la Torre Tekiel, uno a cada lado del canal. Ambos estaban sin terminar, pero sus entramados de acero ya se elevaban hacia las alturas. Sus dimensiones eran asombrosas.
Los arquitectos continuaban enviando informes de progresos sobre la altura que pretendían alcanzar, cada uno intentando superar al otro. Los rumores que Wax había oído en la fiesta, creíbles, decían que ambos se detendrían cuando superaran los cincuenta pisos de altura. Nadie sabía cuál acabaría siendo más alto, aunque eran comunes las apuestas.
Wax aspiró las brumas. Allá en los Áridos, la Mansión Cett, que tenía tres pisos de altura, habría sido el edificio más alto existente. Aquí se veía empequeñecida. El mundo había seguido su marcha y había cambiado durante los años que había estado fuera de la ciudad. Había crecido, inventando luces que no necesitaban ningún fuego y edificios que amenazaban con alzarse por encima de las mismísimas brumas. Al contemplar aquella amplia calle en la linde del Quinto Octante, Wax se sintió de pronto muy, muy viejo.
—¿Lord Waxillium? —preguntó una voz desde atrás.
Se dio la vuelta y encontró a una mujer mayor, Lady Aving Cett, que estaba asomada a la puerta. Su pelo gris estaba recogido en un moño y llevaba rubíes en el cuello.
—Por Armonía, buen hombre. ¡Vas a enfriarte ahí fuera! Ven, hay unas personas que quiero que conozcas.
—Voy en un momento, mi señora —respondió Wax—. Estoy tomando un poco el aire.
Lady Cett frunció el ceño, pero se marchó. No sabía qué pensar de él: ninguno de ellos lo sabía. Algunos lo veían como un vástago misterioso de la familia Ladrian, asociado con extrañas historias de los reinos de más allá de las montañas. Los demás asumían que era un inculto bufón rural. Él suponía que probablemente era ambas cosas.
Había estado exhibiéndose toda la noche. Se suponía que debía de buscar una esposa, y todo el mundo lo sabía. La Casa Ladrian era insolvente después de la imprudente dirección de su tío, y el camino más sencillo para encontrar dinero era el matrimonio. Por desgracia, su tío también había conseguido ofender a tres cuartas partes de la clase alta de la ciudad.
Wax se inclinó hacia delante en el balcón, los revólveres Sterrion bajo sus brazos se le clavaron en los costados. Con sus largos cañones, no estaban hechos para llevarlos bajo el sobaco. Le habían estado molestando toda la noche.
Sin darse tiempo para pensárselo mejor, saltó por el balcón y empezó a caer hacia el suelo. Quemó acero, luego lanzó una bala usada tras él y la empujó: su peso la envió a la tierra más rápido de lo que él caía. Como siempre, gracias a su feruquimia, era más liviano de lo que tendría que haber sido. Ya apenas sabía cómo era ir por la vida con su peso pleno.
Cuando el casquillo golpeó el suelo, lo empujó y se lanzó en horizontal hacia la muralla del jardín. Apoyando una mano en la piedra, dio una voltereta para salir del jardín, luego redujo su peso a una fracción de lo normal mientras caía al otro lado. Aterrizó con suavidad.
«Ah, bien —pensó, agazapándose y mirando entre las brumas—. El patio de los cocheros.»
Los vehículos que todo el mundo había utilizado para llegar hasta aquí estaban aparcados en ordenadas filas, y los cocheros charlaban en unas cuantas cómodas habitaciones que vertían luz anaranjada a las brumas. Aquí no había luces eléctricas: solo buenos hogares que desprendían calor.
Caminó entre los carruajes hasta que encontró el suyo, y luego abrió el arcón atado atrás.
Se quitó la elegante chaqueta de caballero. En cambio, se puso su gabán de bruma, un largo atuendo envolvente como un sobretodo con un grueso cuello y mangas vueltas. Metió una escopeta en su bolsillo interior, y luego se ciñó el cinturón y enfundó las Sterrions en las pistoleras de sus caderas.
«Ah, mucho mejor», pensó. Tenía que dejar de llevar encima las Sterrions y conseguirse unas armas más prácticas que pudiera ocultar. Por desgracia, nunca había encontrado algo tan bueno como la obra de Ranette. ¿No se había mudado ella a la ciudad? Tal vez podría buscarla y convencerla para que le fabricara algo. Suponiendo que no le pegara un tiro nada más verlo.
Unos momentos después, corría por la ciudad, el gabán de bruma liviano sobre su espalda. Lo dejó abierto por delante, revelando su camisa negra y sus pantalones de caballero. El gabán, que le llegaba hasta los tobillos, había sido cortado en tiras desde la cintura para abajo, y las partes colgantes ondeaban tras él con un suave rumor.
Lanzó un casquillo de bala y se abalanzó al aire, para aterrizar en lo alto del edificio del otro lado de la calle, frente a la mansión. Se volvió a mirarla, las ventanas encendidas en la oscuridad de la noche. ¿Qué clase de rumores iba a iniciar, desapareciendo así del balcón?
Bueno, ya sabían que era un nacidoble: eso era de dominio público. Su desaparición no iba a hacer mucho para ayudar a su familia a reparar su reputación. Por el momento, no le importaba. Había pasado casi todas las noches desde su regreso a la ciudad en un acto social u otro, y no habían tenido una noche brumosa desde hacía semanas.
Necesitaba las brumas. Eran su esencia.
Wax cruzó corriendo el tejado y saltó, dirigiéndose hacia el Paseo Demoux. Justo antes de alcanzar el suelo, lanzó un casquillo vacío y lo empujó, refrenando su descenso. Aterrizó en medio de unos arbustos decorativos que se engancharon en los sueltos de su gabán e hicieron un sonido de roce.
«Maldición.» Nadie plantaba arbustos decorativos en los Áridos. Se liberó, dando un respingo ante el ruido. ¿Unas pocas semanas en la ciudad y se estaba oxidando ya?
Sacudió la cabeza y se impulsó de nuevo al aire, moviéndose por el amplio bulevar y el canal paralelo. Orientó su vuelo para remontarlo y aterrizó en una de las nuevas farolas eléctricas. Había una cosa buena en una ciudad moderna como esta: tenía un montón de metal.
Sonrió, avivó su acero y se impulsó desde lo alto de la farola, lanzándose en un amplio arco por los aires. La bruma pasaba veloz ante él, girando mientras el viento le azotaba el rostro. Era emocionante. Un hombre nunca se sentía verdaderamente libre hasta que se libraba de las cadenas de la gravedad y surcaba el cielo.
Mientras remontaba su arco, empujó de nuevo contra otra farola, lanzándose hacia delante. La larga fila de postes de metal era como su propia vía férrea personal. Avanzó rebotando, atrayendo con sus proezas la atención de los que pasaban en carruaje, tanto tirados por caballos como sin caballos.
Sonrió. Los lanzamonedas como él eran relativamente raros, pero Elendel era una ciudad importante con una población enorme. No sería el primer hombre que esta gente veía surcar los aires gracias al metal de la ciudad. Los lanzamonedas a menudo actuaban como mensajeros de alta velocidad en Elendel.
El tamaño de la ciudad lo sorprendía todavía. Aquí vivían millones de personas, quizás hasta cinco. Nadie tenía una forma segura de contar cuánta gente había en todos sus distritos: se llamaban octantes, y como cabía esperar, eran ocho.
Millones. No podía imaginarlo, aunque había crecido aquí. Antes de dejar Erosión, había empezado a pensar que se estaba haciendo demasiado grande, pero no podía haber diez mil habitantes en esa ciudad.
Aterrizó en una farola situada directamente delante del Edificio Columna de Hierro. Torció el cuello, mirando a través de las brumas la inmensa estructura de la torre. La cima sin terminar se perdía en la oscuridad. ¿Podría escalar algo tan alto? No podía tirar de los metales, solo empujar: no era ningún nacido de la bruma mitológico de las viejas historias, como el Superviviente o el Guerrero Ascendente. Un poder alomántico, un poder feruquimista, era todo lo que un hombre podía tener. De hecho, tener uno solo era un gran privilegio: ser un nacidoble como era Wax era verdaderamente excepcional.